Un nuevo golpe a la libertad de expresión y al debate democrático

Joaquín A. Mejía Rivera*

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) realizó una visita in loco a Honduras entre el 30 de julio al 3 de agosto de 2018, cuyo objetivo fue observar en terreno la situación de derechos humanos en el país. La CIDH corroboró la situación de impunidad estructural y corrupción, y la existencia de una “justicia selectiva” que ha erosionado la confianza ciudadana en las instituciones públicas.

En materia de libertad de expresión, la CIDH ratificó que este derecho enfrenta un panorama de extrema complejidad debido a la persistencia de elevados niveles de violencia contra periodistas y a la impunidad de la mayor parte de los crímenes. A su vez, mostró su preocupación ante la decisión del Congreso Nacional “de mantener los delitos de injurias, calumnias y otras figuras que afectan a la libertad de expresión en la reciente reforma integral del Código Penal y la presentación de un proyecto para regular las redes sociales”.

En este orden de ideas, en los últimos años varios personas periodistas y defensoras de derechos humanos han sido objeto de acusaciones criminales por tales delitos. Por ejemplo, en octubre de 2014 la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia dejó firme la sentencia condenatoria por injurias y difamación que emitió un juzgado de lo penal en contra del periodista Julio Ernesto Alvarado, inhabilitándolo por 16 meses en el ejercicio de su profesión. La denuncia fue interpuesta por Belinda Flores, decana de la  Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, sobre quien el periodista Alvarado, a través de su programa televisivo “Mi Nación”, transmitió una denuncia sobre la supuesta comisión de arbitrariedades y tráfico de títulos universitarios.

En marzo de 2015, la Sala número 1 del Tribunal de Sentencia de la Corte Suprema de Justicia condenó por el delito de difamación a la coordinadora del movimiento feminista “Visitación Padilla”, Gladys Lanza, a quien se le impuso una pena de 18 meses de prisión e inhabilitación para representar a la organización durante el mismo periodo de tiempo. Lanza fue acusada por haber difundido una denuncia de acoso sexual y hostigamiento laboral interpuesta por Lesbia Pacheco, ex jefa de recursos humanos de la Fundación para el Desarrollo de la Vivienda Social, Urbana y Rural, en contra del director de la misma, Juan Carlos Reyes.

A mediados de enero de este año, la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia ratificó la sentencia condenatoria de 10 años y 8 meses de prisión en contra del periodista David Romero Ellner por los delitos de injuria y difamación en perjuicio de la abogada Sonia Inés Gálvez, esposa del ex fiscal general del Estado, Rigoberto Cuéllar. El periodista Romero Ellner acusó a Cuéllar de actos de corrupción y en diferentes programas radiales realizó declaraciones e insinuaciones sobre la vida privada de la abogada Gálvez, que han sido consideradas al menos reprochables.

Y nuevamente a finales de este mes de enero, Rolando Argueta, presidente de la Corte Suprema de Justicia y constituido como juez natural, declaró culpable a la diputada María Luisa Borjas por el delito de calumnias constitutivas de difamación en perjuicio del banquero Camilo Atala. Este juicio se originó cuando el pasado noviembre la señora Borjas acudió al Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (CONADEH) a presentar tres expedientes donde se señalan a varios de los supuestos responsables de los asesinatos de Berta Cáceres, Alfredo Landaverde y el fiscal Orlan Chávez. En cuanto al primero, Borjas manifestó que de acuerdo con uno de los expedientes en poder del Ministerio Público, el nombre del señor Atala aparece señalado como uno de los autores intelectuales.

Estos casos de dos periodistas y dos defensoras de derechos humanos reflejan el “panorama de extrema complejidad” para la libertad de expresión que resaltó la CIDH y muestran los conflictos que pueden suscitarse entre el derecho al honor y el derecho a la libertad de expresión. Ante ello es importante resaltar dos cuestiones: Primero, como lo señala la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH), el derecho a la libertad de expresión constituye una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática, pues es indispensable para la formación de la opinión pública y es una condición para que quienes deseen incidir sobre la colectividad y las políticas públicas, puedan desarrollarse plenamente.

En este sentido, el funcionamiento de la democracia exige el mayor nivel posible de discusión pública sobre el funcionamiento de la sociedad y del Estado en todos sus aspectos, esto es, sobre los asuntos de interés público. De allí que el adecuado desenvolvimiento de la democracia requiera la mayor circulación de informes, opiniones e ideas sobre la gestión pública y los asuntos de interés común, los cuales deben ser objeto de control por la sociedad en su conjunto.

Segundo, los tratados internacionales de derechos humanos y  la Constitución de la República también reconocen el derecho al honor que, como tal, debe ser protegido y garantizado por el Estado. Por ello, la necesidad de proteger este derecho justifica que en ciertos casos el derecho a la libertad de expresión pueda ser limitado mediante el establecimiento de responsabilidades ulteriores cuando se haya afectado la imagen o reputación de una persona.

No obstante, se debe tomar muy en cuenta que en principio todos los discursos están protegidos por el derecho a la libertad de expresión, ya que en virtud de una presunción general de cobertura, se tiende a proteger no sólo la difusión de las ideas e informaciones que sean recibidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también las que ofenden, chocan, inquietan, resultan ingratas o perturban al Estado o a cualquier sector de la población, puesto que así lo exigen los principios de pluralismo y tolerancia propios de las democracias.

Dentro del amplio rango de discursos garantizados por la libertad de expresión existen ciertos discursos que gozan de un especial nivel de protección por su importancia crítica para el funcionamiento de la democracia o para el ejercicio de los demás derechos fundamentales. Se trata del discurso político y sobre asuntos de interés público, los cuales no se distinguen por la calidad de funcionario público del sujeto sobre el que se vierte la información o la opinión, sino por el interés público de sus actividades o actuaciones, independientemente que sea o no funcionario del Estado.

De cualquier manera, el derecho al honor protege incluso a funcionarios públicos o a particulares que se involucran en asuntos de interés público, sin embargo, en estos casos el espectro de protección disminuye debido a la necesidad imperiosa de someter a estas personas y a sus actos a un mayor escrutinio público. Como lo señala la CorteIDH, la protección del honor debe adecuarse entonces, a los requerimientos de una sociedad democrática.

La sentencia condenatoria contra María Luisa Borjas es un ejemplo claro de cómo las figuras penales de injurias, calumnias y difamación pueden tener un efecto inhibidor en las denuncias ciudadanas cuando se trata de cuestiones de interés público como el asesinato de Berta Cáceres y  la responsabilidad de algunas personas vinculadas al poder económico y político del país.

Por ello, desde una primera mirada a esta decisión se debe cuestionar que el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Rolando Argueta, no tomara en consideración la importancia del derecho a la libertad de expresión en el contexto del interés público para la deliberación democrática y no valorara los siguientes elementos:

En primer lugar, si en el contexto de la doctrina de la real malicia María Luisa Borjas era consciente de que la denuncia que presentó ante el CONADEH basada en tres expedientes que le hicieron llegar, era falsa o si actuó con desconocimiento negligente de la verdad o la falsedad de dicha información, con la intención expresa de causar un daño al honor del señor Atala o con un grosero menosprecio por la verdad.

A todas luces, las declaraciones de la señora Borjas no constituían ataques conscientes e intencionales al honor del señor Atala ni tenía la malicia de provocar una afectación por sí mismas, sino que su intención como defensora de derechos humanos era colocar en el debate nacional a través de una denuncia ante el CONADEH, un asunto de interés público vinculado con el asesinato de la reconocida lideresa indígena Berta Cáceres y el involucramiento de funcionarios civiles, policías, militares y empresarios.

En segundo lugar, si en el marco de la doctrina de la real malicia conectada con el principio de presunción de inocencia que exige que la carga de la prueba recaiga en la persona que alega haber sido injuriada o calumniada, el señor Atala probó más allá de la duda razonable que la señora Borjas actuó “con la inequívoca intención de causar daño, o cuando ignorando la veracidad o falsedad de los hechos, los difundió de todas maneras con el objeto de causar daño”.

Este aspecto es sumamente importante porque en materia de libertad de expresión sobre un asunto de interés público, no es suficiente la simple demostración de la falsedad de los hechos sobre los cuales versó la información objeto de la querella contra la señora Borjas, ya que se debe demostrar que esta última tenía conocimiento de la falsedad de la información objeto de su denuncia ante el CONADEH, y que además, las emitió con la intención real de causar daño al señor Atala.

Por tanto, el objeto de la querella no puede ser la falsedad o veracidad de la información en que la señora Borjas sustentó sus declaraciones, sino el elemento volitivo, es decir, su voluntad y su intención de causar un perjuicio al señor Atala. La propia CorteIDH ha indicado que previo a la imposición de una sanción penal, un tribunal debe observar con mucha cautela “la extrema gravedad de la conducta desplegada por el emisor de aquellas, el dolo con que actuó, las características del daño injustamente causado y otros datos que pongan de manifiesto la absoluta necesidad de utilizar, en forma verdaderamente excepcional, medidas penales.”

En tercer lugar, si a la luz del principio de mínima intervención del derecho penal y de su naturaleza de última ratio, el derecho al honor es un bien jurídico de especial relevancia para el funcionamiento de la democracia hasta el punto que tiene que ser protegido con el Código Penal y no con disposiciones de índole civil que incorporen cláusulas que garanticen el derecho de rectificación y respuesta, entre otros aspectos.

La resolución dictada por el juez natural Rolando Argueta parece ignorar por completo los elementos anteriores y coloca nuevamente sobre el debate público la politización partidista del poder judicial y su utilización como sicario judicial a las órdenes de los poderes fácticos del país. Frente a ello, los sectores democráticos debemos avanzar en estrategias jurídicas y políticas tanto en el ámbito nacional como internacional, para promover la despenalización de las injurias, calumnias y difamación, ya que su sola existencia genera per se un efecto inhibidor en la difusión de opiniones e ideas, pues en la práctica se emplean para criminalizar y silenciar el debate sobre temas de interés público.

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Como lo ha reiterado la CIDH, cualquier forma de criminalización de la opinión y, particularmente la imposición de sanciones penales como las señaladas en los cuatro casos señalados, pueden constituir mecanismos para amordazar la pluralidad de las opiniones e informaciones con un grave menoscabo al derecho a la libertad de expresión. Particularmente, condenas contra Gladys Lanza y María Luisa Borjas envían un mensaje intimidatorio a las personas defensoras de derechos humanos y ratifican lo señalado por el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los defensores de derechos humanos, Michel Forst, que en Honduras las personas defensoras están en peligro, no se sienten seguras “debido a los numerosos ataques y amenazas, la criminalización de sus actividades y la falta de acceso a la justicia […] En numerosos casos, los defensores y defensoras han sido atacados, amenazados, llevados ante los tribunales y acusados con cargos políticos o inventados”.

Nadie pretende sostener que los abusos en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión no sean sancionados con miras a la protección del derecho al honor, sino que este último puede ser suficientemente garantizado mediante la existencia de normas sancionatorias de derecho civil. Sin embargo, para que una sanción de carácter civil sea compatible con el derecho a la libertad de expresión debe responder al test tripartito de legalidad, necesidad y proporcionalidad, de cara a evitar que su aplicación tenga como fin castigar la divulgación de información u opiniones sobre asuntos de interés públicos, y sea desproporcionada o excesiva para tutelar el derecho al honor.

*Es abogado y doctor en derechos humanos. Investigador del ERIC-SJ.

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