Reflexiones
Por: Rodil Rivera Rodil
Para indagar con alguna propiedad en los designios de los hondureños para las elecciones generales de noviembre debemos partir, en primer lugar, de la relación recíproca que continuamente se va dando entre las fuerzas que representan los tres principales partidos: el Partido Libre, las de cambio o de izquierda, y los dos partidos tradicionales, las conservadoras o de derecha, aun cuando ya han aparecido en ellos diferencias y movimientos de cierto matiz ideológico a los que más adelante me referiré, sin perjuicio de que en un futuro no muy lejano es posible que ambos se fusionen, como ha ocurrido en otros países. Y, en segundo, de los resultados que arrojaron las elecciones primarias de marzo proyectados hacia las generales, por cuanto es la única información estadística confiable de que disponemos, ya que las consultas de opinión han perdido toda credibilidad. Los candidatos manipulan abiertamente las suyas y hasta el COHEP hizo pública la que levantó entre sus agremiados que favorece al Partido Nacional -no la reservó para sus análisis internos como antes hacía-, lo que solo puede interpretarse como que en la presente coyuntura electoral la institución se ha alineado políticamente, contrariando así la independencia de los partidos político que debe guardar, conforme lo ordenan sus estatutos.
Por lo que se refiere a la correlación de las citadas fuerzas, me atrevo a decir que, en lo que respecta a los mayores poderes fácticos cuales son el ejército y el gobierno de los Estados Unidos, puede apreciarse un precario equilibrio. La derecha, por de pronto, no disfruta del control del primero, como lo ha tenido casi siempre, y en cuanto al segundo, la señora embajadora tampoco cultiva la grosera injerencia que observó su predecesora, pero no hay duda de que, en cualquier momento, el presidente Trump, sin reparar en los medios, podría intervenir en nuestro país para imponernos al próximo presidente, como lo hizo en los comicios del 2017 cuando obligó al Tribunal Supremo Electoral (TSE), de entonces, a declarar la inconstitucional reelección del presidente Juan Orlando Hernández. En cuanto a los grupos de poder tradicionales, de los empresarios, los medios de comunicación, las iglesias y los demás, su fuerza se halla compensada en alguna medida por los medios de que Libre dispone por el solo hecho de estar en el poder. Y por último, de la citada proyección electoral se infiere que ninguno de los tres partidos, en el nivel presidencial al menos, tiene una marcada ventaja sobre los otros.
Así las cosas, y asumiendo que este frágil balance no será alterado sustancialmente en los próximos treinta días, sin descartar que las interminables denuncias de fraude de la oposición, el desmesurado triunfalismo de sus candidatos, en especial, del ingeniero Nasralla, y el desbarajuste en que vive el Consejo Nacional Electoral (CNE) y el Tribunal de Justicia Electoral (TJE), puedan terminar dando al traste con el proceso, a los principales partidos solo les quedan, primordialmente, las expectativas que con mayor o menor fundamento pueden depositar en los electores independientes, esto es, los que, deliberadamente, se abstienen de votar. Lo que se conoce como “voto flotante” o “voto bisagra”, que no se identifica ideológicamente con ningún partido, que, cuando concurre a las urnas, se distribuye más o menos proporcionalmente entre todos ellos, y el que, de acuerdo con un estudio de CESPAD, puede sumar entre un 25% y un 40% del electorado. Pues bien, este voto, atendiendo a su distinta motivación, podría repartirse en las siguientes elecciones así: para el Partido Nacional, el que podríamos llamar “voto de rebote”, para el Liberal, el “voto nasrallista”, y para Libre, el “voto oculto”. Como enseguida lo explico.
El voto de rebote se refiere a los que adversan fuertemente a Libre y quieren asegurarse de que este no siga en el poder, por lo que están dispuestos a votar por el partido que consideren que tiene más posibilidades de triunfo. Si antes votaron por él y se sienten decepcionados de su gestión, podría calificarse como “voto de castigo”. En otros países se habla también del “voto rebelde”, que abarca a personas de escasos recursos que, paradójicamente, votan por la derecha, o lo que es igual, contra sus propios intereses. ¿Y por qué lo hacen? Las explicaciones más triviales lo achacan a que “votan sin pensar”, “creen que votando por la derecha demuestran que no tienen nada que agradecer”, o “quieren aparentar que se rebelan contra los suyos como quien lo hace contra sus padres”, pero la verdad, como lo expuso Gramsci, es que se debe a la hegemonía cultural que las clases dominantes ejercen sobre las demás.
