Por: Rodil Rivera Rodil
El contundente resultado de los comicios de El Salvador a favor de la reeleción del presidente Bukele no sorprendió a nadie. Y quizás sea redundante preguntar: ¿por qué iba alguien a sorprenderse de que obtenga un triunfo semejante un gobernante que ha realizado la proeza, en menos de dos años, de traer la paz y la tranquilidad a un país que durante más de cuatro décadas solo había conocido el terror que esparcían decenas de miles de pandilleros dedicados al asesinato, a la extorsión y a la violación? ¿Y por qué la implacable acusación desatada a nivel mundial contra Bukele de ser un dictador transgresor de los derechos humanos no pudo hacer mella en la ciudadanía salvadoreña?
La explicación no puede ser más simple. Porque el de supervivencia es el más poderoso de los instintos. Por él podemos privar de la vida otro ser humano para preservar la nuestra, y hasta comérnoslo para no morir de hambre nosotros. Suena duro, pero es una lapidaria verdad. La inmensa mayoría de los salvadoreños votó por la reelección de Bukele para seguir con vida y poder ganar el pan de cada día sin miedo a que lo maten porque no pudo pagar la extorsión y porque no confía en que otro presidente mantenga a los mareros fuera de la circulación, no al menos con la misma determinación y eficacia que este.
La organización no gubernamental, Socorro Jurídico Humanitario, denunció el pasado diciembre que 213 reos fallecieron en las cárceles salvadoreñas entre marzo del 2022 y el 10 de diciembre del 2023, de los cuales 201 fueron hombres y 12 mujeres, “la mayoría por negligencia por la falta de atención médica y homicidio”, y que “de las más de 74.000 detenciones más de 7.000 personas habrían salido en libertad condicional”.
De los 213 reos que murieron, que representan menos del 0.3%, ninguno pereció al ser capturado, sino en prisión por falta de atención médica y por homicidio, sin especificarse cuántos fueron por este último motivo ni a manos de quién, si de guardias o de otros prisioneros. Este sería, por consiguiente, el costo que ha pagado la sociedad salvadoreña por ponerle punto final en un tiempo récord al horror de 40 años y a la pérdida de miles de millones de dólares para la economía del país. Es cierto que una sola muerte es lamentable y no debió haber ocurrido. Pero, ¿será de veras que los defensores de los derechos humanos y Amnistía Internacional consideran intolerable este precio como para que se hayan pasado casi dos años criticando ferozmente a Bukele?
Y ya entrometidos en las estadísticas, me resulta intrigante el número de votos que obtuvo la oposición, que fue solo de 489.890. Si asumimos, en un cálculo de dedo, que los familiares más cercanos de los mareros detenidos -y únicamente los consanguíneos, sin incluir a otros parientes o amigos- debieron, por razones obvias, haber votado contra Bukele, tendríamos no menos de 241.000 votos adicionales para la oposición (74.000 menos los 7.000 liberados multiplicados por 3.6 personas por familia, según las estadísticas oficiales). Lo que querría decir que, al restarlos de los 489.890 sufragios que recibió la oposición, apenas 248,890 serían genuinos, lo que equivaldría a que solamente, el 7.62% de los votantes, el 3.5% de la población, habría rechazado a Bukele, que obtuvo 2.701.725, casi el 82.6% del total.
A la luz de estas cifras, no creo que nadie en este mundo tenga la autoridad suficiente para juzgar y menos condenar la voz del pueblo salvadoreño aprobando masivamente la reelección de Bukele. A veces, cuando escucho a un defensor de los derechos humanos atacarlo con tanto encono, me pregunto: ¿seguiría pensando igual este señor si, Dios no lo quiera, él mismo llegara a ser víctima de la extorsión, de un atentado, ¿o si algún o algunos mareros violaran a su esposa o a su hermana? Y no se me diga que estoy dramatizando. Basta conversar con cualquier persona que haya sufrido tan terrible experiencia, hondureños incluidos, para saber de qué hablo exactamente.
