Reflexiones sobre la pandemia (37)

Reflexiones sobre la pandemia (37)

Por: Rodil Rivera Rodil

 La muerte de la enfermera Keyla Martínez, a manos de la propia policía según los indicios, ha conmocionado a la opinión pública un poco más de lo normal. Y digo un poco más, ya que, por desgracia, pareciera que poco a poco nos hemos ido acostumbrando a la criminalidad y a la corrupción que impera en los órganos de seguridad del Estado y en las fuerzas armadas.

Y han contribuido a ello las particulares circunstancias que han rodeado este caso. En efecto, las burdas contradicciones de los voceros de la policía; los antecedentes del subcomisionado responsable en un incidente muy similar; el pusilánime y ambiguo comportamiento del acompañante de la víctima, que resultó pariente de un jefe policial, así como las amenazas a un periodista, entre varias otras, han venido a enlodar aún más, si cabe, la ya por el suelo imagen de este organismo, creado, paradójicamente, para proteger la vida de los hondureños.

Dicho sea de paso, no deja de ser extraño que algunos “analistas” estén deslizando la tesis del suicidio, que sostiene la policía, por la oblicua vía de interpretar las declaraciones del compañero de la enfermera (que podrían o no ser corroboradas por los otros detenidos) sobre que la víctima repetía que se iba a matar con su propio suéter, como dando por seguro que así lo habría hecho.

¿A quién creer  -se preguntan estos “criminalistas”-  a estos testigos o a la autopsia que dice que fue homicidio? Como si de esta sola y nada creíble amenaza de la víctima se pudiera inferir que efectivamente cumplió con ella. Sobre todo, cuando apenas unos minutos antes, como se aprecia en un video, se hallaba tan calmada que más bien se ocupaba de tranquilizar a su amigo el doctor. Y más  sabiendo que al día siguiente saldría en libertad. Se olvida, además, la casi absoluta imposibilidad de ahorcarse en una celda con solamente un rompible suéter y sin ningún asidero en el techo de donde colgarlo. Pues bien, de esta acrobática lógica quieren dar a entender estos señores, con no mucha sutileza por cierto, que, en efecto, Keyla se quitó la vida por su propia mano.      

A lo anterior cabe agregar que la causa primaria que condujo a su fallecimiento fue, precisamente, su encarcelamiento, el cual, bien visto, podría ser irregular o improcedente. Es decir, lo que en la antigua teoría penal se definía como “la actuación irregular que responsabiliza al autor de todas las consecuencias que puedan dimanar de la misma”, la que, a su vez, se desprende de una conocida sentencia del célebre teólogo y filósofo Tomás de Aquino: “la causa de la causa es la causa del mal causado”. Y que sigue siendo una preciada herramienta de la moderna criminología clínica. De ahí que sea pertinente la pregunta: ¿actuó correctamente la policía al haber puesto en prisión al doctor y la enfermera? Veamos.

La detención se debió, supuestamente, a la violación del toque de queda por dos integrantes del gremio que ha merecido la admiración de todo el país por su papel al frente de la pandemia, y quienes desde el principio de los confinamientos han estado exentos de tal restricción. Se dice que también fue por haber injerido bebidas alcohólicas. Pero no es un secreto para nadie que los profesionales de la salud alivian a veces la enorme tensión a la que están sometidos con unos cuantos tragos. ¿Acaso no es comprensible? ¿Y no es menos cierto que no le estaban causando ningún daño o perjuicio a nadie? ¿Por qué, entonces, encerrarlos en una celda? ¿Por qué no solo amonestarlos y enviarlos a su casa, por lo menos a ella, por su condición de mujer?

Pero, tal vez, lo más inexplicable, para decir lo menos, es el total contraste entre esta actuación de la policía con la que tuvo con una pareja, ambos conocidos diputados del Partido Nacional, que hace unos pocos meses fueron sorprendidos por la policía aquí en la capital, y los cuales, según las noticias, se encontraban “pasados de tragos, violentando el toque de queda, sin medidas de prevención, manejando en completo estado de ebriedad, haciendo disparos al aire y peleando con la policía”. Y eso que el presidente Hernández no se cansa de repetir que en su gobierno todos son iguales ante la ley. Pero no podrá negar que la “igualdad” que practica su policía le ha costado la vida a una valiosa luchadora contra la pandemia.

