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Ganaron Biden y Harris, pero la batalla contra el bonapartismo de Trump apenas comienza

 

Por Orson Mojica/elsoca.org

A partir del 3 de noviembre el mundo estuvo en vilo, pendiente del resultado final de las elecciones presidenciales de Estados Unidos. No era para menos. El futuro de cada uno de nuestros países, estará influido por el resultado electoral. A pesar que la recesión económica y la pandemia, Estados Unidos sigue siendo la potencia imperialista dominante. Los cambios políticos en la metrópoli, inciden directamente en los países de la periferia.

El lado oscuro de la democracia norteamericana

En sus casi 245 años de existencia, Estados Unidos y su democracia liberal han sido presentados como el gran ejemplo a seguir. Desde su fundación en 1776, los ciudadanos escogen libremente a un presidente, un parlamento y varios importantes cargos públicos.

Pero esta es una verdad a medias. El Acta de Independencia de Estados Unidos proclamó pomposamente que todos “los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

Esta percepción idílica es solo una cara de la moneda. Estados Unidos se construyó como una potencia imperialista, masacrando a la población aborigen e importando esclavos negros de África para realizar las duras labores agrícolas. En resumen, se edificó a favor de una minoría de colonos blancos, quienes gozaban de una experimental democracia liberal, mientras un importante sector de la población era aniquilado y explotado.

Al finalizar la guerra civil (1861-1865) se proclamó el fin de la esclavitud, pero continuaron prevaleciendo la discriminación racial y la vigencia de leyes en muchos Estados que restringían los derechos de los negros y aborígenes, creando un sistema de apartheid que permaneció intacto hasta comienzos de los años 60 del siglo XX.

Estas son las raíces históricas del racismo y el supremacismo blanco que en la actualidad concentra todo su furor contra los inmigrantes, sean legales o no.

El fenómeno político personificado en Trump

La pujante economía de Estados Unidos atrae migrantes de todos los rincones del planeta. En el siglo XX, cuando comenzaron a establecerse restricciones a las leyes de inmigración, este apartheid se extendió a la población migrante.

Este crecimiento de la inmigración en Estados Unidos amenaza con convertir a los blancos en una minoría. Donald Trump olió el problema y comprendió que la bandera antiinmigrante, la exacerbación del supremacismo blanco y la decepción popular contra un sistema bipartidista corrupto e inoperante, le permitiría ascender al poder.

Una meta estrategia de Trump es evitar que cambie la composición del padrón electoral, es decir, que la sumatoria de las minorías convierta a la población blanca de origen anglosajón en una verdadera minoría.

Para cumplir sus metas, Trump necesita apoderarse o controlar al Partido Republicano, que representa a la tradicional derecha conservadora, que por cierto tiene múltiples corrientes. El surgimiento del Tea Party en 2009 le brindó a Trump la posibilidad de iniciar la batalla interna por el control del Partido Republicano, obteniendo finalmente la nominación presidencial y el triunfo electoral en 2016.

En su discurso de aceptación de la candidatura para la reelección, en agosto del 2020, mientras sus partidarios coreaban “cuatro años más”, Trump respondió: “Ahora, si realmente quieren volverlos locos, entonces digan 12 años más”. Esto no fue un exabrupto, reflejaba la imperiosa necesidad de un periodo presidencial mucho más largo.

Primer paso del Bonapartismo: controlar la rama judicial

La personalidad díscola de Trump, sus discursos provocadores, los despiadados ataques personales contra sus enemigos, sus oscilaciones políticas, etc, representaban una ruptura con la caballerosidad de la política norteamericana. Trump parecía más bien un capo de la mafia, que un dirigente político. Su discurso rupturista estaba destinado a inflamar a la base social del supremacismo blanco, arrastrando a sectores de las minorías, como el caso específico de los cubanos en Miami.

Sus métodos reflejaron esa necesidad de cambiar el régimen político, terminar con los controles del Congreso, con la autonomía de los Estados y convertir al presidente en un nuevo emperador, en lo que hemos denominado “bonapartismo”.

Esta no es una tarea simple. Una reforma constitucional en Estados Unidos es demasiado lenta y debe tener el voto favorable de la mitad más uno de los Estados, y aprobar por dos tercios de la las legislaturas de cada Estados. Como este camino es prácticamente imposible, Trump estaba dinamitando al régimen político desde adentro.

La democracia es, en última instancia, el gobierno de los jueces. El sistema legal en Estados Unidos, basado en las tradiciones inglesas de la “common law”, otorga a los jueces, a través de sus sentencias, la posibilidad de modificar las leyes. Entonces, Trump se concentró en modificar la tradición de independencia de la rama judicial.

En 2013, el senador demócrata Harry Reid, se quejó de que en la historia de Estados Unidos el Congreso ha bloqueado el nombramiento de 168 jueces federales, de los cuales 82 fueron rechazados bajo la presidencia de Barack Obama.

El control del senado con una mayoría republicana desde el 2014, le permitió a Trump bajo su presidencia nombrar a más de 200 jueces federales, llenando las vacantes de los vitales Tribunales de Apelación federal. Además, bajo la presidencia de Trump logró cambiar la correlación de fuerzas al interior de la Corte Suprema de Justicia, imponiendo como magistrados a los jueces federales Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh. Ante el fallecimiento de la magistrada progresista Ruth Bader Ginsberg, recientemente Trump impuso a una velocidad sin precedentes, días antes de la realización de las elecciones, a la jueza conservadora Amy Coney Barrett.

El Trumpismo tiene mayoría de votos dentro de la Corte Suprema de Justicia, y controla una buena parte de los tribunales de apelaciones. Estos son los avances importantes que ha logrado. Debido a que los magistrados de la Corte Suprema de Justicia son vitalicios, ha logrado imponer por dos décadas una mayoría conservadora.

Una campaña electoral sumamente polarizada

Las ultimas elecciones en Estados Unidos han sido muy polarizadas. Antes de la pandemia y del destape de la crisis económica, Trump tenía casi asegurada su reelección, con vientos a su favor. Hubo un pequeño boom económico bajo su mandato, producto de las concesiones en materia de impuestos a las grandes empresas, aunque los economistas ya habían señalado que ese crecimiento tenía límites y en cualquier momento estallaba una nueva crisis. El detonante fue la pandemia de coronavirus que trajo una recesión económica en Estados Unidos, con altos niveles de desempleo, inseguridad y precariedad laboral.

La recesión económica y la pandemia acumularon muchas tensiones sociales, y el asesinato de George Floyd hizo explotar los ánimos, y surgió un movimiento de masa contra el racismo. Hubo enormes manifestaciones de masas, incluso conatos de violencia social. El panorama político comenzó a complicarse para Trump, quien comenzó a manejar el discurso que solo él podía restablecer la ley y el orden, con el objetivo de atraer a la atemorizada clase media norteamericana.

En este proceso, Trump cometido muchos errores en el manejo de la pandemia, echando la culpa a China, menospreciando los consejos de los científicos. En realidad, Trump no podía hacer nada desde el Estado ante un sistema de salud absolutamente privatizado, y con unos 40 millones de trabajadores que no gozan de seguro social o cobertura médica.

El Partido Demócrata cierra filas

El triunfo de Trump en 2016 provocó el crecimiento del ala “izquierda” del Partido Demócrata encabezada por el senador Bernie Sanders, a quien Trump tilda como “socialista”. Sanders es más un socialdemócrata que un verdadero socialista. En las internas del Partido Demócrata las diversas corrientes cerraron filas en torno a la candidatura moderada del exvicepresidente Joe Biden, y de Kamala Harris, quien representaba una posición más de centro entre la izquierda y la derecha dentro del Partido Demócrata.

Bajo una pavorosa crisis, el discurso de la fórmula Biden-Harris se concentró en aprovechar los errores de Trump para echarlo de la Casa Blanca.

El establishment se rebela contra Trump

En el último periodo, en un afán desesperado por revertir el deterioro político que sufría, Trump se enfrentó a la cúpula militar, que se negaba a usar las tropas del Ejército para sofocar las protestas contra el racismo. Trump atacó públicamente sus jefes militares. incluso a las compañías que venden armamento.

Las estupideces políticas de Trump en torno al coronavirus han provocado fisuras en el Partido Republicano. Líderes importantes, como el expresidente George W Bush, el general Colin Powell, y otras importantes figuras del republicanismo crearon el llamado “Proyecto Lincoln”, una plataforma política que llamaba a la base republicana a votar por Biden, al considerar que Trump es un oportunista y no un conservador sincero.

El Partido Republicano ha estado en silencio observando el desarrollo de los acontecimientos.

Un apretado resultado electoral

Aunque las encuestas daban una ventaja de 10 puntos a Biden sobre Trump, la verdadera sorpresa fue que Trump logró una alta votación. Biden logró 279 votos electorales y obtuvo el 50.5% a nivel popular, mientras que Trump obtuvo 214 votos electorales y el 47,6% de los votos populares.

El relativo éxito de Trump se debió a varios factores: Biden es católico, y Trump se ganó el voto protestante. La mayor parte de los votantes de Trump quieren una mejoría económica, como la que se vivió antes de la pandemia, y creen que Trump la puede devolver. Quienes votaron por Biden lo hicieron pensando en que solo los demócratas pueden garantizar el apoyo necesario para recuperar el empleo. Incluso, los demócratas plantearon varias reivindicaciones como el aumento del salario mínimo a 15 dólares, y una urgente reforma migratoria, además de explotar hábilmente el mal menor de Trump en relación a la pandemia.

La batalla apenas está empezando

Debido a que en Estados Unidos no existe un sistema electoral centralizado, sino que esa tarea corresponde a cada Estado, existe una lentitud en el conteo de votos. Biden fue proclamado ganador por los grandes medios de comunicación, con base a los datos de cada uno de los Estados. Pero la ventaja es tan reducida, que Trump ha optado por dar la batalla en los tribunales, donde tiene mayoría, para intentar revertir la votación de los colegios electorales y la votación popular.

Toda la campaña de un masivo fraude electoral encabezada por el propio presidente Trump, es para retardar que cada Estado certifique el resultado de la votación electoral. Corresponde al Congreso, con base a esas certificaciones, proclamar oficialmente al candidato ganador.

Se avecina una batalla judicial, a las que el multimillonario Trump está acostumbrado, para anular el triunfo electoral de Biden-Harris y también, si no puede imponerse, regatear votos para lograr mayoría en la cámara de representantes y en el senado.

La democracia en Estados Unidos está en cuidados intensivos, la batalla contra el bonapartismo de Trump apenas está comenzando. Los únicos que pueden defender la democracia son los sindicatos de la central AFL-CIO que anunciaron una huelga general si Trump se resiste a entregar el poder. En ellos confiamos.

  • Jorge Burgos
    Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. jorgeburgos@criterio.hn

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