Por: José Rafael del Cid*
Cuándo usted lleva a cabo una acción cualquiera, como dar un abrazo, hacer un favor o escribir una canción, ¿lo hace siempre con la intención (racional) de lograr un beneficio o utilidad personal? O de otra manera, ¿Usted actúa siempre por egoísmo? Ciertas teorías sociales dirán “no siempre”, que eso depende del contexto de la acción. Otras teorías (principalmente algunas de origen económico, como el utilitarismo de Betham y la escuela neoclásica) defenderán la idea de que toda acción humana está guiada por la búsqueda egoísta de la ganancia personal. En este artículo, el segundo de la serie, me centro en auscultar el pensamiento de Adam Smith (1723-1790) con respecto a la ética subyacente en la libre competencia (mercado).
La famosa obra “La riqueza de las naciones” (1776) de A. Smith -considerado el primer tratado de economía moderna- suele ser objeto de numerosas referencias, particularmente para argumentar la importancia del libre mercado, al que se le adjudica la magia (una “mano invisible”) de convertir el afán de lucro, la codicia individual, en bienestar colectivo. Se acostumbra a amparar esta interpretación con un párrafo, reiteradamente citado de Smith: “No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad sino a su interés propio, y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas”. De otro modo, el emprendedor produce u ofrece un servicio con el propósito de obtener una ganancia personal.
Quienes también han escudriñado la “Teoría de los sentimientos morales” (1759), un estudio de Smith anterior a “La Riqueza de las naciones”, cuestionan la interpretación simplista y tradicional que se le ha dado a su segunda obra. Uno de estos estudiosos es A. Gradolí (“Análisis de la Teoría de los sentimientos morales y la Riqueza de las naciones, de Adam Smith, y su relación con la responsabilidad social empresarial”. Universidad de Valencia, 2015), quien reparó en la traducción errónea del término “beneficio propio” o “interés propio”, que debió haber sido literalmente traducido como “amor propio” o “autoestima” (self-love en la obra original). Así diríamos: “No nos dirigimos a la humanidad del carnicero, panadero, etc. sino a su autoestima”. Gradolí examinó detalladamente la Teoría de los sentimientos morales para mostrar que, en la lógica argumentativa de Smith, el ser humano forma su amor propio o autoestima con base a cómo resuelve su lucha interna entre el egoísmo y el afán de virtud o deseo de ser empático: “Se nos presentan dos personalidades desiguales para nuestra emulación; una con orgullosa ambición y ostensible codicia, la otra con humilde modestia y equitativa justicia”.
La cita anterior muestra a un Smith dotado de un razonamiento dialéctico al llamar la atención a la dualidad de la conducta humana dirigida por una conciencia en la que conviven y luchan, a la vez, el egoísmo y el llamado al deber social. Smith era un conocedor de las posturas filosóficas de su antecesor T. Hobbes (por naturaleza el humano es egoísta), pero termina prefiriendo la postura de su contemporáneo y amigo D. Hume (los humanos no son egoístas por naturaleza, todo lo contrario, por su naturaleza están interesados en los demás). Smith presenta al empresario como preocupado por ganar dinero -porque es motivo de orgullo personal que su empresa sea sostenible en el tiempo- pero también de alguien a quien importa mucho la manera de ganarse la plata (porque así se lo indicaría la moral de su sociedad), o sea, lo aplaudido sería la ganancia legítima, lo moralmente aceptable: “Las grandes metas del propio interés… son los objetivos de la pasión apropiadamente denominada ambición, una pasión que, cuando se mantiene dentro de las fronteras de la prudencia y la justicia, es siempre admirada en el mundo…”. Smith deja bien clara la necesidad de la virtud de la justicia como elemento regulador, porque sus reglas son impedir el daño al prójimo (Gradolí). Mas aun: “El individuo sabio y virtuoso está siempre dispuesto a que su propio interés particular sea sacrificado al interés general de su estamento o grupo. También está dispuesto en todo momento a que el interés de ese estamento o grupo sea sacrificado al interés mayor del Estado, del que es una parte subordinada”.
Un punto interesante que destaca Gradolí es el significado de la expresión “mano invisible”. Pese a todo el relieve que se le ha dado a dicho término, fue mencionado tan solo una vez en ambas de las obras ya citadas de Smith. En ambas ocasiones se hace alusión a la conversión del interés privado en beneficio público: “Una mano invisible los conduce (a los empresarios) …, sin saberlo, (a promover) el interés de la sociedad y aportan medios para la multiplicación de la especie”. (¿Esta cita de Smith habrá inspirado a Darwin, nacido posteriormente, para aclarar la diferencia cualitativa entre humanos y otros animales?). En ambas ocasiones el significado del término “mano invisible” se muestra impreciso y, por este motivo, se ha prestado a varias interpretaciones. Una forma de entender dicho término, basado en el contexto de la cita, es que la acción individual se transforma en beneficio colectivo por la conjunción de intereses de oferentes y demandantes, cada uno, procurando un beneficio, no necesariamente egoísta ni necesariamente pecuniario, pues en cada individuo conviven y luchan el egoísmo y el interés social. El beneficio público se manifiesta en resultados como la satisfacción de necesidades de consumo, creación de empleo y, en general, la expansión de la riqueza de una nación (crecimiento económico).
