¿Una inteligencia artificial al servicio de nuestras democracias?

Lucía Bosoer/Latinoamérica21

Las oportunidades y desafíos que plantea la inteligencia artificial (IA) y sus impactos en las más variadas áreas de la actividad humana son motivo de debates en todas partes del mundo. Los países latinoamericanos no están al margen de la ola. En Chile se ha presentado una propuesta de ley que busca regular la IA y fomentar su desarrollo ético y responsable; la Corte Constitucional de Colombia ha emitido un fallo en el cual advierte que la IA no puede sustituir a un juez; y el nuevo Plan Brasilero de IA prevé la inversión de 4.100 millones de dólares hasta 2028 para desarrollar infraestructura tecnológica propia.

En Argentina, la IA también viene adquiriendo cada vez mayor relevancia en la discusión política. En mayo el presidente Javier Milei viajó a Estados Unidos y se reunió con algunos de los empresarios tecnológicos más poderosos del mundo. A su regreso, el presidente sostuvo que quiere convertir a la Argentina en el cuarto polo de IA a nivel global, junto con China, Estados Unidos y Europa. Las ventajas que tiene Argentina, según él, son recursos humanos calificados, energía disponible y las bajas temperaturas que se necesitan para refrigerar los grandes centros de datos.

En paralelo, el Ministerio de Seguridad argentino anunció la creación de una Unidad de IA destinada a “la prevención, detección, investigación y persecución del delito”. La nueva Unidad de IA tendría entre sus funciones vigilar las redes sociales, sitios de Internet y otras aplicaciones, procesar imágenes de cámaras de seguridad en tiempo real mediante reconocimiento facial y analizar datos históricos de crímenes a través de algoritmos de aprendizaje automático.

¿A contracorriente?

Según la resolución del Ministerio de Seguridad, en muchos países que están a la vanguardia en la integración de estas tecnologías, la IA se emplea con estos fines. Lo que la resolución olvidó u omitió señalar es que estas mismas funciones también están siendo prohibidas por algunos de los mismos países que menciona. La ley de IA que acaba de ser aprobada por la Unión Europea, por ejemplo, prohíbe el uso de sistemas de identificación biométrica en tiempo real en espacios públicos con fines de seguridad, salvo en determinados contextos muy bien detallados.

También en la Argentina, en el ámbito parlamentario, la Cámara de Diputados de la Nación organizó en junio una Cumbre Regional de Parlamentarios sobre IA para “crear marcos regulatorios apropiados y promover la innovación responsable, protegiendo al mismo tiempo los derechos y valores fundamentales”. La Cumbre sirvió de antesala para los diversos proyectos de ley relacionados con la regulación y promoción de la IA que comenzaron a discutirse en el mes de agosto.

El hecho de que la discusión sobre el desarrollo de la IA y su impacto en la sociedad haya llegado al ámbito parlamentario podría ser una buena noticia, en tanto y en cuanto la coloca bajo la órbita de la deliberación democrática. Lo inquietante es que el debate esté siendo impulsado con cierta premura y superficialidad por un pequeño grupo de líderes y funcionarios públicos, sin incluir a sectores más amplios de la ciudadanía y sin fomentar las negociaciones y consensos previos que requiere un tema de este calibre.

Las limitaciones de la visión libertaria

Al igual que en muchos otros ámbitos, el gobierno argentino postula que para crear un entorno favorable al desarrollo de la IA en el país se debe evitar cualquier tipo de intervención estatal. Sin embargo, la idea de que la regulación va en contra de la innovación, particularmente en el campo de las tecnologías digitales, es bastante simplista. Hoy en día la mayor parte de los especialistas coincide en que la regulación, entendida de manera amplia, bien diseñada y en el momento oportuno, sirve de incentivo a la innovación, entre otras razones porque proporciona mayor certeza sobre las reglas de juego.

Si partimos de la base de que algún tipo de regulación es necesaria, la pregunta entonces ya no sería si regular o no, sino cómo regular una tecnología que es mucho más compleja (y a la vez mucho menos abstracta) de como se la suele plantear. Luego de una primera fase en la que los gobiernos prefirieron dejar la regulación en manos de las empresas tecnológicas, hoy la mayor parte de los países entiende que la autorregulación no funciona si no se la acompaña por algún tipo de intervención estatal.

Décadas de un entorno digital desregulado permitieron que unas pocas empresas acumularan un poder sin precedentes en la historia. Vivimos en un mundo en el que la capitalización bursátil combinada de los principales gigantes tecnológicos es mayor al PIB de algunos de los países más ricos del mundo y que de continentes enteros. Se trata de un poder económico que se sustenta en la creciente extracción, acumulación y procesamiento de enormes cantidades de datos. Pero también de un poder político que surge de la importancia cada vez mayor del mundo virtual en tanto arena en donde se dirimen las cuestiones públicas; y es este poder el que le permite a Elon Musk, por ejemplo, comportarse a nivel internacional como auténticos jefes de Estado. 

El avance de la IA sobre todos los ámbitos de nuestras vidas no es, como muchos afirman, algo inevitable a lo que haya que “acoplarse”. La manera en la que se desarrolle y se despliegue esta tecnología dependerá de la dirección que se le quiera dar. Esta dirección la pueden elegir las juntas directivas de unas pocas empresas que dominen el mercado global, o bien la ciudadanía, sus representantes políticos y las instituciones democráticas, incluyendo y canalizando las voces de la sociedad civil, las inquietudes de medios de comunicación, periodistas e investigadores del ámbito académico, y los intereses del sector privado involucrados, entre otros actores fundamentales.

Crear un entorno favorable para la IA puede significar proveer ventajas comparativas para que las grandes compañías tecnológicas encuentren un espacio ideal en donde expandir sus operaciones, o bien desarrollar las políticas públicas y los marcos de gobernanza necesarios para orientar ese desarrollo tecnológico hacia prácticas que sirvan al bien común. Pensar la IA en el ámbito de nuestras democracias implica, en definitiva, dar lugar a un debate abierto, inclusivo y plural sobre la tecnología y el modo en que la entendemos y queremos que impacte en nuestra sociedad.

*Lucía Bosoer es investigadora en la Cátedra de Inteligencia Artificial y Democracia del Instituto Universitario Europeo. Magíster en Gobernanza Transnacional por la Escuela de Gobernanza Transnacional de Florencia, Italia.

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