China será el nuevo poder hegemónico

El modelo económico chino ¿El futuro de la humanidad? (parte 2)

Por: Rodil Rivera Rodil

El sistema político

Para la mayor parte de los analistas occidentales, el sistema político de China es, sencilla y llanamente, una implacable dictadura que ejerce el Partido Comunista. Y no me refiero solamente a los periodistas y escritores que, en el marco de la guerra comercial con los Estados Unidos, o mejor dicho, de esta nueva guerra fría, son pagados para desacreditarla. También están los que, con genuina honradez intelectual, la adversan. Sin embargo, a juzgar por lo que publican, pareciera que ninguno, o muy pocos de ellos, han estudiado detenidamente, sobre todo sin prejuicios, la historia de este país.

Por supuesto que a la luz del concepto que en Occidente impera de la democracia, la de China difícilmente encaja en él. Nosotros, en teoría, le damos mucha más relevancia a los valores espirituales que a los materiales, pero, en la práctica, privilegiamos más la democracia formal, que toca básicamente a los procesos electorales, que a la material, que tiene que ver con el bienestar económico y social de las personas, a pesar de que, bien visto, la segunda es tanto o más importante que la primera, por cuanto en última instancia es la que garantiza la sobrevivencia de la especie humana.

Quién no ignora que los grandes ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa de 1789 fueron solo meras aspiraciones. En muy contados países puede decirse que el poder real radica en el pueblo, pues en realidad lo detentan élites económicas y políticas; el individualismo a ultranza ha imperado sobre el ser social; la riqueza predomina sobre los principios altruistas y libertarios y hasta las brutales cargas tributarias que se imponen en estos tiempos en nombre de la austeridad no son decididas por los propios pueblos, como lo establece la Declaración de los Derechos del Hombre y lo mandan casi todas las Constituciones de la tierra, sino por los grupos de poder, quienes son los primeros en burlarlas.

En China, los valores espirituales no pueden desligarse de las satisfacciones materiales. No podía ser de otra manera en un país en donde, por la magnitud de su población, los frecuentes cambios en la naturaleza han tenido tanto impacto. Solo piénsese en las terribles hambrunas por prolongadas sequías o grandes inundaciones que periódicamente acababan con la vida de millones de personas. Por ello, en la antigüedad, el factor principal para el sostenimiento de los emperadores dependía de que los poderes que se atribuían por su supuesto origen divino efectivamente les sirvieran para asegurar climas favorables y buenas cosechas.

Y ya en la China comunista, Deng Xiao Ping recogió esa tradición proclamando que “No importaban las ideologías con tal que el sistema funcionara”. En China, por tanto, el bienestar material de sus habitantes no puede ser relegado por sus gobernantes, lo que no debe extrañarnos por cuanto no difiere sustancialmente de lo que actualmente revelan, por ejemplo, las encuestas de Latinobarometro en América Latina, en las que los consultados suelen declarar que prefieren los regímenes dictatoriales, toda vez que resuelvan sus problemas económicos, a las democracias que solo se consideran tales porque celebran elecciones cada cierto tiempo, pero que nunca se han preocupado por ayudarles a lidiar con las dificultades que les depara el diario vivir.

No se crea, sin embargo, que en el sistema político chino los valores morales no cuentan o cuentan poco. En la doctrina de Confucio, para el caso, el valor fundamental de la política es la armonía. Sus seguidores, como dice un autor:

“Ven el cosmos como algo armónico que regula las estaciones, la vida animal, la vegetal y la humana. Si esta armonía era trastornada, habría graves consecuencias. Un ejemplo común que utiliza el confucianismo es el del mal gobernante que conduce a su pueblo a la ruina mediante su conducta.

El mal gobierno contradice el orden natural y viola el Mandato del Cielo. El gobernante que se conduce así pierde su legitimidad y puede ser depuesto por otro que recibirá este mandato”.

Para los chinos, pues, la armonía, en lo tocante a la política, solo cabe buscarla en la atención equilibrada a los requerimientos materiales y espirituales de los pueblos. De ahí la gran tragedia de la “democracia” en los países subdesarrollados. No tenemos ni una ni la otra. Y, como vimos, si nos dan a elegir, preferimos la primera. Por tal razón, los reclamos más frecuentes a nuestros gobiernos se dan por el incumplimiento de promesas de una vida mejor en el ámbito material.

Explicado de una manera en extremo simplificada, solo para los fines de este ensayo, puede decirse que el sistema político de China es altamente centralizado y jerarquizado, y por ello mismo, sumamente funcional. Sus diferencias más relevantes con los de Occidente se encuentran en la normativa electoral y en el monopartidismo. La actividad propiamente política para la integración de los distintos órganos del Estado y del Partido Comunista chino se interrelacionan. En ambos casos, la voluntad popular solo es consultada directamente para la escogencia de delegados, representantes o diputados a los organismos de base del partido y de las asambleas de cantones, provincias, de regiones y la nacional.

