se desvariaron más de 62 millones del Fondo departamental

La paradoja de la impopularidad: cuando combatir la corrupción es más dañino que ocultarla

Por: Fábio Kerche/Latinoamérica21


Las encuestas de opinión muestran que el presidente Lula enfrenta un escenario desafiante en su
tercer mandato: sus índices de aprobación son significativamente inferiores a los registrados en
sus primeros años de mandato, entre 2003 y 2010. Si bien este no es un fenómeno exclusivo de
Brasil —en casi toda Latinoamérica, la popularidad de los presidentes ha ido en declive—, el
caso brasileño es destacable. Incluso con indicadores económicos positivos, como un
crecimiento del PIB superior al promedio mundial, la disminución del desempleo y el aumento
de los ingresos, el apoyo al gobierno está flaqueando y no muestra signos claros de recuperación.

Según la última encuesta de Quaest, uno de los factores que explica esta brecha entre el
desempeño económico y el apoyo popular es la creciente preocupación de los brasileños por la
corrupción. Estos datos son corroborados por otras encuestas. El instituto PoderData, por
ejemplo, reveló que el 47% de los entrevistados cree que la corrupción ha aumentado bajo el
actual gobierno. El Instituto Atlas indicó que la corrupción se ha convertido nuevamente en el
principal problema del país, superando incluso problemas como la delincuencia y el narcotráfico,
problemas que históricamente se han percibido como amenazas directas a la vida cotidiana de las
familias brasileñas.
El regreso de la corrupción al centro del debate público coincide con las repercusiones de un
escándalo recientemente revelado: el desvío de parte de las pensiones de funcionarios públicos a
asociaciones que prestan servicios a jubilados, mediante un esquema que involucraba a
empleados del INSS. Si bien se creó durante el gobierno anterior, el esquema fue desmantelado
por la Policía Federal y la Contraloría General de la República, ambas instituciones fortalecidas
y subordinadas al gobierno actual. El presidente Lula ordenó la destitución de la dirección del
organismo responsable y prometió devolver los fondos desviados a los beneficiarios. Sin
embargo, la decisión le costó la pérdida de un partido de la base gubernamental que ocupaba el
ministerio en cuestión.
En teoría, el gobierno debería ser reconocido por sus esfuerzos para enfrentar las irregularidades,
sancionar a los responsables y fortalecer la integridad de las instituciones. Sin embargo, el
resultado ha sido el contrario: desgaste político y una caída en la aprobación popular. Parte de la
prensa, en lugar de destacar los esfuerzos proactivos del gobierno para combatir la corrupción,
asoció directamente el escándalo con el actual presidente. El efecto es perverso: se penaliza a
quienes combatieron la corrupción, no a quienes la instituyeron o se beneficiaron de ella. En este
contexto, el incentivo se vuelve negativo; después de todo, si revelar la corrupción es más
perjudicial que ocultarla, es mejor no revelar nada.

Es en esta paradoja que resurge la figura de Jair Bolsonaro. Durante su gobierno, se produjo un
debilitamiento sistemático de los mecanismos de control y fiscalización, con intervenciones en
organismos como la Policía Federal, la Secretaría de Ingresos Federales, el Coaf y el Ministerio
Público. Aun así, Bolsonaro repitió una y otra vez que «no hubo corrupción» en su
administración. La frase, aunque refutada por varias investigaciones, tuvo eco en los votantes. En
la lógica del expresidente, y que lamentablemente parece encontrar apoyo en la realidad política,
lo que no se revela simplemente no existe. La falta de transparencia, paradójicamente, se
convierte en capital político.

Pero ¿cómo se explica este fenómeno?

En ciencias políticas, existe una suposición ampliamente aceptada: los políticos, en regímenes
democráticos, buscan la aprobación de los votantes para mantenerse en el poder. A diferencia de
los regímenes autoritarios, donde la coerción, el fraude o la manipulación garantizan su
permanencia en el cargo, en las democracias, los gobernantes necesitan obtener apoyo en
elecciones mínimamente competitivas. Para ello, deben rendir cuentas, mostrar resultados y
convencer a la población de que merecen continuar.

Por lo tanto, la opinión pública se convierte en un factor central en la lógica de la representación
democrática. Es la que orienta las prioridades del gobierno, influye en la formulación de políticas
públicas y sirve como termómetro para las decisiones estratégicas. Los gobiernos que desean
permanecer en el poder deben responder a las demandas sociales: mejorar la salud, invertir en
educación, combatir la deforestación, promover el crecimiento económico, garantizar la
seguridad y, por supuesto, combatir la corrupción. Estos compromisos no solo son éticos, sino
también pragmáticos para obtener apoyo.

La lucha contra la corrupción, en este sentido, debe entenderse como una política pública.
Requiere planificación, recursos, institucionalización y, sobre todo, priorización por parte del
gobierno. Implica otorgar autonomía a los órganos de control, invertir en supervisión, aumentar
la transparencia y crear mecanismos eficaces de rendición de cuentas. No se trata de una cruzada
moral, sino de una decisión de gestión para proteger los fondos públicos y garantizar que se
utilicen para satisfacer las necesidades de la sociedad. La corrupción, después de todo, no es una
falla moral individual, sino una disfunción institucional.


El problema radica en que, a diferencia de lo que ocurre en otros ámbitos, el éxito en la lucha
contra la corrupción puede generar un efecto secundario indeseable: aumentar la percepción de
que la corrupción está en aumento. Esto se debe a que cuantos más operativos de la Policía
Federal llegan a los titulares, más arrestos se realizan, más escándalos salen a la luz, mayor es la
sensación de que el problema está fuera de control, aunque, paradójicamente, estas acciones sean
resultado del buen funcionamiento de las instituciones.

Este es el «efecto de visibilidad». La lucha eficaz contra la corrupción saca a la luz tramas que
antes eran invisibles, lo que provoca un aumento artificial de la percepción del problema. Este
fenómeno coloca a los gobiernos ante un dilema: actuar para combatir la corrupción y sufrir
daños políticos inmediatos, o ignorarla y obtener beneficios electorales a corto plazo. Este efecto
también plantea interrogantes sobre la utilidad de los índices de «percepción de la corrupción»,
como los de Transparencia Internacional. Estos indicadores no miden los casos reales de
corrupción, sino la sensación de que existe, una sensación que puede verse intensificada
precisamente por los gobiernos que más combaten el problema.

En este contexto, la prensa desempeña un papel esencial. Es deber del periodismo investigar,
denunciar y monitorear a quienes ostentan el poder. Pero también requiere responsabilidad en la
investigación y en la forma en que se denuncian los casos. Cuando no hay distinción entre
quienes promueven la corrupción y quienes la combaten, existe el riesgo de deslegitimar
precisamente a quienes intentan corregir las fallas del sistema.
El desafío, por lo tanto, es doble: para los gobiernos, que deben decidir si vale la pena abordar un
problema incluso si cuesta popularidad; Y para la prensa y la sociedad, que deben aprender a
reconocer que la lucha contra la corrupción también genera ruido, y que este ruido, bien
interpretado, puede ser una señal de que las instituciones están funcionando.

Investigador de la Fundación Casa de Rui Barbosa y profesor del Programa de Posgrado en Ciencias
Políticas de Unirio.

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