Por Kenneth Rogoff
CAMBRIDGE – Ahora que la guerra arancelaria del presidente estadounidense, Donald Trump, está en pleno apogeo, los inversores de todo el mundo se preguntan: ¿qué es lo siguiente en su agenda para poner patas arriba el orden económico mundial? Muchos centran su atención en el llamado “Acuerdo de Mar-a-Lago”, un plan propuesto por Stephen Miran, presidente del Consejo de Asesores Económicos de Trump, para coordinarse con los socios comerciales de Estados Unidos a fin de debilitar el dólar.
En el centro del plan está la noción de que el estatus del dólar como moneda de reserva mundial no es un privilegio, sino una carga costosa que ha desempeñado un papel fundamental en la desindustrialización de la economía norteamericana. La demanda global de dólares, según el argumento, hace subir su valor, encareciendo los productos fabricados en Estados Unidos frente a las importaciones. Esto, a su vez, provoca déficits comerciales persistentes e incentiva a los fabricantes estadounidenses a trasladar la producción al extranjero, llevándose consigo los puestos de trabajo.
¿Hay algo de cierto en este relato? La respuesta es sí y no. Desde luego, es plausible que los inversores extranjeros deseosos de poseer acciones, bonos y bienes inmuebles estadounidenses puedan generar un flujo constante de capital hacia Estados Unidos, alimentando el consumo interno e impulsando la demanda de bienes comercializables, como automóviles, y no comercializables, como bienes inmuebles y restaurantes. Una mayor demanda de bienes no comercializables, en particular, tiende a incrementar el valor del dólar, haciendo que las importaciones resulten más atractivas para los consumidores estadounidenses, tal como sugiere Miran.
Pero esta lógica también pasa por alto detalles cruciales. Si bien la condición de moneda de reserva del dólar aumenta la demanda de bonos del Tesoro, no incrementa necesariamente la demanda de todos los activos estadounidenses. Los bancos centrales asiáticos, por ejemplo, poseen billones de dólares en letras del Tesoro, que utilizan para ayudar a estabilizar sus tipos de cambio y mantener un colchón financiero en caso de crisis. Por lo general, evitan otros tipos de activos estadounidenses, como la renta variable y el sector inmobiliario, ya que no sirven a los mismos objetivos políticos.
Esto significa que, si los países extranjeros simplemente necesitan acumular letras del Tesoro, no tienen que incurrir en excedentes comerciales para obtenerlas. Los fondos necesarios también se pueden recaudar vendiendo activos extranjeros existentes, como acciones, bienes inmuebles y fábricas.
Eso es precisamente lo que ocurrió desde los años 1960 hasta mediados de los años 1970. Para entonces, el dólar se había consolidado como moneda de reserva mundial, pero Estados Unidos casi siempre tenía superávit de cuenta corriente -no déficit-. Los inversores extranjeros acumulaban bonos del Tesoro de Estados Unidos, mientras que las empresas norteamericanas se expandían en el exterior adquiriendo instalaciones de producción extranjeras, ya fuera mediante compras directas o inversiones en nuevas instalaciones, en las que construían fábricas desde cero.
La posguerra no fue la única época en la que el país emisor de la moneda de reserva mundial registró un superávit de cuenta corriente. La libra esterlina fue la moneda de reserva mundial indiscutible desde el final de las guerras napoleónicas a principios del siglo XIX hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914. A lo largo de ese período, el Reino Unido tuvo generalmente superávit exterior, reforzado por los altos rendimientos de las inversiones en todo su imperio colonial.
Hay otra forma de interpretar el déficit de cuenta corriente de Estados Unidos que ayuda a explicar por qué la relación entre el tipo de cambio y los desequilibrios comerciales es más complicada de lo que sugiere la teoría de Miran. En términos contables, el superávit de cuenta corriente de un país equivale a la diferencia entre el ahorro nacional y la inversión tanto del gobierno como del sector privado. Es importante señalar que “inversión” se refiere aquí a activos físicos como fábricas, viviendas, infraestructuras y equipos, no a instrumentos financieros.
Desde este punto de vista, está claro que el déficit de cuenta corriente no solo se ve influido por el tipo de cambio, sino por cualquier factor que afecte al equilibrio entre el ahorro nacional y la inversión. En 2024, el déficit fiscal de Estados Unidos era del 6,4% del PIB, significativamente mayor que el déficit de cuenta corriente, que era inferior al 4% del PIB.
Aunque cerrar el déficit fiscal no eliminaría automáticamente el déficit de cuenta corriente -eso dependería de cómo se cerrara la brecha y de cómo respondiera el sector privado-, es una solución mucho más sencilla que lanzar una guerra comercial. Reducir el déficit fiscal implicaría, sin embargo, la difícil tarea política de convencer al Congreso de que apruebe leyes fiscales y de gasto más responsables. Y a diferencia de una confrontación comercial de alto perfil, no haría que los líderes extranjeros se ganaran el favor de Trump; en cambio, desviaría la atención de los medios hacia la política interna y las negociaciones parlamentarias.
Otro factor clave detrás del déficit de cuenta corriente es la fortaleza de la economía estadounidense, que ha sido, por lejos, la más dinámica entre los principales actores mundiales en los últimos años. Esto ha hecho que las empresas estadounidenses resulten especialmente atractivas para los inversores. Incluso el sector manufacturero ha crecido en porcentaje del PIB. La razón por la que el empleo no ha seguido el mismo ritmo es porque las fábricas modernas están muy automatizadas.
El plan de Miran, por inteligente que sea, se basa en un diagnóstico erróneo. Si bien el papel del dólar como principal moneda de reserva del mundo tiene incidencia, es solo uno de los muchos factores que contribuyen a los persistentes déficits comerciales de Estados Unidos. Y si el déficit comercial tiene muchas causas, la idea de que los aranceles puedan ser una panacea es, en el mejor de los casos, dudosa.
Kenneth Rogoff, execonomista jefe del Fondo Monetario Internacional, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard y ganador del Premio Deutsche Bank de Economía Financiera 2011. Es coautor (junto con Carmen M. Reinhart) de This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly (Princeton University Press, 2011) y autor de Our Dollar, Your Problem (Yale University Press, 2025).
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