Populismo y ceguera liberal

Jesús Silva-Herzog Márquez/Reforma.com

Coincido en la advertencia: el populismo es una amenaza seria a la democracia liberal. Se vista con traje de izquierda o de derecha, pone en riesgo el pluralismo, la ley, el debate. Corroe los equilibrios institucionales, polariza y alimenta vanidades caudillescas. El populismo imprime una pasión en la arena pública que alienta inquisiciones. Puede imaginar que en su cruzada está defendiendo al pueblo contra los de arriba o a la nación contra los de fuera y esa fantasía sirve para aniquilar al enemigo. Sean las élites o los migrantes; las cúpulas del poder o los más débiles, los enemigos del Pueblo son vistos como sujetos sin derecho y sin razón. El contrario no solamente tiene malas ideas que hay que rebatir, es un tumor que hay que extirpar.

Pero, mal haríamos quienes creemos que debe cuidarse el régimen de la competencia tolerante, si pensamos que el desafío es una plaga que le viene de fuera. El populismo no es otra cosa que la expresión de una crisis profunda del pluralismo liberal. Una respuesta a la incapacidad de las democracias para cumplir mínimamente su promesa. El populismo puede ser igualitario o racista, estatista o privatizador. El contenido ideológico no es su nota definitoria. El cambio que provoca el populismo en la plaza de la política es esencialmente narrativo. Si la democracia liberal confía en los ámbitos de la neutralidad institucional, si cree en el carácter negociable de los intereses, si quiere conducir el cambio a través de la mejora parcial, el populismo enciende la política con dramatismo. La neutralidad es una farsa; el gradualismo es un engaño de los conservadores; el cambio necesita tocar la raíz. Frente al tedio liberal, la epopeya.

El reto del populismo debe llevarnos a la autocrítica y no a la guerra santa. No debe contestarse la demagogia populista con el autoengaño liberal. Si el cuento populista seduce y la receta populista atrae en los países más ricos y en los más pobres es porque su denuncia está cargada de sentido. El populismo es el síntoma de la severa enfermedad de las democracias contemporáneas. No es necesario abrazar la propuesta autoritaria de los populismos, no es necesario coincidir con la simpleza de su maniqueísmo para advertir el fundamento de su denuncia. ¿Podemos con honestidad negar la petrificación de los regímenes liberales? La gran ola inclusiva de la posguerra europea se ha revertido para generar nuevas exclusiones, al tiempo que se perpetúan las más antiguas. Las democracias realmente existentes han dejado de ser plataformas que permiten la realización (así sea parcial) de los intereses. Convertidas en rodillos de la frustración, las instituciones democráticas unifican a los grupos más diversos en el resentimiento al poder establecido.

Como el totalitarismo antes, el populismo le ofrece hoy a la democracia liberal un espejo para advertir sus fallas. Deberíamos asumir el fundamento de la crítica al liberalismo, así venga de la opción autoritaria. ¿Es falsa la denuncia de la parcialidad de nuestras instituciones? ¿Es demagogia la exhibición de las desigualdades? ¿Puede negarse la calcificación oligárquica, el poder político como un servicio de las élites a las élites?

La mayor ceguera del liberalismo democrático en las décadas recientes reside en su incapacidad para reconocer al otro enemigo: la tecnocracia. Furioso con los populistas, el liberalismo ha sido complaciente con los tecnócratas que niegan igualmente el fundamento de la pluralidad. Bien advierte Jan-Werner Müller, el lúcido crítico del populismo, la afinidad entre populistas y tecnócratas. El modelo del economista y la soflama del caudillo son, desde luego, lenguajes contrastantes. Pueden ser, sin embargo, dos cazuelas del hermetismo intelectual. Demagogos de la voluntad y dogmáticos de la técnica. Ambos cancelan la legitimidad del conflicto y, al hacerlo, suspenden la deliberación democrática. Para el populista, el otro es el enemigo del pueblo; para el tecnócrata el otro es el enemigo de la razón. Ambos se imaginan encarnaciones de lo incuestionable: el Pueblo y la Verdad. La soberbia tecnocrática debe ubicarse no solamente como el origen del populismo, también deberíamos verla como la cara opuesta de la misma moneda.

La salvación de la democracia liberal pasa no solamente por la derrota del autoritarismo populista sino también por la superación de la arrogancia tecnocrática. El liberalismo democrático tiene el deber de abrir los dos ojos.

 

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