El amor en tiempos de cólera

Por: José Rafael del Cid

Es bien conocida entre la cristiandad la Carta de San Pablo a los Corintios, considerada por muchos como el Manifiesto del Amor: “Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe… El amor no se alegra en la injusticia, sino que se regocija con la verdad” (13:1).

¿Pero qué es el amor? Un poderoso sentimiento humano, una proyección del instinto de supervivencia de cada ser, de su amor propio, hacia otro u otros (personas, animales o cosas). Ciertamente es una abstracción, un concepto, pero como tal, nadie lo entendería sin experimentarlo. La abstracción ha surgido de las muchas formas concretas de vivirlo. Los griegos distinguieron varias clases de amor, desde el “erótico”, que se identifica con la pasión y el deseo carnal, a otras expresiones más sublimes relacionadas con la solidaridad, la compasión, la lealtad, la protección; fue lo que distinguieron como “storgé”, “filia” y “ágape”.  Como lo expresan algunos teólogos cristianos, al final de cuentas el amor es la búsqueda del humano por el reencuentro con su creador, máxima expresión del amor perfecto.

Pablo de Tarso inmortalizó su idea del amor porque supo definirla de forma concreta, como sinónimo de tacto, delicadeza, cuidado, caridad, compasión, justicia para con nuestros semejantes, nuestros prójimos. Sin un amor así, de nada sirven los diplomas, las sotanas, los birretes, los dimes, diretes y las autoproclamaciones de bondad, santidad o pureza.

La máxima expresión del amor de Dios fue la entrega de su hijo y su identificación con los más pobres, hasta el punto de sufrir la muerte más dolorosa, la más vil y vergonzosa de aquellos tiempos, cual fue la crucifixión.

Para algunos teólogos, la crucifixión simboliza la identificación de la divinidad con el sufrimiento humano, particularmente, de los hambrientos, de los vulnerables, de los excluidos. Por ello, la máxima expresión de amor cristiano es su comunión con esa humanidad sufriente, que constituye la mayoría. En algunos casos como los de San Francisco de Asís, la Madre Teresa y muchos miles de otros desconocidos, su identificación u opción por los pobres fue radical, al punto de abandonar las comodidades de las que pudieron gozar para pasar a ser uno más de esos sufrientes, un despojado de bienes materiales en solidaridad permanente con sus semejantes. En otras palabras, la percepción de los semejantes, especialmente los que más sufren, requiere empatía, esto es, capacidad de situarnos en sus zapatos, en su condición de vida, para entender mejor su calvario y su perspectiva. De esta manera, el amor cristiano está siempre acompañado de justicia y misericordia. Nada de amor abstracto, como lo recuerda el Papa Francisco con mucha frecuencia.

El amor no es asunto de ejercicio intelectual, de sermones pronunciados desde la burbuja de la indiferencia y los deleites del poder.  Es que el mundo real, el mundo de los humanos, ha sido hasta ahora un mundo de opresión, un mundo de desigualdades y pobreza, de violencia institucionalizada, que destruye pueblos, familias y personas (G. Gutiérrez). Es un mundo que clama por justicia, “la forma actuante del amor en un mundo de opresión” (I. Ellacuría). Pero la justicia también requiere misericordia. La Justicia con misericordia evita los legalismos crueles y opresores o previene la mera búsqueda de venganza. La misericordia con justicia contribuye a que el amor no se aísle o descontextualice o se abstenga de criticar el estatus quo, y con ello, apaciguar conciencias, clamar por lástima, o recetar el olvido de la justicia y la perpetuación de la deshumanización.  

Acudo al ejemplo de un Martin Luther King, de un Gandhi, Mandela o Mujica para recordar a líderes que supieron guiar a sus pueblos bajo la prédica del amor concreto, que fueron implacables críticos del estatus quo, de las injusticias institucionalizadas, e incansables actuantes hasta el sacrificio. Pero al mismo tiempo, estuvieron sobrados de misericordia, es decir, de fuerza para perdonar y despertar en sus pueblos la nobleza necesaria para construir en medio y después de las tormentas.

 

  • Jorge Burgos
    Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. jorgeburgos@criterio.hn

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2 comentarios

  1. ¿Amor? Con tantos problemas en el pais y a este se le ocurre hablar de amor y con pretensiones de sabionda pedantería. Qué desperdicio de espacio en un diario progresista.

  2. En otras palabras «perdona nuestros pecados, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden»… difícil práctica en «tiempos de cólera, desodediencia, hartazgo, impotencia,luto y mucho dolor»??