Muchas obras intelectuales son interpretadas a la ligera y terminan atribuyendo a sus autores pensamientos erróneos. Solo bajo lecturas apresuradas o de segunda mano es que Smith pudiera ser catalogado como propiciador de un capitalismo “salvaje” o de una idea de la economía divorciada de la ética. Unos cuantos ejemplos de coherencia con su ética son sus argumentos sobre la retribución justa del trabajo, la moderación en la duración de las jornadas y el asunto de los precios. Salarios más altos logran obreros más activos y diligentes “al permitirles cuidar mejor de sus hijos y, en consecuencia, criar un número mayor…”. Es contraproducente exigir jornadas prolongadas de trabajo: “si los patronos escucharan siempre los dictados de la razón y la humanidad, tendrían repetidas ocasiones para moderar más que animar la dedicación de muchos trabajadores”. Y sorpréndase más: “Nuestros comerciantes e industriales se quejan mucho de los efectos perjudiciales de los altos salarios, porque suben los precios y por ello restringen la venta de sus bienes en el país y en el exterior. Nada dicen de los efectos dañinos de los beneficios elevados. Guardan silencio sobre las consecuencias perniciosas de sus propias ganancias. Solo protestan ante las consecuencias de las ganancias de otros”. En cuanto a los precios, Smith abogó por que fuera la demanda y la oferta el mecanismo que los determinara, siempre y cuando la competencia se mantuviera libre de monopolios y otras imperfecciones del mercado, porque: “cuando existen corporaciones exclusivas quizás resulte conveniente regular el precio de lo que es más necesario para la vida”. (Todas estas citas las he tomado del estudio de Gradolí con chequeo de la obra original de Smith).
En breve, para Smith la libre competencia no es una fuerza ciega o un mecanismo “libre de valores”, como muchos interpretan su alusión a la frase “mano invisible”. El mercado, la libre competencia son construcciones sociales, instituciones, creadas por la intersubjetividad de los distintos actores económicos. En la racionalidad de los actores del mercado, la búsqueda del beneficio máximo es el disparador más importante, pero es de entenderlo como un saldo de la lucha al interior de cada persona entre el egoísmo puro y la empatía. El empresario considerará elementos de razón, justicia y benevolencia a la hora de determinar lo legítimo y moralmente aceptable de una empresa. ¿Qué pasa al no suceder así? Smith abogó por el respeto máximo del libre juego de la oferta y la demanda (que se basa en la racionalidad o negociación de principios de utilidad personal y empática), sin dejar de considerar necesaria la sanción a las transgresiones de tal competencia a la moral, tales como, los monopolios y otros ventajismos, beneficios excesivos, negocios ilícitos, prácticas nocivas a los bienes comunes (ríos, bosques, atmósfera, etc.) y otros. ¿Quién se encargaría de las regulación y sanción, cuando necesaria? El gobierno, por iniciativa propia y/o motivado por la presión social.
La experiencia indica que las regulaciones, destinadas a mantener la competencia dentro de límites moralmente aceptables, requiere ciencia y sabiduría política. La intervención gubernamental no siempre defiende el interés público, como sucede ante lecturas erróneas del desenvolvimiento económico o en situaciones en las que agentes representativos de intereses particulares (entre ellos, los de la propia burocracia o los de las grandes corporaciones) captura o incide desproporcionadamente en sus decisiones. P. Krugman, como muchos otros, han advertido que frente a las desigualdades generadas por el mercado se crea la posibilidad de que los económicamente más exitosos ejerzan sobre el gobierno (y la sociedad en general) un poder manipulador y desmedido, por ejemplo, inclinar el presupuesto público a su favor y, peor aún, formar con el tiempo instituciones “extractivas” (D. Acemoglu y J. Robinson. Por qué fracasan las naciones. 2012).
Entonces, también el vigilante necesita ser vigilado. Como ha señalado N. Harari: cuando el crecimiento económico [u otros intereses de los económicamente más poderosos] pasa a ser un bien supremo, no limitado por ninguna otra consideración ética, puede conducir fácilmente a la catástrofe (De animales a dioses. 2017). Este peligro solo puede ser contrarrestado por una sociedad “empoderada” (Acemoglu y Robinson.2012), es decir, altamente informada, organizada y consciente de sus deberes y derechos, por tanto, crítica, beligerante y movilizada. Solo sociedades fuertemente cohesionadas, capaces de arribar a consensos en la identificación del bien común, pueden contribuir a mantener claros los límites morales a la competencia mercantil y a su consecuente regulación. De todo esto se desprende la enorme importancia que para una sociedad tiene la revisión permanente (identificación y actualización) de sus valores éticos y sus normas morales. La libertad de expresión es vital para que las personas puedan contribuir a tal ejercicio social.
Actualizar ética y normas morales, en mi opinión, implica al menos dos acciones, primera, fomentar el conocimiento de los valores y normas que ya son de consenso internacional (como la Declaratoria Universal de los DDHH y otros en los campos social y ambiental) y, segunda, llevarlas a la práctica. Las declaratorias de derechos tienen en común el buscar ser inclusivas (aminorar o terminar con inequidades o brechas sociales), por lo que ponerlas en práctica es equivalente a acabar con las instituciones extractivas (esas que privilegian a élites de poder a costa de negar participación en la creación y distribución de riqueza a importantes sectores de la población), cuya disfuncionalidad acelera la ruta hacia el abismo del retroceso o extinción como especie.
* Investigador y docente en temas de sociología y política social
-
Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas