Por: Rafael del Cid*
Escribir sobre democracia en tiempos de desencanto conlleva atrevimiento. Los políticos de casi todo el globo se han distanciado de la práctica coherente de los principios democráticos o se han dedicado -los autoritarios a cuestionarlos abiertamente. ¿A qué se debe este comportamiento de los supuestos conductores de masas?
Entre los hombres libres de la Atenas antigua nació el gobierno del pueblo. Los asuntos públicos se debatían en el ágora, la plaza pública. Esto hacía de la toma de decisiones un ejercicio abierto, donde cada ciudadano podía opinar y dar dirección a los asuntos comunes. Todo bajo el respeto a las decisiones de la mayoría. Pero esta forma directa de alcanzar acuerdos difícilmente servía a la hora de implementarlos. Había que confiar en unos pocos ciudadanos para el desempeño de tareas especializadas como el cobro de tributos, la administración de justicia, los asuntos militares, la regulación de la vida económica, la limpieza y el ornato, la construcción y mantenimiento de edificios públicos. Así que por allí fue tomando fuerza la burocracia y su gemelo, un agente especializado en mediar e influir en la opinión de las gentes. Mediar para colocar a ciudadanos en determinados puestos de poder; influir en la mentalidad de la plebe para favorecer personajes e intereses específicos. Este mediador en los asuntos de la “polis”, pasó a ser conocido como “político”.
Pensadores de la altura de Hesíodo, Solón, Platón o Sócrates criticaron el comportamiento de los mediadores al observar sus prácticas corruptas (sí, usted adivinó, la corrupción es tan vieja como la política). Los primeros dos fueron literatos en la época del despotismo y los segundos filósofos en el pleno esplendor de la democracia griega. Las supuestas bondades de la democracia resultaban enturbiadas por la acción de los políticos al operar para su propio beneficio o el de sus padrinos o aliados. Era un oficio de encantadores de serpientes. Había que persuadir al “demos” de que el bien de un grupo representaba el bien de todos: “Quienes salen aquí para disuadiros de que aprobéis esta ley, no buscan vuestro reconocimiento sino el dinero de Nicomedes; quienes os aconsejan de que la aprobéis, estos tampoco buscan de vosotros el reconocimiento sino el precio y el premio de Mitríades para su patrimonio familiar; y quienes desde el mismo lugar y orden social se callan, estos son los peores, pues reciben recompensas de todos y a todos engañan..” (Fragmento de un discurso del orador griego Cayo Graco). El sistema funcionaría bien en tanto la grieta entre los intereses particular y colectivo fuese poco evidente, bien porque la ambición del gobernante tuviera un sabio freno (un aceptable sentido de justicia) o porque la brecha se disimulase con el encanto de la palabra persuasiva (la demagogia) del gobernante o de los mediadores a su servicio.
El aumento de la brecha erosionaba el sistema. Daba a entender desenfreno, codicia, un sentido de justicia alterado: “…el juicio perverso de los caudillos, llamados a pagar con dolor su enorme arrogancia, pues no saben frenar los excesos” (Solón de Atenas). Crecería con ello la percepción ciudadana de marginación de beneficios reservados a los poderosos. El peligro de comportamientos de resistencia ganaría voluntades paulatinamente. La demagogia tendría más trabajo, la estupidez minaría el buen juicio y predominaría la coerción, la amenaza, el miedo. La democracia perdería su estrella.
El político se admira o se tolera mejor en las situaciones donde el interés particular de los gobernantes se acerca al interés colectivo: “No solamente el cargo hace al hombre, sino que el hombre hace al cargo, pues incluso una actividad modesta se ennoblece cuando se hace por el bien común” (Plutarco de Atenas, historiador, en alabanza al gobernante romano Catón el Viejo). Incluso pueden darse momentos cuando la demagogia y otros mecanismos de persuasión y manipulación política pueden cubrir con éxito la brecha existente. Pero pasan los políticos -al menos los defensores del gobierno- a ser odiados cuando la grieta se ha agrandado tanto que nada la oculta y, peor, cuando la coerción se convierte en el recurso desesperado de un gobierno en descrédito.
¿Cuántas veces ha visto usted esta película? ¿Advierte un elemento nuevo? En sistemas democráticos consolidados la esperanza de los ciudadanos frente a un mal gobierno ha sido puesta en la protesta u otras formas legítimas para conseguir la rectificación del gobierno. En última instancia les ha quedado la espera del día del ágora: el momento electoral. El voto les ha brindado la oportunidad de sustituir legítimamente a un mal gobernante y a su equipo por otro llamado a cambiar, a renovar la forma de gobernar, a minimizar el tamaño de la brecha entre el servicio a lo privado en lugar de la preocupación por el bienestar de la mayoría.
Mientras la ciudadanía observe que la alternabilidad de gobierno funciona, la democracia estará tranquila. El elemento nuevo de esta trama es la amarga constatación, en una nación tras otra, de que la alternancia ya no cumple su papel –o de que no puede ser posible ante actitudes autoritarias que lo impiden. Comienzan los ciudadanos a dejar de diferenciar al político. Se confunden en el imaginario popular las figuras antagónicas del político “malo” frente al político potencialmente “bueno”, que promete cambio. Ahora todos (o casi todos) los especímenes políticos resultan ser lobos de la misma loma. Los carteles de la economía, que en muchos países incluyen al crimen organizado, monopolizan la economía, acaban o minimizan la competencia entre poderosos. Su capacidad económica es de tal magnitud, que pueden patrocinar igualmente al partido oficialista y a sus opositores. Gane quien gane la contienda electoral, el resultado será el mismo: el gobierno continuará sirviendo a los poderosos. Peor todavía, la plata de los carteles alcanza o para enrolar a políticos en actividades empresariales o para que los propios empresarios se vuelvan políticos profesionales.
Este es el nuevo capítulo de la película de moda. La desconfianza en los carteles de la política (y la economía) nunca ha sido tan grande, porque nunca fue tan grande la brecha entre los intereses de monopolios y oligopolios con los intereses de la ciudadanía. La movilidad social ascendente, la esperanza de los padres de que sus hijos vivieran mejor, se está desvaneciendo aceleradamente en muchos países del mundo. A la par del desencanto con ese sueño, crece la decepción, el odio en muchos casos, contra los encantadores de serpientes. El Barómetro de las Américas 2018-2019 advierte que la confianza y respeto por las instituciones fundamentales de los países se mantienen bajos en el promedio de la región.
Le preguntaron a Arturo Pérez-Reverte, periodista y escritor español, qué hacer frente a esta situación de desencanto generalizado con los gobiernos, los políticos y el sistema económico. Su respuesta dio vueltas y vueltas alrededor de lo complicado que resulta la lucha del ciudadano corriente contra el poderío de los carteles de la economía y la política (¿Qué honda alzará David frente a Goliat?). Difícil porque de haber políticos honestos, campeones dispuestos a batallar y predicar esperanza, estos tendrán que resolver problemas como el de financiar sus campañas para enfrentar al cartel y a sus delfines atiborrados de plata y respaldados por los medios de manipulación. ¿Podrán los ciudadanos descontentos financiar a los pocos políticos buenos? ¿En cantidad suficiente? En casos contados se ha podido. En otros, estos políticos aventados apostaron por la venta de su alma al diablo mismo, al aceptar los dineros de los magnates de la economía o del crimen organizado. Esta alternativa no funciona. Igualmente empuja a los ciudadanos al callejón de las desilusiones, aunque deje en bonanza al político advenedizo.
De tanto insistir, el preguntón finalmente obtuvo una respuesta más concreta de Pérez-Reverte, no sin que este le advirtiera la carga utópica que su afirmación encerraba. La ciudadanía tendrá que hacer un esfuerzo extraordinario por educarse políticamente, por educar o hacer educar a sus hijos (exigirles a los maestros) en los principios de la democracia y el buen gobierno. Odiar al político, enconcharse para no escucharlos o, peor, venderse por un plato de lentejas, solo conduce a lo mismo. La gente debe dejar de evadir esta cruel constatación. Debe curar sus adicciones al escape: el fatalismo religioso, el futbol, las drogas, la indiferencia. Enfrentar la vida como viene, preocuparse por develar y entender los hilos que mueven la política y la economía, alfabetizarse en los asuntos de su país. Dominar el tema para posicionarse mejor frente a los demagogos. Para cuestionarlos, para obligarlos a rendir cuentas, para demandarles genuino compromiso con las necesidades específicas de la gente; organizarse para intercambiar ideas y acciones con otros semejantes (“dos cabezas piensan mejor que una”). En el papel de bobos, de ingenuos, de votantes de estómago, jamás seremos los protagonistas del cine de nuestros tiempos. En resumen, edúquese para ser crítico. Eduquémonos los ciudadanos todos para convertirnos en el eje y razón de ser de la economía y el gobierno.
*Rafael del Cid- Doctor en sociología, graduado de la Universidad de Texas en Austin. Docente universitario, investigador y consultor internacional.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas