Por: Rodil Rivera Rodil
En los últimos meses he leído y escuchado incontables, aunque poco concluyentes, opiniones acerca del extraordinario auge que desde el 2016 ha venido experimentando la ultra derecha en prácticamente todo el mundo, encabezada por dirigentes políticos de la talla de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Viktor Orbán, Giorgia Meloni, Marine Le Pen, Benjamín Netanyahu y otros. Y lo curioso -o significativo- es que algunos de ellos han obtenido resonantes triunfos electorales haciendo gala de su escasa cultura y de un comportamiento personal poco menos que desequilibrado y hasta esquizofrénico, a semejanza del que caracterizaba al tristemente célebre Adolfo Hitler.
El único punto en el que las opiniones son coincidentes, y ciertamente indiscutibles, es en que una causa toral de este sorprendente éxito estriba en el rotundo fracaso de la izquierda, en particular, de la que se auto califica como social demócrata -también llamada izquierda “light” por lo insustancial de sus propuestas- en encontrar soluciones efectivas y sostenibles para reducir la pobreza, la desigualdad y la inseguridad que, en mayor o menor medida, han agobiado históricamente a las grandes mayorías de casi todo el planeta y que se vieron fuertemente agravadas con el advenimiento del neoliberalismo en la década de los ochenta y noventa, con la crisis del 2007-2008, y más recientemente, con la peste del Coronavirus, las guerras de Ucrania, Gaza y otros conflictos internacionales.
Pero, además de los mencionados sucesos, los otros móviles que han contribuido a los espectaculares avances de la extrema derecha son muy diversos y varían en cada continente y país. En esta ocasión me voy a referir solamente al que quizás sea el de mayor peso, al menos en Europa y en los Estados Unidos, que no es otro que la masiva y casi incontrolable inmigración que ambos han experimentado desde el siglo pasado por motivaciones económicas, sociales, políticas, bélicas y hasta culturales.
Solo en los últimos años han ingresado a los distintos países de la Unión Europea más de 20 millones de refugiados de África y Asia, sin contar los más de seis millones de nacionales y residentes de Ucrania que han entrado desde el comienzo de la guerra. Y Norteamérica, por su parte, ha recibido más de 50 millones de emigrantes en apenas dos décadas, de los cuales no menos de diez millones carecen de la debida documentación.
Esta masiva inmigración ha ido generando poco a poco el rechazo de los habitantes de las ciudades en las que se ha ido radicando, no solo por la percepción, real o inducida, de que los emigrantes acarrean consigo la violencia y la inseguridad, sino, esencialmente, por el generalizado temor de que con su llegada corren el riesgo de ser desplazados de sus trabajos. Este temor o, más bien, pánico, se ha ido incrementando en la medida en que su situación económica se ha ido complicando y deteriorando, especialmente, por el gran impacto, directo e indirecto, que le han ocasionado las sanciones que sus mismos gobiernos impusieron a Rusia, y a la que, dicho sea de paso, casi no le han causado ningún perjuicio de importancia. No sería extraño que dentro de algunos años tal estrategia político militar pase ser una de las más estúpidas de la historia. Como lo es escupir para arriba, que se entiende como el recibo de lo merecido cuando se exhibe una excesiva arrogancia y muy poco sentido común.
La mera posibilidad de perder la fuente de ingresos de la que se subsiste es tremendamente angustiosa e intolerante para cualquier persona. Nadie quiere pasar por semejante adversidad, por lo que está dispuesta a lo que sea con tal de preservar su empleo, incluyendo, no faltaba más, votar por el peor de los políticos si este le garantiza que no se va a quedar en la calle. Esto es lo que explica, justamente, que en las elecciones del 2016 de los Estados Unidos al menos uno de cada cinco latinos, casi seis millones, hubieran favorecido a Donald Trump, y más precisamente, a su propuesta contra la inmigración. Triste pero cierto.