En el cercano pasado, el voto de rebote, casi en su totalidad, lo tendría asegurado el Partido Nacional por su histórico poder electoral, ya que a la gente no le gusta que su voto se “desperdicie”, opción conocida entre nosotros como “vota a ganar”, lo que muy bien entienden los nacionalistas, y de ahí el llamado de Nasry Asfura para que se esfuercen por alcanzar los 1.6 millones de votos. Pero, actualmente, la percepción pública no es la misma, ya que el partido resiente todavía el enorme desgaste que le ocasionó Juan Orlando Hernández, a lo que se añade la mayor división ideológica que ha experimentado en muchos años. Al grado que hoy puede hablarse con alguna propiedad del nacionalismo histórico, colocado en una derecha no tan radical, y del juanorlandismo, asentado en la derecha más extrema y salpicado de narcotráfico, que dio origen al movimiento de la abogada Ana Hernández y que en las primarias aportó más de la quinta parte de los votos azules, lo que lo llevó al primer lugar, pero quedando patente, de acuerdo con los mismos nacionalistas, que no serían muchos más los sufragios que podrían esperar para las generales. Sin contar, desde luego, que el voto de rebote podría inclinarse por el Partido Liberal en vez de por el Nacional.
Y más todavía, hasta donde se conoce, Asfura no ha podido conciliar sus divergencias con la abogada Hernández, entre otros motivos, porque ella se empeña en imprimirle a la campaña un marcado sello juanorlandista, seguramente por instrucciones de su esposo, lo que no es aceptable para el primero por motivos obvios. Y tampoco este ha podido arribar a un arreglo satisfactorio con otros dirigentes del partido con los que ha tenido problemas, en particular, de Cortés, todo lo cual podría reducir la votación que confía recibir.
El Partido Liberal, por su parte, no consiguió en las primarias el volumen de votos que esperaba, ni mucho menos, pero el ingeniero Nasralla y sus allegados más cercanos (no sé si el presidente del Consejo Central Ejecutivo y alcalde de San Pedro Sula persiste en la necesidad de una alianza con el Partido Nacional) están convencidos de que la gran mayoría de que el voto independiente simpatiza masivamente con él y lo llevará a una rotunda victoria sin necesidad de aliarse con nadie. Ahondemos un poco en esta tesis, sin desconocer, cómo no, que pudiera ser correcta.
La popularidad de Nasralla es innegable, pero también lo es que una parte de ella es mediática y proviene de su aparición en programas de entretenimiento de la televisión por más de cuatro décadas, lo que, con arreglo a la experiencia, no muchas veces se transforma en capital político. De hecho, en las elecciones generales del 2014, las únicas en que ha participado en solitario, quedó en el último lugar con 418.443 votos, un poco más del 13 por ciento, e igual le pasó en las primarias de este año, en las que solo recibió 381,062 votos, apenas un poco más del 22 por ciento del total.
En lo que concierne a su imagen de paladín de la anti corrupción, muy meritoria, por cierto, es muy probable que esta haya menguado un poco, en buena medida, por lo muy selectivo que se ha vuelto -ahora solo la ve en Libre-, y por su inexplicable alianza con el juanorlandismo, vale decir, con lo más granado de la corrupción hondureña, para formar el Bloque de Oposición Ciudadana (BOC), aquel movimiento creado explícitamente para instigar a las Fuerzas Armadas a dar un golpe de Estado o exigir la renuncia a la presidenta Castro, y que más tarde se disolvió en medio de agrias disputas por la responsabilidad de su fracaso. Y sobre su incorporación al Partido Liberal, solo se me ocurre que, en él, por fin, encontró la pureza que con tanto afán había buscado en la política criolla por cerca de tres largos lustros. Como sea, los nasrallistas y los liberales, desde sus distintas perspectivas, se hallan ante un complejo dilema: no es lo mismo votar por Nasralla, como candidato de los partidos anticorrupción que fundó, el PAC y el PSH, que, del Partido Liberal, del que nunca fue miembro, sino, por el contrario, uno de sus más fieros críticos, y encima, rodeado de su cúpula y de una ristra de aspirantes a cargos de elección popular cuya canonización difícilmente sería promocionada por el papa León XIV.
Tampoco le ayuda su inestable carácter y su cada vez más agresivo discurso -que ahora también estilan -o copian- otros liberales, como Jorge Cálix y los alcaldes de San Pedro Sula y Choluteca, y que no es del agrado de muchos hondureños. De tal manera, que, si llegare a ganar, no se sorprenda nadie de que este comportamiento le pueda granjear una fuerte oposición, de repente, no muy diferente a la que ha enfrentado Libre.
Y aquí, es indispensable rememorar también que, como producto del golpe que él mismo se propinó en el 2009, el Partido Liberal experimentó dos cruciales consecuencias: perdió buena parte de su militancia, y poco a poco, en los 16 años transcurridos, se ha ido desplazando, con algunas oscilaciones, desde el centro derecha hasta la extrema derecha, con todo lo que este vuelco político ideológico ha traído consigo, sin excluir el decisivo respaldo que le deparó a Juan Orlando Hernández en el Congreso Nacional. La inusitada rapidez con que elementos foráneos se apoderaron del partido solo puede entenderse, pues, por la magnitud de la fractura que padeció, que tocó lo más recóndito de sus entrañas, de antiguos liderazgos y postulados de avanzada.
Las contradicciones que han aflorado en los partidos tradicionales forzosamente repercuten en las estructuras públicas de las que forman parte, como se está viendo en el CNE y en el TJE, en los que sus representantes, aparte de los enfrentamientos que sostienen entre sí, responden a movimientos o facciones distintas de aquellos. Pero, además, la derecha y la extrema derecha están tan alarmadas, más, quizás, que, en el 2009, que, pese al exaltado optimismo de que hacen gala, ante la mera idea de que pueda ganar Libre acordaron hacer un máximo esfuerzo con la marcha del pasado 16 de agosto para, según dijeron, afianzar la derrota de este. Pero dado que no son tan bien vistas -sobre ellas sobrevuelan las aves negras del golpismo y del juanorlandismo- decidieron encubrirla con un manto de tinte religioso cediendo el protagonismo de su convocatoria a las Iglesias católica y evangélicas.
Llegado a este punto, considero oportuno insertar una digresión, un tanto académica, si se quiere, acerca del trasfondo de la marcha y del papel que jugaron en ella dichas iglesias.
No es tan cierto, como muchos creen, o quieren creer, que se organizó para la defensa de la democracia y de la paz, según lo anunciaron sus convocantes. En ningún país del mundo podría considerarse que el montaje de un evento de esta naturaleza, apenas a tres meses y medio de unas elecciones generales, pueda estar exento de motivaciones políticas. Para empezar, Honduras no está en guerra con nadie, sino inmersa en una tremenda polarización e histérica desconfianza hacia los comicios, derivadas, en gran medida, de la intensa campaña promovida contra el gobierno, en la que también comienzan a filtrarse mensajes de odio, y de la cual las dos iglesias son corresponsables directos. Son incontables los sermones, homilías y prédicas de todo tipo de sus superiores en franca sintonía con aquella.
La razón primaria que subyace bajo esa extraña alianza no es de índole religiosa o idealista, sino esencialmente ideológica, y no es otra, de nuevo, que el radical conservadurismo que comparten, es decir, su intensa aversión hacia todo lo que huela a transformación social o económica y por la que la Iglesia católica parece haberse sobrepuesto a la repulsión que ha profesado a las evangélicas desde la Reforma Protestante del siglo XVI. Expresado en términos más simples, el anticomunismo a ultranza de los prelados católicos y de los pastores evangélicos, traducido en una desmesurada antipatía a Libre, se sobrepuso a las discrepancias religiosas que los dividían a muerte desde hacía más de 500 años, logrando lo que no pudo, cuando menos en forma concluyente, ni siquiera el Concilio Vaticano II conducido por los papas Juan XXIII y Pablo VI entre 1962 y 1965.