Si nos adentramos un poco más en el fondo de esta tragedia, veremos que “la causa última del mal causado” radica en la debacle en que el régimen autoritario de JOH ha sumido a la poca institucionalidad que antes teníamos. Y como ocurre indefectiblemente en todas las dictaduras, en especial en las de corte militarista como la suya, los miembros de los cuerpos armados sufren una perversa transformación de su personalidad, sacan lo peor de su condición humana y fácilmente se vuelven corruptos, violadores de los derechos humanos y delincuentes comunes. Si sus máximos jefes, militares y civiles, hacen lo mismo o cosas peores y no les pasa nada por la impunidad de que gozan. ¿Por qué ellos no?

Al soldado en Honduras no se lo entrena para enfrentar valientemente al invasor de la patria. Se le adiestra para matar a quien se le ordene, sin distinción alguna. Y quien mata a civiles desarmados no es ningún valiente, sino un cobarde asesino. Y esta “doctrina castrense” también se le inculca a los policías, que pasan a ser meros imitadores de militares. No reparan en el ridículo que hacen con sus uniformes y sus grados mal copiados de los que usa el ejército. Lo mismo cuando se “cuadran” y dan taconazos ante cada superior que se encuentran: “Si, mi general”. “Lo que usted mande, mi comisionado.

A los soldados no se les enseña a leer. Si así fuera, sabrían que la “alternabilidad” en el ejercicio de la presidencia que juraron preservar quiere decir que nunca debieron permitir que Juan Orlando fuera presidente por segunda vez. Tampoco, por supuesto, que su jefe diera un golpe de Estado y se hiciera presidente. A los policías, por su lado, jamás se les preparó para que su misión fuera, como debe ser, primordialmente comunitaria, lo que significa que deben identificarse plenamente con la población para, en verdad, poder ayudarla y salvaguardar su seguridad. Y no apresar enfermeras para después matarlas solo porque no atendieron un toque de queda y se tomaron unos tragos.

Un jefe militar, digno de este nombre, es el que ante las acusaciones de narcotráfico de la fiscalía de Nueva York ordena de inmediato una profunda y exhaustiva investigación al interior de la institución y envía abogados a conocer las pruebas y defenderla. O sea, hacer lo que JOH “tiene que hacer” y no se atreve. Y no el que únicamente atina a balbucear que las fuerzas Armadas son una institución “abierta a cualquier investigación”.  

Formar una policía comunitaria no tiene nada que ver con crear un departamento que se llame así, como piensa JOH. La experiencia internacional demuestra que para ello se requiere una indeclinable voluntad política y no menos de diez años de aprendizaje y práctica especializada y constante. Eso le tomó a Scotland Yard, la famosa policía de Londres. De otro lado, los que conocen del tema saben, igualmente, que una policía contaminada en más de un 60 por ciento es irrecuperable, por lo que debe ser disuelta y organizarse una nueva. La policía hondureña, siempre de acuerdo con los entendidos, se halla podrida en más de un 80 por ciento. Y por último, su depuración no consiste en despedir unos agentes para contratar otros, como también cree JOH. 

La causa final, pues, del crimen de la enfermera Keyla Martínez hay que buscarla en el gobernante que hoy nos mal gobierna, que se arrogó las funciones de todos los poderes del Estado y corrompió y terminó de hundir a la incipiente institucionalidad con que contábamos, incluidos, desde luego, la policía y el ejército. La única salida, en consecuencia, es su expulsión del poder junto con sus secuaces y su partido, que ha perdido el rumbo y hasta su histórica razón de ser.

Y los responsables del fracaso de la oposición en lograrlo serán los que hoy parecen estar haciéndole el juego a JOH al mantenerse enzarzados en fútiles dimes y diretes en vez de estar empeñados en forjar una sólida alianza para enfrentarlo en las próximas elecciones.

Tegucigalpa, 16 de febrero de 2021

  • Jorge Burgos
    Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. jorgeburgos@criterio.hn

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