Por: Rodil Rivera Rodil
El gran novelista Mario Vargas Llosa, recientemente fallecido en Lima, Perú, ha sido objeto de una gran publicidad a escala mundial, como era de esperarse de un Premio Nobel, pero con la curiosa nota de centrarse esta en la ideología que sustentaba, más que en su larga y prolífica carrera literaria. Aquí mismo, en nuestro país, un programa entero de televisión fue dedicado a debatir si la tardanza de la Academia Sueca en otorgarle el codiciado galardón se debió, como siempre se ha dicho de ella, a que tiene preferencia por los escritores de izquierda. En lo que podría haber algo de cierto.
No podría, quizás, ser de otro modo, si se recuerda que un buen número de los intelectuales y académicos del mundo, por su mayor conocimiento de la ciencia, y por ende, de los misterios más profundos de la vida humana y la naturaleza, comprenden mejor que nadie la verdadera razón de la terrible desigualdad que anida en el modelo económico que impera en el planeta y de lo inevitable de los cambios. De ahí, cabalmente, la feroz embestida del presidente Donald Trump contra las universidades de élite de su nación.
Pero, en justicia, no han sido pocas las personalidades de la derecha que han recibido el Premio Nobel a lo largo de su historia. De hecho, una de las que más polémica suscitó fue el de Wiston Churchill en 1953. Un escritor muy bien dotado, pero mucho más derechista que escritor, si cabe. Entre sus múltiples ejecutorias se pueden citar: su respaldo a Mussolini en su invasión a Etiopía; su apoyo indirecto a Hitler durante la Guerra Civil española por su antipatía a los republicanos españoles; su desmedido elogio a la colonización de la India como necesaria para el bienestar de sus habitantes, a quienes calificó de “primitivas, pero agradables razas,” y su tenaz oposición al sufragio femenino “porque las únicas mujeres que podían desear el voto eran las de naturaleza más indeseable”.
De acuerdo con la opinión pública de la época, no se vería bien, por obvios motivos, que lo distinguieran con el Nobel de la Paz por su destacado rol durante la Segunda Guerra Mundial, como fue la primera idea. Se optó, entonces, por el de Literatura “Por su maestría –explicó la Academia-, en la descripción histórica y biográfica, así como por su brillante oratoria en defensa de exaltados valores humanos”. Y, básicamente, por una sola obra, La Segunda Guerra Mundial, en seis volúmenes, en la que, afirman sus críticos, ensalza sus propias virtudes y se erige como personaje principal.
Aún se debate por qué Churchill no asistió a la ceremonia de entrega del premio. Pero no deja de ser intrigante, si es que no sinceridad a más no poder, que su esposa, al recogerlo en su nombre, haya leído un discurso suyoen el que manifestó: “Estoy orgulloso, pero también, debo admitir, pasmado por su decisión de incluirme. Espero que estén en lo correcto. Siento que corremos un considerable riesgo y es que no lo merezco. Pero no tendré recelos si ustedes no tienen ninguno”.
Tal vez, entonces, podría decirse que la Academia ha procurado mantener un determinado balance político ideológico en la escogencia de los favorecidos con su premio, aun en menoscabo de la razón de su existencia. Aunque debe admitirse que ninguna institución internacional de tal importancia y cometido se ha mantenido inmune a la influencia política. Cuando en 1964 Jean-Paul Sartre lo rechazó, se apresuró a explicar “Que no quería ser utilizado por un premio que refuerza el armazón ideológico: un escritor que sostiene posiciones políticas, sociales o literarias –expresó en una carta-sólo debe actuar con los medios que le son propios, esto es, la palabra escrita. No es lo mismo que yo firme Jean-Paul Sartre, Premio Nobel, en vez de solamente Jean-Paul Sartre”.