Con la marcha, asimismo, se infringió flagrantemente el espíritu y letra de la Constitución de la República que, en su artículo 77, prohibe absolutamente que “los ministros de las diversas religiones puedan hacer en ninguna forma propaganda política, invocando motivos de religión o valiéndose, como medio para tal fin, de las creencias religiosas del pueblo”. Los jerarcas religiosos, particularmente los católicos, nunca han sido acusados o enjuiciados por violentar esa norma constitucional, por cuanto desde siempre han gozado de una suerte de impunidad para tales transgresiones, las que se enmarcan en el más puro “clericalismo”, o lo que es lo mismo, en “la influencia excesiva del clero en los asuntos políticos”, como lo define el diccionario de la RAE,que practica la facción ultra conservadora de la Iglesia católica y que tanto combatía el papa Francisco. En palabras del escritor español Javier Cercas tomadas de su última obra sobre el Vaticano y el papa Francisco: “Francisco llega a la conclusión de que el abuso de poder es el resultado del peor problema de la Iglesia: el clericalismo” …” Uno de los blancos preferidos del humor de Bergoglio es uno de los blancos preferidos de sus críticas: el clericalismo, la idea perversa de que los clérigos son superiores a los laicos”.
Finalmente, no olvidemos que el repudio de la Iglesia católica a la ciencia y a toda clase de cambios, ya sean estos trascendentales o banales, ha sido memorable, para usar un eufemismo, y ha ido desde achicharrar en la hoguera al famoso cosmólogo, teólogo, y miembro de la Orden de los Dominicos, Giordano Bruno, en el año 1600, por sostener que “el sol era simplemente una estrella y que el universo debía contener un infinito número de mundos habitados por animales y seres inteligentes”, pasando por prohibir en la segunda mitad del siglo XVIII la vacuna contra la viruela, una de las enfermedades más terribles e infecciosas que han azotado a la humanidad, porque al prevenirla, sentenció, “se torcía la voluntad divina”,hasta hacer el ridículo imponiendo severos castigos a los sastres y clientes que adoptaran la moda surgida en Francia de la portañuela para los pantalones de hombre, “por considerarla inmoral y contraria a las buenas costumbres”.
Y volviendo al tema toral de este ensayo, en lo que toca a Libre, a los 15 años de su fundación puede decirse que en su seno destacan dos tendencias: la de origen, de izquierda propiamente, y una incipiente de corte social demócrata en proceso de consolidación, pero que no ha generado desavenencias antagónicas en el partido. Por lo demás, no cabe duda de que no solo le ha llovido sobre mojado, como acostumbra decirse, sino que, además, le ha caído nieve y hasta granizo, solo desde los comicios de marzo ha recibido el impacto del escándalo de SEDESOL, la cancelación del TPS y las acusaciones de la fiscal estadounidense Pamela Bondi relacionadas con Venezuela. Ello, aparte de la campaña en su contra y de los muchos errores cometidos durante su mandato, como no prestarle suficiente atención a la actual coyuntura geopolítica internacional.
Lo anterior, sin embargo, no significa que Libre no albergue sus propias expectativas. Las cuatro más importantes radican, a mi juicio, la primera, en la candidata que lleva, mucho más formal y preparada que sus oponentes; la segunda, en la buena acogida que han tenido sus programas sociales entre las capas más necesitadas, así como el mejoramiento que ha emprendido de la infraestructura vial del país; la tercera, en que, hoy por hoy, es el partido mejor organizado de todos, y la cuarta, en el “voto oculto”, y no menos relevante, que lo ha beneficiado en todas las elecciones generales permitiéndole aventajar con creces al Partido Liberal a pesar de su pobre resultado en las primarias. Y es el que le brinda una fracción del voto independiente por la sola circunstancia de que aún con todas sus fallas sigue siendo el único partido que persigue transformaciones sociales de alguna envergadura, pero que no vota en las primarias ni lo da a conocer en las encuestas para no “darse color”, como decimos coloquialmente. Y para la cual es intolerable la alternativa de que, bajo cualquier disfraz, retorne al poder la ultra derecha juanorlandista y, de nuevo, solo como ejemplo, se intente privatizar la ENEE y hacer piñata con ella para que el precio de la luz se dispare a las nubes.
Así, en las generales del 2013, Libre aumentó sus votos válidos de las primarias del año anterior en casi un 70 por ciento: de 594.531 a 896.498, mientras que el Partido Liberal los redujo en un poco más del 12 por ciento, de 719.583 a 632.320. Y está comprobado que ese sentimiento de empatía, justamente por su componente ideológico, se da con mayor frecuencia en los partidos de izquierda que en los demás.
De otra parte, he escuchado algunas críticas, mayormente de jerarcas de la Iglesia católica y analistas políticos, a la ausencia de contenido en los planes de gobierno de los candidatos presidenciales, lo que, básicamente, es cierto en lo que atañe a los partidos tradicionales que, usualmente, los elaboran casi solo para llenar el requisito legal, por lo que su influencia en el electorado ha sido mínima, con raras excepciones, como la del doctor Ramón Villeda Morales en 1957, tildadas, dicho sea de paso, de “villedo comunistas”. Y es que para la derecha tales planes son prácticamente innecesarios, dado que, por definición, su visión de país no es otra que el mantenimiento del statu quo, y cuando habla de cambios, ya se sabe que se inspiran en la famosa filosofía política del gatopardismo: “cambiarlo todo para que nada cambie«.
A las proposiciones de Libre, sin embargo, se las puede calificar de radicales, pero no de superficiales o vacías, su solo signo ideológico es sinónimo de cambio. Y este debe estar consciente de que si conserva el poder no le será nada fácil seguirlos impulsando por los mil y un obstáculos que la derecha, nacional e internacional, a la que le sobran los medios para hacerlo, no se cansará nunca de interponer en su camino. Véase, si no, la insólita actitud del Fondo Monetario Internacional (FMI) que después de haber brindado un incuestionable apoyo al proyecto de ley de justicia tributaria, en su última visita, por mero servilismo al presidente Trump -y para gran solaz de los diputados nacionalistas y liberales-, incurrió en la chocante ambiguedad de reconocer la necesidad de la ley, pero no de requerir su aprobación por el Congreso Nacional.
A la clase conservadora le está costando admitir que el imparable deterioro de nuestro sistema de gobierno tiene su más honda raíz en que el país ha carecido de una fuerza política que realmente representara los intereses de los sectores sociales desfavorecidos, lo que hace que la democracia de la que nos ufanamos haya estado incompleta, por así decirlo, y con muy poca capacidad para disminuir la tremenda brecha económica y social que parte en dos a Honduras.
Los partidos de izquierda, reformistas, o como se los quiera llamar, son indispensables para la estabilidad y la armonía, o menor confrontación, entre las distintas fuerzas sociales. Así acontece en casi todo el mundo, en donde conviven agrupaciones políticas de todas las ideologías, sin perjuicio de que, en nuestros días, a semejanza de lo que propicia el modelo chino, dichos partidos muestran plena anuencia a concertar con la empresa privada, entre muchas otras, reformas que combinen el apoyo estatal a estas con la reducción de la evasión fiscal y la desigualdad. Y debo añadir que impedirles gobernar recurriendo a todos los medios imaginables, golpes de estado incluidos, o deshaciendo todo cuanto estos hagan por puro sectarismo, es lo mismo que prohibirles su existencia. Tal como luce que la derecha quisiera que se hiciera en Honduras, en donde la crisis reside, precisamente, en que lo viejo muere y a lo nuevo no se lo deja nacer.
Pero debo admitir que siempre ha sido así. Por lo que, quizás, algunos piensen que no tiene mucho sentido querer cambiar las cosas. En su novela histórica, “Maldita Roma”, el autor español, Santiago Posteguillo, refiriéndose a la situación de la Ciudad Eterna en el 76 a.C., dos mil años atrás, escribe:
“Roma estaba dividida en dos bandos irreconciliables: los populares, defensores del pueblo, en donde estaba alineado Julio César, y los senadores optimates, quienes, instalados en la comodidad de su riqueza y sus privilegios, se negaban a cualquier reparto de derechos, dinero o tierras de forma más equitativa.”
En conclusión, estimado lector, las expectativas de los tres partidos para asegurarse el triunfo en la próxima cita electoral, huelga decirlo, son solo eso, expectativas, sin que, ahora mismo, sea posible determinar el exacto peso electoral de cada una. Lo fundamental es que todos se hallen dispuestos a aceptar el resultado, cualquiera que sea. En todo caso, en pocos días saldremos de las dudas.
Tegucigalpa, 1 de noviembre de 2025.





