Por: Andrés Velasco
LONDRES – «La era del gran Estado ha llegado a su fin», proclamó en 1996 el entonces presidente Bill Clinton. Pero, hoy día, los multibillonarios planes de gasto del presidente Joe Biden sugieren precisamente lo contrario. Tras los políticos se posicionan los gurús de las políticas, ansiosos de plasmar sus nombres en – según la frase de moda– un nuevo «paradigma de política económica».
Los vendedores de paradigmas aún no se han puesto de acuerdo sobre la etiqueta precisa para la era postpandemia, aunque abundan los eslóganes cuasi-publicitarios . Las naciones deberían «reconstruir mejor», pero solamente después de un «gran reseteo». El crecimiento económico solía ser algo muy bueno en sí mismo; hoy día no se lo puede mencionar frente a gente de buenos modales a menos que sea «inclusivo, equitativo y sostenible». (Entiendo por qué, pero ¿deben ir siempre juntos estos tres adjetivos?)
En efecto, la pandemia ha dejado al descubierto numerosas debilidades sociales y económicas que los gobiernos deberían haberse ocupado de rectificar hace mucho tiempo. Estados débiles e incapaces, infraestructura sanitaria muy insuficiente, redes de protección social desgastadas, mercados laborales que funcionan de manera deficiente –la lista es larga, y se aplica a la mayoría de las naciones en desarrollo, pero también a un sorprendente número de países ricos–. No hay mejor que una crisis para despertar a las autoridades aletargadas y neutralizar a los actores poderosos que impiden el cambio a través de la presión política.
Soplan aires de reforma, la que en muchos casos requerirá un Estado más musculoso (aunque no siempre más grande). Pero ¿constituye todo esto un nuevo paradigma? ¿Debe constituirlo?
Dani Rodrik, de la Universidad de Harvard, recientemente afirmó, y con razón, que debemos tener cuidado con los economistas que venden nuevos paradigmas de política. Los paradigmas deberían ser marcos para organizar el pensamiento. Sin embargo, cada vez con mayor frecuencia lo reemplazan.
Un buen ejemplo es el paradigma que supuestamente fue aniquilado por la pandemia: el neoliberalismo. En algún momento, neoliberal indicaba un enfoque extremo a la economía de libre mercado. Aplicar esta descripción a líderes como Margaret Thatcher y Ronald Reagan tuvo cierto sentido. Pero en el lenguaje actual, el término también se aplica al ex Primer Ministro británico Tony Blair, al ex Canciller alemán, Gerhard Shroeder, y a los socialdemócratas que gobernaron Chile durante 24 de los últimos 30 años –de hecho, a quien sea que cree que los mercados deben desempeñar algún papel en los asuntos humanos–.
A través de la repetición y el uso descuidado del término, neoliberal ha pasado a ser, como dijo George Orwell, una de esas palabras que «carecen de todo significado, en el sentido no sólo de que no apuntan a ningún objeto descubrible, sino que el lector tampoco espera que lo hagan».
Pero, carente de sentido no es lo mismo que inútil. Si un orador en un seminario académico, congreso de políticas públicas o cóctel político tilda a alguien de neoliberal, inmediatamente dos mensajes quedan claros: que el orador es bueno, y su blanco malo, desinteresado en la difícil situación de los oprimidos. Tildar a alguien con este epíteto es, por excelencia, una señal de virtud. Destaca al orador como integrante de una tribu progresista, preocupada por el sufrimiento de los pobres del mundo.
La derecha también tiene sus propios símbolos de identidad ideológica. En el debate acerca de Obamacare y el seguro médico en Estados Unidos, o acerca del financiamiento de la educación en cualquier parte del mundo, quienquiera que afirme estar a favor de la «libertad de elección» no solo hace un comentario, sino que también envía una señal.
Sin embargo, libertad y elección tienen múltiples significados que los filósofos debaten desde por lo menos la Grecia clásica: ¿libertad para o libertad de? ¿Elección para hacer qué?, ¿Es verdaderamente «libre de elegir» (como solía decir el Nobel Milton Friedman) alguien con poco dinero o poca educación? Es improbable que quienes hoy abogan por la «libertad de elección» quieran participar en esos antiguos e interminables debates; simplemente señalan su pertenencia a la tribu ideológica del libre mercado.
¿Cómo llegan a producirse estas identidades? En la novela de 1954, El señor de las moscas, del Nobel William Golding, un grupo de escolares ingleses de clase media varados en una isla desierta rápidamente se convierten en monstruos sanguinarios que mutilan y matan. La novela, escrita a la sombra de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea y la amenaza de un inminente holocausto nuclear, pinta un cuadro muy sombrío de la naturaleza humana. Se puede perdonar a los lectores que crean que es demasiado sombrío.
Pero en el mismo año en que se publicó El señor de las moscas, el psicólogo social Muzafar Sherif llevó a un grupo de niños de once años a un campamento de verano en Oklahoma, y los separó en dos grupos –Rattlers y Eagles [Cascabeles y Águilas]–. Cada uno de ellos empezó a crear canciones, ritos y otros símbolos de una identidad compartida. Muy pronto, comenzaron a quemar las banderas del otro grupo, y a atacarse armados con calcetines rellenos de piedras. Fue El señor de las moscas en un parque de Oklahoma.
«[Las] experiencias compartidas por seres humanos se traducen en un sentido de identidad que lleva a cada grupo a diferenciarse de los otros como una unidad…» afirmó Sherif al explicar los hechos de los que fue testigo. «La mera conciencia de que existen otros grupos dentro de la gama de nuestros propósitos, genera un proceso de comparación entre ‘nosotros’ y los demás». Y añadió, «Esta tendencia parece ser uno de los hechos fundamentales de la psicología del juicio».
A medida de que el mundo intenta consolidar su recuperación del Covid-19, las ideologías simplistas no ayudan a formular políticas efectivas. Rodrik, con razón, añora el tipo de pensamiento económico que no depende ni de los clichés ni de las políticas identitarias. Según afirma, «La respuesta correcta a cualquier pregunta relacionada con política económica es ‘depende’. Las circunstancias importan y el demonio está en los detalles.
Yo quiero lo mismo que Rodrik, pero temo que «no siempre puedes lograr lo que deseas». Puesto que hoy en día (por lo menos fuera de los círculos de Trump) las identidades basadas en la raza o la religión son inaceptables, las ideologías han pasado a ser el último refugio de los pillos políticamente hábiles, con los nuevos paradigmas económicos como su arma preferida.
Eslóganes como «No a la austeridad» o «Sí a un salario decente» caben en una pancarta y se prestan para cantar, pero no así afirmaciones como «la política apropiada depende de la elasticidad-precio de la oferta de los factores».
Según un antiguo chiste, un hombre acude a la consulta de un psiquiatra y le dice, «Doctor, mi hermano se ha vuelto loco. Cree que es una gallina». El doctor le contesta, «Tráigalo a mi consulta», a lo que el hombre replica, «Lo haría, pero necesito los huevos».
Las ideologías políticas pueden ser locas, y quienes las propugnan suelen comportarse como las gallinas. Pero, por desgracia, ansiamos sus huevos.
Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y exministro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas