Por: Rodil Rivera Rodil
Las nociones de izquierda y derecha, surgidas durante la Revolución Francesa de 1789, se extienden a una buena parte de los distintos campos del quehacer humano. Pero desde la revolución rusa de 1917 la diferencia fundamental entre ambas se centra en sus distintas visiones acerca de la propiedad de los medios de producción y al papel que debe jugar el Estado en la economía.
En un extremo del espectro ideológico se hallaba la izquierda comunista o soviética, que abogaba por su nacionalización total y por el control absoluto de la actividad económica por el Estado. En el otro, la extrema derecha que propugna por su completa privatización y la mínima o ninguna injerencia estatal en esta. En el medio, una amplia gama de posiciones intermedias, entre las que se destacan las socialistas, social demócratas y liberales. Y en la especial categoría del “socialismo con características chinas” adoptado por la República Popular China a partir de 1978.
La derecha de antes conocía perfectamente estas distinciones, por lo que en su confrontación con la izquierda muy pocas veces incurría en el error de confundirlas. Pero esto cambió radicalmente con el advenimiento del neoliberalismo, cuyo ideario colinda con el fascismo, que irrumpió en la escena mundial a finales de la década de los ochenta del siglo pasado. El cual, como parte de una nueva estrategia propagandística más agresiva y basada en la falacia, comenzó a borrar la línea que las separaba y a calificar de comunista a todo cuanto consideraba contrario a sus intereses o, simplemente, porque difería de sus postulados en cualquier otro terreno.
De ahí que los neoliberales pasaron a considerar comunistas a los partidos o movimientos que se propusieran implantar cualquier regulación de la empresa privada, por mínima que fuera. Por ello, por ejemplo, solo aceptan reformas tributarias cuando son para reducir impuestos, pero nunca para hacerlos más equitativos, tal como ocurrió precisamente en el gobierno de Trump, en el que se aprobó la mayor rebaja impositiva de la historia de los Estados Unidos para beneficiar, casi exclusivamente, a las grandes corporaciones norteamericanas.
Entre los blancos de la campaña neoliberal anticomunista se encuentran los partidos y formaciones de izquierda que, en las postrimerías del siglo pasado y principios del presente, alcanzaron el poder en América Latina. A pesar de que en ninguno de ellos -Brazil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Uruguay- se suprimió o nacionalizó la empresa privada. Más aún, ni siquiera se hizo tal cosa en la Nicaragua revolucionaria ni en la Venezuela del “Socialismo del siglo XXI”. Por lo que podrán ser tachados de autoritarios o dictatoriales, o con cualquier otro calificativo, pero no de comunistas.
Los mencionados gobiernos, cuya ubicación ideológica se halla, quizás, más cerca de la social democracia, han sido bautizados en los últimos tiempos como el “progresismo sudamericano”. Y, más recientemente, el sociólogo y politólogo brasileño, Emir Simao Sader, ha escogido llamarlos “antineoliberales”, dado que su cometido primordial no es el de promover ningún comunismo ni otros cambios de gran alcance, sino, básicamente, el de desmontar el neoliberalismo.
Como consecuencia de esta fatal equivocación, la empresa privada de Latinoamérica ha terminado engañándose a sí misma, y creyendo que efectivamente tales regímenes eran o son comunistas, por lo que se ha empeñado en derrocarlos provocando con ello graves perjuicios a la economía de esas naciones y a sus propios negocios.
En un artículo en el que el citado Emir Sader procura explicar las razones por las que estos gobiernos “han sido derrotados, regresan, experimentan una gran inestabilidad y algunos se reafirman”, sostiene que es porque “sufren una fuerte oposición y desestabilización de la gran comunidad empresarial –que inhibe las inversiones y promueve un aumento de la especulación financiera y la fuga de capitales al exterior– y de los medios de comunicación, que se oponen directamente a estos gobiernos y exploran los mecanismos de su inestabilidad”.
He aquí, pues, justamente lo que puede estar aconteciendo en Honduras. En donde, por un yerro similar- sin descartar que pudiera ser por el temor de perder los negocios que hacen con Juan Orlando Hernández- un sector de los empresarios, junto con algunos medios de comunicación, estén haciendo causa común con él para propiciar el continuismo. Y con tal intención están contribuyendo, entre otras cosas, con la campaña de Yani Rosenthal, no porque realmente les simpatice, sino a cambio de que no se sume a la alianza.
De otro lado, los hondureños debemos ser realistas y no esperar milagros. Entender que, con el daño experimentado por la nación en los últimos doce años, con el peor y más corrupto régimen de nuestra historia, con la embestida de dos huracanes y nada menos que de una pandemia que aún no ha llegado a su fin, el próximo gobierno, por mucho que quiera, será más de transición que de otra cosa. Ya que cuatro años serán pocos para enfrentar la crisis múltiple que nos dejará JOH. Revertir, únicamente, el trastorno que le causó a la institucionalidad para asegurar su control absoluto del país tomará más tiempo de lo que muchos piensan.
También debemos estar persuadidos de que la alianza no se forjó tanto para impulsar las grandes transformaciones económicas y sociales que el desarrollo del país requiere, como para asumir la trascendental misión de expulsar a JOH del poder. Esto es, para remover el que posiblemente sea el mayor obstáculo que ha tenido Honduras en el largo y espinoso camino que la historia le ha deparado en la búsqueda de su bienestar.
No obstante, sí será necesario emprender inmediatamente medidas que no pueden esperar. Como la reestructuración del presupuesto nacional para atender las prioridades de la salud pública, la educación y la reconstrucción nacional. Una reforma tributaria orientada a reducir los intolerables niveles de desigualdad a los que nos ha llevado el modelo neoliberal de JOH y, a la vez, que sirva de estímulo para la inversión privada. Negociar con las Naciones Unidas la instalación de una CICIH, cuyo primer objetivo deberá ser la investigación de la monumental corrupción que imperó durante la dictadura. La alianza no deberá perder su tiempo en esta labor ni dar espacio para que se la considere como persecución política o revanchismo.
Pero, sobre todo, creo que es indispensable consultar al pueblo sobre una asamblea nacional constituyente. A mi parecer, una nueva constitución se ha vuelto impostergable después de la pesadilla que hemos vivido en los últimos casi tres lustros. Entre otras razones, porque es una tarea que dejó pendiente el golpe de Estado del 2009. Porque con tanta reforma e interpretación que se le ha hecho a la que tenemos ha quedado convertida en algo cercano al adefesio con que la calificó el expresidente Arias de Costa Rica. Y porque lo que hay que hacer es tanto que demandará un nuevo orden constitucional para delimitar la frontera, un antes y un después, que existirá entre la Honduras que estaremos dejando atrás y la que nos proponemos construir para el futuro.
Tegucigalpa, 27 de octubre de 2021.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas
3 respuestas
En Honduras lo que necesitamos es una MACCIH imparcial que haga su trabajo en todas direcciones hasta detectar a los ladrones invisibles, tarea difícil; pero no imposible porque astutamente y sínicamente harán su reaparición lanzándose en cargos importantes hasta ser presidentes y arremeterán con campañas de confusión cuyos resultados son el desorden y el caos. Muchos estaríamos de acuerdo que se combata la corrupción no sólo de ahorita sino de todos los que han estado por décadas empobreciendo a Honduras y algunos son los mismos que van nominados en cargos populares. Entonces, cuál es el cambio? Y si uno habla ya lo tildan de cachureco corrupto como que si todos lo fueran. Por eso decimos que es una campaña de odio de esa oposición que va por segunda ronda al poder.
Comentarios que más bien parecen cobijas. Dan mucho sueño. Están desactualizados.
Excelente.
Solo lamentar la situación y la osadía del gobierno en actuar (creo que se podría decir ilegalmente) con los grandes carteles atacando injustamente a Xiomara, sin hacer campaña sino difamación.
Serán capaces de usar la lógica argumentativa los fanáticos nacionalistas, cuyos lentes mentales son tan miopes que no pueden (porque no quieren debido a sus intereses y compromisos corruptos) ver lo injusto, inhumano y destructor de pais que ha sido y sigue siendo la política neoliberal acaudillada por Juan Hernández y un seguito de influencies millonarios cuya actividad es de espaldas al pueblo hondureño, viviendo en una burbuja de consumo desmedido, comodidades inalcanzables y ajenas al 99% de la población.