En el caso particular de Vargas Llosa, no puede medirse el peso de sus convicciones políticas y de sus atributos literarios si no es en el contexto de su relación con el también escritor y premio Nobel Gabriel García Márquez. Entre otras razones, porque ambos fueron figuras protagónicas del fenómeno literario, cultural y social, llamado “boom latinoamericano”, que surgió en las décadas de los 60 y 70 del siglo anterior, y no menos, por la estrecha amistad que sostuvieron desde 1966 hasta su abrupta ruptura diez años después, en 1976.
No puede ignorarse que en esta última algún papel tuvieron que jugar sus creencias políticas, incluyendo, desde luego, su posición con respecto a la Revolución Cubana, que ya había empezado a dividirse a raíz de la carta pública que varios escritores le dirigieron a Fidel Castro cinco años atrás, en 1971, en protesta por la detención del poeta cubano Heberto Padilla, entre los que se hallaban Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Plinio Apuleyo Mendoza, Jean Paul Sartre, Julio Cortázar, Simone de Beauvoir, Octavio Paz y Alberto Moravia. Y en la que aparecía la firma de García Márquez, puesta sin su consentimiento, aunque de buena fe, por Apuleyo Mendoza, que no pudo localizarlo para pedirle su autorización.
No obstante, es más verosímil, de acuerdo con otras pistas, que en el rompimiento hubiera algo más de personal que de político. Y es que muy pocos deben ser los hombres de letras, y menos de la talla de estos dos, que acostumbren propinarle puñetazos a sus amigos y colegas solo porque hubieran dejado de simpatizar con alguna causa, por muy controversial que sea, como lo hizo Vargas Llosa con García Márquez en la noche del 12 de febrero de 1976 en un evento cultural que se celebraba en el Palacio de Bellas Artes de la capital de México. Podría decirse, entonces, para utilizar una expresiva figura del periodista e historiador mexicano Roberto Blanco Moheno en su sabroso libro Crónica de la Revolución Mexicana, que nuestros autores casi solo se encontraron “como una bola de billar con otra, para separarse violentamente”.
Se dice que quien mejor ha contado la accidentada amistad de Vargas Llosa con García Márquez ha sido el conocido periodista cultural español, Xavier Ayén Pasamonte, en su libro Aquellos años del Boom, y en el que afirma que “la amistad no se rompió a raíz del caso Padilla, pues ambos escritores continuaron viviendo y viéndose en Barcelona. Sin embargo, era evidente que algo se había roto”.
Los distanciamientos entre literatos, amigos y parientes, por desavenencias políticas no son infrecuentes. Son más raros los trances en los que, a pesar de ellas, la relación perdura, como aconteció con los hermanos e insignes poetas españoles, de los más importantes de la generación del 98, Antonio y Manuel Machado, a quienes no pudo alejar su abierta y contrapuesta identificación con los bandos que contendieron en la Guerra Civil que desangró a España de 1936 a 1939, el primero con la República y el segundo con el levantamiento de Franco.
Manuel, el mayor, habría sido, según muchos, el más famoso poeta y dramaturgo de los dos, pero en las postrimerías de su vida su obra quedó relegada poco menos que al olvido, justamente, por su identificación con el franquismo, lo que permitió a su hermano ocupar su lugar hasta el día de hoy. Cierto o no, su opuesta militancia, aunque sin el trauma de la de Vargas Llosa y García Márquez, tuvo una sonada repercusión político literaria. Tanta que, en la antología poética de Manuel, Del arte largo, editada en el 2000 por la escritora española Luisa Cotoner Cerdó, se cuenta que, en una de las primeras visitas a España de Jorge Luis Borges, el gran bardo argentino de la derecha intransigente y refinada, cuando le hablaron de Antonio Machado, fingiendo extrañeza, exclamó: “¡Ah!, pero ¿Manuel Machado tenía un hermano?”.
García Márquez recibió el Nobel en 1982, a los 55 años de edad, y Vargas Llosa en el 2010, a los 74, esto es, con casi tres largas décadas de diferencia. Y durante todo este tiempo, se discutió mucho, sobre todo, entre la intelectualidad de América Latina, si los méritos literarios de este último lo hacían realmente acreedor o no a tan alta presea, por cuanto esta únicamente debía entregarse a escritores que sobrepasaran el nivel de los más grandes escritores. Aun cuando en este punto, es menester aclarar que la Academia Sueca solo establece, en una forma ciertamente muy general y escueta, que selecciona a los ganadores “basándose en obras literarias que contribuyen al panorama literario mundial”. Y hasta hubo quienes aseguraran que si finalmente se le concedió fue como una suerte de premio consolación, al igual que lo hace la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de los Estados Unidos con el “Óscar” a los viejos actores de cine que no han sido laureados, y ya cerca del término de sus días.
La controversia, por consiguiente, no habría versado tanto sobre el comportamiento político de Vargas Llosa como sobre sus merecimientos literarios. El periódico sueco de la izquierda radical, Flamman, por ejemplo,reprendió, por decirlo así, a algunos intelectuales de esta ideología que lo censuraban por sus opiniones políticas: “Sí, Vargas Llosa es un liberal, pero también es un escritor fantástico y una excelente elección para el Premio Nobel. Incluso si uno odia los mercados libres, el libre comercio y otras cosas que Vargas Llosa respalda, es difícil negar que es uno de los mejores novelistas de nuestros tiempos”.
Parece más probable que Vargas Llosa se haya granjeado la animadversión de la izquierda más por la virulencia que solía imprimirles a sus críticas hacia ella -yo diría que casi impropia de un intelectual de su estatura- que por otra cosa. Y, dicho sea de paso, en su discurso de aceptación del premio, titulado Elogio de la lectura y la ficción,” de corte esencialmente biográfico, relata que “en su juventud, como muchos escritores de su generación, fue marxista”. Con lo que, sin duda, alude a las lecturas muy superficiales de marxismo que se incrementaron notablemente entre los noveles integrantes o simpatizantes de los movimientos o partidos de izquierda de la época como consecuencia del triunfo de la Revolución Cubana, y no a que, en realidad, hubiera profundizado en el estudio de dicha teoría, como pudiera desprenderse de su aseveración.
De igual manera, me sorprendió, y mucho, que en la misma alocución haya proclamado su acérrima defensa de la “democracia liberal que sigue significando -dice-pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres y la alternancia en el poder”, como si estos principios constituyeran virtudes mágicas de la democracia, por lo que no hubiera que hacer nada para ponerlos en práctica. Justo a semejanza del frustrado líder de la Revolución Mexicana Francisco Madero “para quien –refiere Blanco Moheno en su citada obra- bastaba con el simple ejercicio de la democracia para que todos los males desaparecieran”. Sin olvidar que, en el 2010, año en el que Llosa recibe el Nobel, aquella ya había sido sustituida desde hacía más de 20 años por el deshumanizado neoliberalismo que nos agobia, lo que era impensable que desconociera, al margen de sus ideas políticas.
Ello, porque solo los fanáticos de la ultraderecha comulgan con ese desatino económico ideológico. Y me rehúso a creer que lo haya sido de corazón quien, a pesar de la enlodada que se dio con esa gente, pudo inspirarse y volcar su talento en narrar, con admirable precisión y dramatismo, los horrendos crímenes del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo y la historia del derrocamiento del presidente guatemalteco Jacobo Árbenz Guzmán por el gigante bananero estadounidense United Fruit Company bajo el disfraz anticomunista de la Guerra Fría, en sus excelentes novelas La fiesta del chivo y Tiempos recios, respectivamente.
En su comunicado oficial acerca de Vargas Llosa, transcurrido tanto tiempo, la Academia apunta, en una redacción un tanto vaga, que se le confiere “por sus méritos en su cartografía de las estructuras del poder y aceradas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”.
En tanto que en la concerniente a García Márquez, la Academia señala, con más claridad:
“Con sus narraciones García Márquez ha creado un mundo propio que es un microcosmos. En su tumultuaria, desconcertante y, sin embargo, convincente autenticidad, este microcosmos refleja, con gran claridad, un continente con sus riquezas y miserias humanas. Quizás más aún: un universo donde las fuerzas unidas del corazón humano y de la historia desbordan una y otra vez los límites del caos – matando y creando”.
Tal declaración fue tomada por los críticos literarios como un claro reconocimiento de que García Márquez reunía los requisitos de un genio de la literatura, aparte de haberse convertido en el máximo exponente, sino el auténtico creador, del género literario denominado “realismo mágico”, conforme al nombre acuñado por el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri en su libro Letras y hombres de Venezuela, publicado en 1947.
Rememorando al magno poeta español Ramón de Campoamor, impenitente monárquico, por cierto, que insistía en que el ritmo es lo único que separa el verso de la prosa, yo agregaría que la incuestionable magia que hay en el realismo de García Márquez se halla, y se siente, además, impregnada de poesía. Lo que explica que, en su disertación ante la Academia, La soledad de América Latina, -a renglón seguido de su sentido reproche a Europa por su obstinada incomprensión hacia nuestras tan difíciles tentativas de cambio social- haya incluido una magnífica exaltación de ella, la que finaliza como sigue:
“En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía”.
A Vargas Llosa, igualmente, se le ha calificado de genio. Lo escuché también aquí, en Honduras, en el antes mencionado espacio de televisión. No faltaba más. Sin embargo, asignarle a alguien semejante categoría en cualquier rama del conocimiento humano jamás debería hacerse sin una en extremo cuidadosa evaluación. Víctor Hugo, en su formidable ensayo sobre Shakespeare manifiesta que los genios del arte son seres humanos de cuya obra fluye lo sobrehumano y que llegan a tal altura que se tocan con Dios. Y añade:
“Dios se manifiesta a nosotros, en primer lugar, a través de la vida del universo y, en segundo lugar, a través del pensamiento del hombre. La segunda manifestación no es menos sagrada que la primera. Esta se llama la Naturaleza, aquélla se denomina el Arte. De ella surge esta realidad: el poeta es sacerdote. Existe aquí abajo un pontífice: es el Genio. “Sacerdos magnus” (Gran sacerdote). El Arte Supremo es la región de los Iguales. Los mejores, tal vez, desde el punto de vista del Arte, y dentro del Arte, desde el punto de vista literario, han sido: Homero, Esquilo, Job, Isaías, Dante y Shakespeare”.
Y más cerca de nosotros, los mortales comunes y corrientes, Carmen Balcells Segalá, la prominente agente literaria española, considerada una de las principales promotoras del boom latinoamericano, definió a los dos colosos así:
«Vargas Llosa es el primero de la clase, y García Márquez es un genio. No hay más que verlos. Cualquiera que los conozca sabe a lo que me refiero. Mario es un intelectual, alguien con la cabeza muy bien amueblada, que atesora conocimientos eruditos sobre múltiples materias y, a la vez, es capaz de crear grandes obras. Su discurso intelectual es de gran altura, es el primero de la clase, un cum laude”.
«Y al contrario, Gabo es un genio en el sentido de que es un monstruo creador, una fuerza de la naturaleza, alguien tocado por la mano de Dios, que tiene un don, y no se dedica a elaborar teorías o análisis sobre la cultura. Me parece algo que los describe sin valorar a uno por encima del otro. Yo estoy enamorada de los dos».
Y por mi parte, concluyo admitiendo paladinamente que no soy quien para nombrar a García Márquez o a Vargas Llosa como genios de la literatura. Ni siquiera para juzgarlos dignos o no del Premio Nobel. Así es que deberá ser el distinguido lector quien presida y dicte sentencia en este tan complejo juicio de valor.
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Abogado y Notario, autor de varios ensayos sobre diversos temas de derecho, economía, política e historia; columnista por cuarenta años de varios diarios, entre ellos, EL Pueblo, El Cronista, Diario Tiempo y La Tribuna, y diputado por el Partido Liberal al Congreso Nacional de 1990-1994. Ver todas las entradas