No obstante, de acuerdo con sus detractores, Bukele está eliminando la democracia de su país. Don Diego García-Sayan, ex ministro de Justicia y de Relaciones Exteriores de Perú, en un artículo publicado el pasado 15 de febrero en diario El País, de España, uno de los medios internacionales que más se ensaña con el mandatario salvadoreño, sostiene que la forma de su reelección “no se diferencia mucho de cómo lo hicieron otros autócratas latinoamericanos”. Y -agrega- “la calificación más prudente a este proceso electoral sería la de “farsa completa”. Nada menos”. Y enseguida enumera cuatro razones para probar su tajante aseveración:
Primero, porque “el anuncio de que habría “arrasado” en la Asamblea Legislativa” lo hizo el mismo Bukele, “haciendo evidencia de quien manda”. No reparó el distinguido ex ministro peruano en lo monumental de su exageración, por cuanto ese era, cabalmente, el resultado que pronosticaban todas las encuestas, y aun cuando no hubiera sido así, tampoco habría pecado en que algún miembro del organismo electoral le hubiera adelantado la información del conteo dada su condición de presidente de la república, como suele ocurrir en muchos países. Y, por supuesto, tampoco era necesario ningún anuncio suyo para evidenciar que quien manda en El Salvador es él. ¡Por favor!
Segundo, porque se violó la prohibición constitucional de la reelección inmediata. Lo que, en principio, puede tener indicios de veracidad, pero también es cierto que el tema es debatible, ya que la sentencia de la Corte Suprema de Justicia que permitió la reelección de Bukele en el 2021 no tocó dicho precepto constitucional, sino que se limitó a modificar otra resolución de la misma Corte que ya lo había reformado en el 2014 para redefinir la alternabilidad presidencial, y la cual, aun cuando en su momento se tachó de inconstitucional, nunca fue declarada como tal. A lo que cabe añadir que, desde una perspectiva política, la magnitud de su triunfo puede ser interpretada como una indubitable ratificación del pueblo de la resolución de la corte, tan terminante, quizás, como la que pudo provenir de una asamblea constituyente, ya que no debe olvidarse que una constitución, más que jurídico, constituye un pacto social de carácter fundamentalmente político.
Tercero, por “la legalidad internacional”, asegura, terminante, don Diego, para, a renglón seguido, lamentarse de que la comunidad internacional haya guardado silencio sobre “ese atropello”. Y con una simpática figura retórica le reprocha “que se haya puesto básicamente “de perfil” ante el avallasamiento de los estándares internacionales contenidos en la Carta Democrática Interamericana”. De nuevo, luce que no se detuvo a pensar en la posibilidad de que la comunidad internacional, simplemente, no comparta su opinión y, al revés suyo, haya decidido respetar la voluntad del pueblo salvadoreño. Lo que explicaría, asimismo, que los propios Estados Unidos, inflexibles opositores de Bukele, se hayan apresurado a felicitarlo por medio de su secretario de Estado, Antony Blinken, “por su victoria electoral como presidente de El Salvador”.
Y cuarto, por la concentración de poder que ha logrado Bukele. Con respecto a la que don Diego, luego de una larga disertación, concluye en que “el llamado modelo Bukele es, pues, entre otras cosas, el socavamiento artero de la democracia”. ¡Pero es que ese modelo es el que ha recibido el visto bueno del pueblo salvadoreño! Se comprende perfectamente que le sea tan difícil a don Diego entenderlo, a todos nos ha pasado, pero lo cierto es que, así de claro, ha sido su pronunciamiento en las urnas.
Y no hay que confundirse. La razón toral de ese abrumador respaldo radica en su hasta ahora exitosa política de seguridad. Más aún, Bukele no pudo ponerla en práctica sino hasta que en las elecciones parciales de su primer mandato obtuvo la mayoría absoluta de los representantes de la asamblea legislativa, y es de sobra conocido que el pueblo se decidió a investirlo de tanta potestad, justamente, porque los anteriores diputados de la oposición rechazaron aprobarla y, repito, porque no confía en que otro presidente retenga en la cárcel a los mareros, no con la seguridad que él ofrece.
Ignoro si don Diego ha caído en cuenta de que esta última objeción suya a Bukele, de ser válida, conllevaría la negación de la esencia misma de la democracia, cual es que todo poder debe provenir del pueblo, tal como la definió Lincoln: “El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. ¡Qué quiere, entonces, don Diego! Que Bukele atropellando, ahí sí, la voluntad popular anule las elecciones y obligue a la oposición a nombrar los diputados y a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia para no tener esa concentración de poder, que ha sido, ni más ni menos, la que le ha permitido acabar con la violencia de las maras y recobrar la paz para El Salvador. ¡Vaya! Es mucho pedir.
De otro lado, es indudable que el “fenómeno Bukele” ha reactivado la histórica polémica, política y académica, sobre la democracia y la dictadura. Lo que, de alguna manera, indica que estamos ante el agotamiento de estos conceptos y la consiguiente urgencia de reexaminarlos. Y, de repente, quizás, ante la necesidad, en lo que a la dictadura se refiere, de una suerte de retorno dialéctico al sentido que se le atribuía en la antigua Roma, cual fue: “el poder absoluto conferido temporalmente para restablecer el orden ciudadano o librar al pueblo de inmediatos peligros”.
También es innegable que en Bukele pueden observarse ciertos gestos de autoritarismo, derivados, posiblemente, de su extraordinaria popularidad, nacional e internacional. Después de todo, no es más que un ser humano, al que no puede pedírsele que sea indiferente al elogio y la adulación. Es un error creer que las personas con cualidades especiales de dirigentes deben ser puras e inmaculadas. En un soberbio ensayo, Ortega y Gasset se burla del diputado de la Asamblea Nacional, durante la Revolución Francesa, Joseph Chénier, “el pedante que siempre está a punto”, quien, al ser descubiertas las pruebas de la venalidad de Mirabeau, el gran tribuno de la Revolución, propuso que sus restos fueran extraídos del Panteón de los hombres ilustres de Francia, y arrojados a la fosa común, “considerando no hay grande hombre sin virtud”.
“¡La gran frase! -ironiza Ortega- ¿no es cómico que se califique a César de ambicioso? ¡Hay que ver! ¡César pretendía nada menos que ser un César, y Napoleón tuvo la avilantez de aspirar durante toda su vida al puesto ilustre de Napoleón! Este gracioso contrasentido resulta siempre que se considere la vida del grande hombre, u hombre de obras, bajo la perspectiva moral y según los datos psicológicos del hombre menor, sin destino de creación” …”Y es que, sin duda, es más fácil y obvio no mentir que ser César o Mirabeau”.
Debo reconocer, paladinamente, que el proyecto de seguridad de Bukele conlleva la vulneración de derechos humanos de los mareros, aunque, como ya vimos, no en una tan gran medida, como ocurre, para el caso, con Netanyahu en Gaza, y sobre el que, significativamente, no hay tanta preocupación como por Bukele. La pregunta es si, en atención a los resultados obtenidos en El Salvador, tales violaciones son, no justificables, sino aceptables o no. En la real politik, la cuestión es irrelevante, como lo confirmó Maquiavelo: “Cuanta razón tenía el viejo Cosme, no es con “pater noster” cómo se gobierna bien un país”.
Porque no tiene mucho sentido enfrascarse en si Bukele es o no el tirano que conculca los derechos humanos, cuando el tema de las maras es de tanta envergadura. Atañe, nada menos, que a la terrible realidad de la que depende el futuro de nuestros países. En efecto, las maras venidas de Los Ángeles a finales del siglo pasado encontraron un poderoso caldo de cultivo en la pobreza de Centroamérica, y muy pronto, por el enorme crecimiento y las características que alcanzaron, mediante un proceso dialéctico de conversión de efecto en causa, pasaron a ser uno de los principales móviles de esa misma miseria, y a la vez, el mayor obstáculo para nuestro desarrollo.
Y ahora mismo, constituyen el eslabón central del crimen organizado, intentan apoderarse, junto con el narcotráfico, de los órganos de seguridad y del resto de la poca institucionalidad que aún nos queda. Y poco a poco, pero inexorablemente -si no hacemos algo pronto, a semejanza de El Salvador- podrán convertirnos en un estado marero, un narco estado o en ambas cosas. Tanto que, como nos comentaba un alto ex funcionario amigo, el propio gobierno se volvió uno de los importantes contribuyentes de las maras cuando hace unos años comenzó a entregar subsidios a los transportistas que, irremisiblemente, terminan en sus arcas en concepto de extorsión.
Las críticas que se le hacen a Bukele son incontables, algunas, de cierta consideración y otras francamente insostenibles, sin contar denuncias de corrupción que, hasta ahora, no han sido comprobadas y los medios internacionales se han negado a publicar. Entre las más comunes se halla la de que “en el 2020 sostuvo negociaciones con las tres principales pandillas del país dentro de penales de máxima seguridad, con la finalidad de conseguir que redujeran el número de asesinatos en el país”. Esta, de ningún modo, puede tomarse como una censura seria a Bukele. Otros mandatarios salvadoreños pretendieron hacer lo mismo.
De hecho, la misma OEA lo recomendó efusivamente y hasta envió un asesor a El Salvador a participar directamente en la negociación y firma de uno de esos convenios. En todo caso, si fuera cierto que Bukele promovió tales acuerdos, lo que desconozco, solo probaría que este habría buscado otros medios menos rigurosos para controlar a las maras, y al serle imposible, no vio otra alternativa que recurrir a la estrategia que tan buenos resultados le ha brindado. ¿Qué de malo puede haber en ello?
Otro ataque que se le formula a menudo a Bukele es el de que por estar encerrando mareros y ultrajando sus derechos no se ha ocupado de los otros problemas graves que aquejan e El Salvador, como la economía, la salud, educación y la corrupción. A lo que cabe oponer que es de sobra conocido que el medio correcto para hacer las cosas bien y cada una a su tiempo es siguiendo un orden lógico de prelación. Y ya he apuntado que la delincuencia ocupa en El Salvador, como en Honduras y Guatemala, un primerísimo lugar, sin cuya erradicación, o drástica reducción, no habrá manera de atender con eficiencia nada más.
Se pasa por alto que Bukele solo es presidente de El Salvador, uno de férrea voluntad, sin duda, pero no un mago que pueda hacerse cargo de todas las dificultades al mismo tiempo, y ya ha ofrecido enfrentarlas en su segundo mandato con la misma energía que le imprimió a la lucha contra las maras. Pero hay más, la situación económica ha comenzado a mejorar, precisamente por haber sido removido el principal impedimento para la normalidad económica y social, y por lo mismo, ya han comenzado a reabrir en el país miles o decenas de miles de pequeños, medianos y hasta grandes negocios, al igual que otros establecimientos de diversas clases que también tienen un efecto multiplicador para la actividad económica, y que habían cerrado por la extorsión de los mareros. ¿Cómo se puede negar, aun sin conocer de economía, una consecuencia positiva, tan lógica y evidente, de la mera desaparición de las pandillas?
En cuanto a la incertidumbre que, con toda razón, se ha generado sobre la sostenibilidad del proyecto, creo que aún debemos esperar el segundo período de Bukele para tener una idea más precisa de lo que podemos aguardar a este respecto. Pero debo señalar que no puede ser más claro que la mayoría de los mareros aprehendidos no tienen muchas posibilidades de ser puestos en libertad -mientras perdure su política de seguridad, claro está-, porque en ellos ya se han desarrollado características criminales de naturaleza patológica surgidas de un profundo odio de clase y de años de vivir en un submundo de irrefrenable violencia, de donde, fracturados psicológicamente, se han visto lanzados hacia una regresión cultural que los ha transformado en la clase de delincuentes cuya rehabilitación social es casi imposible, y de cuyo estudio se ocupan diversas teorías criminales.
Para atender a la correcta exigencia de su juzgamiento, dado su gran número, Bukele se ha visto obligado a recurrir a los llamados juicios colectivos, los que, asimismo, han sido criticados por los defensores de los derechos humanos, pero también justificados por juristas internacionales de la talla del penalista brasileño, Luis Greco Humboldt, catedrático de Derecho Penal Internacional de la Universidad Humboldt, de Berlín, de quien transcribo el siguiente comentario:
“Las maras son bandas criminales que han cometido cientos de delitos y homicidios en los últimos años en El Salvador. Probar la culpabilidad individual siempre es complicado y puede ser costoso. El respeto a la responsabilidad individual no siempre se mantiene, especialmente en situaciones de crímenes masivos o grandes crisis sociales ¿Es eso lo que sucede en El Salvador? Es entendible que se quiera recortar recursos con estos juicios. Claro que hay problemas de legitimación, pero también la Justicia europea y la estadounidense han seguido el camino de lo pragmático. Los juicios masivos contra redes delictivas organizadas y contra organizaciones terroristas o guerrilleras son una práctica común en todo el globo”.
Al final, sin embargo, es evidente que el tema es tan controversial y polarizante que no servirán de mucho los denodados esfuerzos que hacemos para persuadirnos los unos a los otros, los que estamos a favor de la estrategia de Bukele y los que están en contra. Las posiciones se han tornado, claramente, irreconciliables. Y, si estoy en lo cierto, la única fórmula que se me ocurre para superar la contradicción -si es que algún día se quisiere adoptar entre nosotros un sistema similar al de Bukele- es el de someterlo al inapelable veredicto de la democracia directa, o sea, a un plebiscito, como pareciera que está haciendo el presidente Noboa en el Ecuador, y en el entendido, por supuesto, que su resultado sería aceptado por todos, sin excepción.
Tegucigalpa, 20 de febrero de 2024.
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Abogado y Notario, autor de varios ensayos sobre diversos temas de derecho, economía, política e historia; columnista por cuarenta años de varios diarios, entre ellos, EL Pueblo, El Cronista, Diario Tiempo y La Tribuna, y diputado por el Partido Liberal al Congreso Nacional de 1990-1994. Ver todas las entradas