Por: J. Bradford DeLong
BERKELEY – En la historia de la modernidad el verdadero cambio radical llegó en 1870, con lo que el economista y premio nobel Simon Kuznets llamó «crecimiento económico moderno». Desde entonces, las capacidades tecnológicas de la humanidad se duplicaron aproximadamente cada 35 años, revolucionando la economía en cada generación y volviendo a revolucionarla en la generación siguiente.
Junto con la economía de mercado y el capitalismo moderno, los avances tecnológicos permitieron el surgimiento de nuevas formas, extraordinariamente eficientes, de producir cosas antiguas y nuevas. Pero quienes vivían centrados en la producción de cosas a la manera antigua, aprendieron por las malas lo que Joseph Schumpeter quiso decir cuando llamó al capitalismo moderno el «vendaval perenne de la destrucción creadora». Más aún, en una sociedad de mercado, la fuerzas tecnológicas que impulsan la «destrucción» suelen amplificarse debido que los derechos de propiedad son lo único importante, y algunos derechos de propiedad resultan más valiosos que otros.
Esto, naturalmente, crea tensiones sociales y políticas. La gente suele creer que le corresponden más derechos (y una mayor variedad de ellos) de los que se desprenden de la mera propiedad. Predomina entonces la desilusión frente al mensaje de las últimas décadas, que podríamos resumir de la siguiente manera: «El mercado me lo dio y el mercado me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del mercado!»
Llega ahora The Wall and the Bridge: Fear and Opportunity in Disruption’s Wake [El muro y el puente: temor y oportunidad en la estela de la disrupción], del reflexivo economista exneoliberal Glenn Hubbard. Hubbard, quien fue presidente del Consejo de Asesores Económicos de EE. UU. durante la presidencia de George W. Bush, reflexiona sobre qué ocurrió con la economía estadounidense desde que empezó a estudiar economía allá por 1977. Desde entonces «los cambios tecnológicos y la globalización aumentaron el valor de mercado de mis habilidades y [el de las de otros] profesionales». Mientras tanto, el cierre de las acerías integradas de Youngstown no llevó a esfuerzos osados y ambiciosos para preparar a muchos trabajadores y comunidades para la cambiante economía, y reconectarlos con ella».
Termina con una visión de un camino mejor, que no seguimos: «Imaginen si el apoyo audaz a los institutos terciarios y la capacitación hubieran estado a la altura de la preparación y reconexión de la ley para la capacitación de militares desmovilizados (G.I. Bill) mientras Estados Unidos fomentaba la integración mundial. Imaginen que el liderazgo hubiera impulsado al debate político hacia la participación económica, imaginen el florecimiento de las masas».
Cuando leo esto mi memoria no se remonta a 1977, sino a 1993. Estoy en el salón Roosevelt de la Casa Blanca y no escucho la voz de Glenn Hubbard sino la del por entonces secretario de trabajo Robert Reich. Se refiere a los mismos temas.
La tecnología y la globalización ofrecen grandes beneficios, señala Reich, pero también aumentan el riesgo de que algunas personas queden relegadas. Debiéramos entonces construir puentes para ayudar a que la gente pase a los sectores que definirán la nueva economía. Lo que no debemos hacer es construir muros que protejan a las industrias cuya productividad se desvanecerá debido a las fuerzas de la destrucción creadora. (En este punto también escucho la voz del entonces vicepresidente Al Gore, a quien le entusiasmaba gastar dinero federal para crear la columna vertebral de lo que se convertiría en la Internet de la década de 1990: el puente último hacia el florecimiento de las masas en el siglo XXI).
Cuando trabajábamos para el secretario del Tesoro Robert Rubin, le dijimos a Reich algo así como: «Sí, usted tiene razón, pero no lo podemos hacer ahora. Los votantes estadounidenses están enojados. Tenemos que aumentar los impuestos a los ricos, encauzar el déficit presupuestario para hacerlo desaparecer, y generar una recuperación económica basada en elevadas inversiones y un alto crecimiento de la productividad. Nos ocuparemos de muchas de esas cuestiones este año, y el año próximo implementaremos el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Podemos construir puentes y dedicarnos a la socialdemocracia después de eso».
Reich perdió ese debate sobre las políticas y el gobierno de Clinton nunca logró dedicarse a la socialdemocracia, la construcción de puentes ni el florecimiento de las masas. Pudimos haber seguido ese camino, pero los republicanos volvieron conseguir el control de la Cámara de Representantes y se embarcaron en una campaña obstruccionista de tierra arrasada, guiada por el presidente de la Cámara, Newt Gingrich.
Hubiera querido tener a Hubbard de nuestro lado en los debates sobre las políticas posteriores a la llamada Revolución Republicana de 1994. «Nosotros, los economistas», escribe, «dejamos que el debate público fuera a la deriva hasta llegar a los extremos opuestos de la construcción de muros y a una percepción liberal optimista de que el cambio y los mercados solucionarían todo». Cuando leo eso no puedo evitar pensar en la respuesta de Toro al Llanero Solitario: «¿Qué quieres decir con «nosotros», kimosabi?»
En su narración del debate del Partido Republicano en el que participó, Hubbard comenta que la Asistencia por Ajuste Comercial (Trade Adjustment Assistance) «solo fue considerada como opción en las políticas mientras se buscaban nuevas expansiones comerciales». De lo contrario, «se prestó poca atención e interés sostenido a su aumento». En este caso mi respuesta es «Glenn, ¡llegaste tarde a la fiesta».
Afortunadamente, trajo excelentes tentempiés para compensar su llegada tarde y me hizo desear haber tenido su libro a mano hace seis meses, antes de terminar el mío, que próximamente será publicado, Slouching Towards Utopia: The Economic History of the Twentieth Century [A rastras hacia la utopía: la historia económica del siglo XX]. De hecho, Hubbard toma como referencia, en gran medida, a los mismos intelectuales que yo: Karl Polanyi, Friedrich Hayek y John Maynard Keynes.
En suma, Hubbard tiene razón: los populistas desean construir muros, pero lo que necesitamos ahora —incluso más que tres décadas atrás— son puentes
Bradford DeLong, ex subsecretario adjunto del Tesoro de los EE. UU., es profesor de Economía en la Universidad de California, Berkeley, e investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas