La persistencia del entuerto

La fiesta de la insignificancia (parte I)

Ceteris Paribus

Por: Julio Raudales

 

Las sociedades pueden ser disfuncionales; sucede con las familias, las empresas, los equipos deportivos y también con los países.

Desde hace años, los pensadores y estudiosos del comportamiento humano han coincidido en que, lo que determina el éxito social, es decir, el grado de eficacia en las relaciones interpersonales, está muy ligado a la manera en que funcionen las instituciones, o sea los arreglos sociales, sean estos legales, convencionales, religiosos, éticos o de cualquier otro tipo.

Las instituciones difieren diametralmente de lo natural, son más bien producto de la inteligencia, emergen del sentido gregario de la humanidad; por tanto, son ajenas a sus pulsiones básicas. El matrimonio, por ejemplo, existe para validar, reglamentar y perpetuar la existencia de una relación amorosa que culmina con la existencia de la familia, más allá del hecho de que el ser humano tiende por naturaleza a tener muchas parejas. Lo mismo pasa con el comercio, los juegos, la cultura, la religión y tantas otras.

El gran filósofo político del siglo XVII, Thomas Hobbes lo expresó de forma brillante en su monumental obra El Leviatán, cuando quiso justificar la existencia del Estado, al que define como la institución más útil para garantizar la eficacia en las relaciones sociales.

Hobbes comenzó con algunas suposiciones básicas sobre la naturaleza humana y sostuvo que en cualquier interacción social los conflictos son endémicos: “Si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos ganar, devienen enemigos y… se esfuerzan mutuamente por destruirse o subyugarse”. Es decir, un mundo en donde no existiera una forma inteligente de resolver estos conflictos sería completamente inhabitable para la especie humana. Ese es, de acuerdo con la lógica hobbiana, la razón de existir del estado.

Pero la existencia del estado tiene costos: por un lado, su acción limita la libertad de las personas, restringe, en nombre del orden social, las acciones nacidas de la voluntad individual, a cambio de garantizar un paquete de ideas devenidas de acuerdos que buscan un orden colectivo y que la gente llama “derechos”.

También están los costos económicos que su existencia implica para toda la sociedad, que debe financiar la protección de sus “derechos” mediante el pago de impuestos. En este sentido, se observan diferencias marcadas en las “preferencias” sociales de los países para el mantenimiento del estado en aras del bienestar común. Estos costos van desde un 12% de la economía en casos como Guatemala, hasta el 60% en otros como Finlandia.

El asunto es ¿Cuan bien pagado es el sacrificio en que incurre la sociedad por tener un estado? Acemoglu y Robinson presentan un interesante debate sobre este tema en su último trabajo denominado “El pasillo estrecho”; en él, argumentan que existe un delicado equilibrio entre estado y sociedad, que hay una lucha constante entre estos dos elementos en la búsqueda de la libertad y que sólo en aquellas ocasiones en que este equilibrio sea constante, es decir, que ante la existencia de un “monopolio de la fuerza” para usar las palabras de Max Weber, exista una ciudadanía capaz de controlar ese monopolio mediante una acción organizativa, solo así, dicen los autores, la libertad será sistémica y beneficiará a la colectividad.

Un estado eficiente, por tanto, es aquel en el cual, los beneficios que el colectivo obtiene por sus acciones, son superiores a los costos que implica el pago de impuestos y la pérdida de libertad que provoca el hecho de permitirle a ese estado la intromisión en nuestras vidas.

La situación que vivimos en la actualidad en nuestro país constituye una ilustración clara del problema: Sabemos que existe un peligro inminente de enfermarnos, que salir a la calle a trabajar implica riesgo incluso de muerte. Pero, ¿Consideramos que el estado hondureño es lo suficientemente confiable para garantizar nuestra salud y seguridad?, ¿Es legítimo que ese estado, en nombre de nuestra protección común nos encierre en nuestras casas y nos impida salir a trabajar, creandonos un perjuicio económico enorme?  La respuesta a esas preguntas es evidente y es por ello que se hace necesario emprender acciones y cambiar la realidad que impera ahora.

Como dije en el encabezado, existen sociedades que se resisten a funcionar pese a la existencia de instituciones modernas y en teoría aceptadas por todos. Honduras es un buen ejemplo de lo dicho. Mi idea es desarrollar algunos elementos que podría arrojar alguna luz para que nos volvamos una sociedad funcional.

 

Abordaré estos elementos en entregas posteriores.

  • Jorge Burgos
    Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. jorgeburgos@criterio.hn

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