Y esto ha ocurrido porquela extrema derecha muy pronto se percató del gran provecho político que podía extraer de esta brutal, si se quiere, pero innegable realidad que atañe a lo más profundo de la naturaleza humana, tanto como el instinto de sobrevivencia que nos impulsa a cada uno a evitar la muerte y seguir con vida, sin importar nada más, y que en la conciencia popular se resume en la simpleza del conocido refrán: “Primero mis dientes y después mis parientes”.
Y así, mientras la social democracia de la Unión Europea obliga a sus miembros a admitir refugiados, la extrema derecha, apelando a un nacionalismo fascistoide, se despacha a sus anchas enarbolando la bandera del repudio a la migración, mucho más en sintonía con ese sentir de sus pueblos. Que, si estos se hallaran en mejores condiciones, sin duda que estarían más dispuestos a la solidaridad que se les pide.
El resultado ha sido el previsible y el espectro de la derrota se cierne sobre la social democracia. Ahora mismo en Francia, la extrema derecha festeja la nueva ley de migración que ayudó a promulgar al presidente Macron, la cual, según las noticias, “endurece el acceso de los extranjeros a algunos beneficios del robusto Estado de bienestar francés” y, de acuerdo con la alcaldesa socialista de París, Anne Hidalgo: “está preparando el acceso al poder de Marine Le Pen”.
En Alemania, el propio canciller social demócrata, Olaf Cholz, acaba de anunciar: “Tenemos que empezar a deportar a gran escala”. Y lo mismo sucede en Suecia, en el Reino Unido, en Dinamarca y en otros integrantes de la Unión Europea. En tanto que, en los Estados Unidos, Donald Trump hace lo propio redoblando sus ataques a la migración, consciente de que le pueden asegurar la victoria contra Biden en los comicios de noviembre, si consigue, claro está, salvar su candidatura de los procesos que la amenazan, lo que los expertos indican que no se puede descartar.
La social democracia europea, pues, tardó demasiado en darse cuenta de su -de repente- irreparable error. Y no es que el apoyo a los refugiados que pretende era incorrecto, por supuesto que no, ni que la extrema derecha se haya vuelto democrática y ahora se preocupe por los menos favorecidos, para nada. Se trataba, ni más ni menos, de que, por ejemplo, en lugar de tratar de impedir la guerra y la incontenible ola de inmigración que se le vendría encima sirviendo de mediadora entre su vecina Rusia y los Estados Unidos, como lo aconsejaban los más elementales principios de la geopolítica, cometió la imperdonable torpeza de plegarse incondicionalmente a la voluntad imperial de este último, con lo único que consiguió fue que sus propios ciudadanos fueran los más afectados. Los que ahora le están pasando la factura votando a la extrema derecha. Así de simple.
Algo similar acontece en Honduras, excepto que, a la inversa, ya que aquí es la extrema derecha la que propicia la emigración oponiéndose tercamente a todo cambio, por insignificante que sea. Parece que nunca va a entender que, tal como acontece en Europa y Estados Unidos, esta solo puede detenerse erradicando su más profunda raíz, cual es, en nuestro caso, el subdesarrollo que nos abate. Lo que no va a lograrse, como pretende el COHEP, con una empresa privada desaforada, sin control ninguno, y para colmo, en contubernio con el lado corrupto del Partido Nacional. Menos mal que del BOC ya solo quedan el PSH y la embajadora de los Estados Unidos.
Como solía finalizar sus editoriales el gran periodista Alejandro Valladares: “¿Entiendes, Fabio, lo que voy diciendo?”.
Tegucigalpa, 2 de enero de 2024.
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Abogado y Notario, autor de varios ensayos sobre diversos temas de derecho, economía, política e historia; columnista por cuarenta años de varios diarios, entre ellos, EL Pueblo, El Cronista, Diario Tiempo y La Tribuna, y diputado por el Partido Liberal al Congreso Nacional de 1990-1994. Ver todas las entradas