Por: Manuel Torres Calderón
En política hay dos frentes de batalla, en el primero, se definen los derroteros morales y éticos de un país. En el segundo, se disputan los intereses.
En América Latina, que ha sido esencialmente un continente gobernado predominantemente por fuerzas ultra conservadoras, la Izquierda se arrogó la tarea de dar la batalla ética, a partir de su presencia en el tejido social, desde donde ha combatido la destrucción sistemática de los derechos y la negación de la ciudadanía.
La Izquierda no ha sido el único actor contra las fuerzas reaccionarias, en la historia del continente, figuras claves de la política vernácula, como Alfonsín, Luis Carlos Galán o Lázaro Cárdenas, por citar viejos ejemplos, les dieron una dirección a sus países, conteniendo las avanzadas más conservadoras.
Durante tres cuartos de siglo y en algunos casos más, desintegrada, perseguida, en el exilio o bajo tierra, la Izquierda (en su espectro más amplio) fue galvanizando sus acciones y sus discursos a partir de puntos convergentes, centrados en la construcción de sociedades menos injustas y más igualitarias.
Inhabilitados para llegar de maneras democráticas, debido a la represión, el terrorismo de Estado o las campañas anticomunistas, su impacto aumentaba y decrecía proporcional a los fracasos sociales producidos por los poderes reaccionarios.
En partidos minoritarios, en guerrillas, en movimientos urbanos y agrarios, a través de pastorales, la Izquierda se alimentaba de modelos, como el soviético, el cubano, el chino, el vietnamita, haciendo eco de una respuesta con ecos internacionalistas al imperialismo estadounidense.
De manera más marginal, también cogía forma a partir de la realidad de las experiencias regionales, que ponían a prueba la flexibilidad de los focos urbanos. Experiencias regionales que se enfrentaban con frecuencia contra los muros de los dogmas, porque exigían soluciones y problematizaban de maneras que se escapaban de las líneas partidistas e ideológicas. De ahí, todos lo sabemos, derivaron fracasos monumentales.
Aunque cada contexto se diferenciaba notablemente, se fue creando un espectro de Izquierda Latinoamericana, que pivoteaba alrededor de una cultura, una simbología y afinidades ideológicas comunes.
En un punto de la historia, la Izquierda en el continente era profundamente antimilitarista y tenía como objetivo principal, la necesidad de reparar y no olvidar la memoria de los períodos del terror.
Las guerras sucias y las dictaduras la pusieron en ventaja para ganar batallas políticas en el campo de la ética, donde se estableció como prioridad, la construcción de sociedades democráticas, que debían llevar a cabo procesos de repartición de la tierra y justicia social.
Fue durante estos procesos (dolorosos y también destructivos) que se forjaron los mejores intelectuales que ha habido en el continente, muchos, con destinos fatales como Ignacio Ellacuría o Rodolfo Walsh, entre muchos otros.
Cuando finalizaron las guerras sucias y los gobiernos represores y genocidas comenzaron a ser cuestionados de manera más oficial, se abrieron grietas que dieron lugar a formas limitadas, pero fuertemente simbólicas de reparación y de justicia.
Si bien, con muy pocas excepciones, se concluyó con condenas firmes, se lograron triunfos de orden moral, que dieron la ilusión de que los sistemas podían cambiar.
La obtención de victorias simbólicas, quitó poder y credibilidad política a la Derecha (no perdieron su influencia económica ni el monopolio de la fuerza estatal), pero, a decir verdad, desgarró más a la Izquierda.
Las memorias del fuego, siguieron quemando a las víctimas y consecuentemente, transformando a sus actores, cuyas secuelas trascendían a los individuos y aparecían como cicatrices en los nuevos movimientos sociales.
La aproximación al poder, el crecimiento exponencial de los movimientos de Izquierda, irremediablemente, empezó a desplazar su interés en ganar las batallas éticas, para combatir, a veces con las mismas armas, en el terreno de la Realpolitik.
Transformados en organizaciones electorales grandes, con posibilidades auténticas de ganar, transigieron. ¿Había otra salida para ganar? ¿Podía ganar el obradorismo sin el apoyo de Carlos Slim? ¿Podía la Revolución Nicaragüense disociarse de los Pellas? ¿Era posible que Venezuela erradicara el narcotráfico dentro de su gobierno? ¿Podía Cuba dejar de ser un Estado Policial?
Si la idea es preservar el poder, es probable que no.
Sin embargo, el idealismo, legítimo, con errores, por supuesto, se fue diluyendo, o lo que es peor, instrumentalizando.
La Izquierda se retiraba de sectores que antes habían sido su base, y los narcos, las iglesias evangélicas, se fueron implantando y promoviendo su ideología.
De la misma manera se fue descuidando el terreno de la semántica, dejándose arrebatar conceptos como Democracia, Libertad (conceptos recuperados cada vez más por la Derecha), o Libertad de Prensa, por no hablar de Cultura, Arte…
Mientras tanto, se forjaban maquinarias electorales funcionales y grandes, donde se extraía lo peor de la ideología, es decir, el dogmatismo, la fidelidad acrítica del poder, la jerarquía, la ceguera, el sectarismo, el terror a la crítica.
En efecto, la derechización social, el poder del dinero, la injerencia, la mafia, el abandono de demandas importantes, la misma militarización, diferente a la de antes, pero igualmente perniciosa, ha impedido que la Izquierda pueda avanzar, sin embargo, ella sola ha abandonado la batalla por la ética, que implica, como responsabilidad política, una renovación de las ideas, y la toma de riesgos para poder asumir y defender posiciones.
Hay una realidad que cuesta admitir, y es que, los movimientos de Izquierda, durante su proceso de sobrevivencia, fueron inoculados de rencor, de confusión, de odio.
Mientras se han ido asentando, y ganando terreno, fueron destruyendo su propia masa crítica, y perdiendo la capacidad para distinguir los movimientos de la Historia, reconocer sus errores (para mejorar), y discernir qué debe evolucionar y qué debe preservarse o recuperarse.
Por esa razón, José Mujica fue un parteaguas. Porque entendió que su verdadero rol como líder de Izquierda era promover una ética. No pretendió más. Ni dar lecciones, ni querer ser lo que no era. Se dio a respetar en el mundo entero, incluso por sus antagonistas, que también se aprovechan de su figura para lavarse las manos. De hecho, todo mundo se lavó las manos con Mujica. Y él lo sabía y lo aceptaba como un estoico, porque, ante todo, era eso, una figura filosófica, poética, lo que no le impedía ser un político capaz de batallar en diferentes terrenos.
Pero hay que ser honestos en algo, Mujica también brilló por la mediocridad de los demás. Y de nuevo, él lo decía. Denunciaba, con ironía y humor, que era admirado por su supuesta austeridad, que convertían en virtudes características normales, como la modestia, la honradez, la corrección política. De hecho, se volvió una suerte de “héroe” por no tener ambiciones de dinero, por conducir su mismo Volkswagen Sedan de 1987, por no querer quedarse más tiempo en la presidencia, por dimitir de su cargo como senador, cuando se dio cuenta que ya estaba demasiado mayor para responder con responsabilidad.
No era ningún santo, ni una figura celestial, Pepe Mujica no fue ni más ni menos que un hombre de Izquierda, con convicciones, y de paso, agnóstico y que jamás, por cálculo político, se le ocurrió persignarse o alzar las manos al cielo para complacer a los católicos o evangelistas.
Descanse en paz.
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