 Pero a partir de aquí, y sucesivamente en los siguientes niveles, los cargos son asignados en elecciones de segundo grado hasta llegar a la Asamblea Popular Nacional, con alrededor de tres mil diputados, en la que se elige el más alto ejecutivo del país, el Presidente de la República, dotado de gran autoridad y cuyo nombramiento lleva consigo, por ley, el de Secretario General del Partido Comunista chino, que preside el Comité Permanente del Buró político compuesto por siete miembros, y el de jefe del ejército, el más grande del mundo.

De acuerdo con los conocedores de su idiosincrasia, el sistema de partido único implantado por los comunistas no representó una gran novedad para los chinos después de miles de años de regímenes imperiales. Se trataría, pues, de una “cultura política”, llamémosla así, de aceptar como legítimos, pero, más que todo como necesarios, gobiernos altamente centralizados e investidos con mucho poder, por la sencilla razón de que son los únicos capaces de ejercer eficaz control sobre su gran población e inmenso territorio. A lo anterior habría que agregar la gran frustración que dejaron los partidos políticos que gobernaron después de la instalación de la república en 1912 hasta el triunfo de la revolución comunista en 1949, sin contar la ocupación japonesa de 1937 a 1945 y la casi permanente guerra civil en que se vio envuelto el país en todo este tiempo.

La historia prueba, de otra parte, que en circunstancias de graves perturbaciones sociales -y no solo en ellas como pareciera ser el caso del Brexit en Inglaterra y de Cataluña en España- las masas son propensas a actuar más por motivos emocionales que racionales. Escoger a los máximos dirigentes del Estado en comicios directos lleva consigo ese riesgo, que no hay duda de que se mitiga con la selección de segundo grado, en la que hay más reflexión y menos carga emotiva en los electores.  

Los chinos admiten que en el período de 1949 a 1978, el dominio del país lo ejerció la dictadura de las clases campesina y proletaria, pero afirman que con el nuevo sistema político impuesto por Den Xiao Ping el Partido Comunista pasó a representar a todo el pueblo chino, incluida la burguesía. Lo anterior puede ser discutible, pero es un hecho que los estatutos del Partido Comunista permiten el ingreso no sólo de campesinos, obreros, militares, sino también de elementos de la clase media y de los mismos empresarios, según reza su artículo 1, que a continuación reproduzco:

“Artículo 1. Puede solicitar el ingreso en el Partido Comunista de China todo elemento avanzado de los obreros, campesinos, militares, intelectuales y de otros estratos sociales del país que tenga cumplidos 18 años, acepte el Programa y los Estatutos del Partido, y esté dispuesto a adscribirse a uno de sus organismos, trabajar de forma activa en él, cumplir las resoluciones del Partido y abonar en los plazos previstos las cuotas establecidas”.

No he podido obtener datos fidedignos acerca del número de hombres de negocios que son miembros del partido comunista chino, pero se sabe que no son pocos. Para el caso, el hombre más rico de China, Jack Ma, dueño de la mayor compañía de comercio electrónico del país, Alibaba, forma parte de la élite de importantes personalidades de la empresa privada que han ingresado al partido, que actualmente tiene 89 millones de afiliados, lo que representa el 7% de la población.

Dicho sea de paso, tal vez resulte interesante para los empresarios saber que China, según un estudio del banco Credit Suisse, “ya ha desbancado a Estados Unidos como el país del mundo con más multimillonarios. Entre el 10% más pudiente de la población global —que acumula el 82% de toda la riqueza del planeta—, cerca de 100 millones de personas tienen nacionalidad de la República Popular China, frente a 99 millones de ricos con pasaporte estadounidense”.

Nota relacionada El modelo económico chino ¿El futuro de la humanidad? (parte 1)

Cabe mencionar que, aunque no existe duda de que el Partido Comunista chino tiene el monopolio del poder, funcionan también otros ocho partidos, llamados “democráticos”, que ya existían antes del triunfo de la revolución, pero que se sumaron a ella y aceptaron la dirección de los comunistas. Estos partidos, de acuerdo con la información oficial, “en vez de ser partidos de oposición o fuera del gobierno, participan en las consultas sobre la elaboración de las políticas y principios estatales de importancia cardinal, sobre los candidatos a dirigentes estatales, y toman parte en la administración de los asuntos estatales y en la formulación y aplicación de los principios, políticas, leyes y reglamentos legales del Estado”.

Tal vez sirva para entender un poco más la forma de gobierno de China, mencionar la absoluta creencia de este pueblo en que su país no es, propiamente, un “estado-nación”, a semejanza de los de la casi totalidad del resto del mundo, sino, más bien, un “estadocivilización”, o un “estado-sistema”, en lo que coincide Kissinger: “Estados Unidos y China – dice- no han sido tanto estados-nación como expresiones continentales de identidades culturales”.

Y lo mismo puede decirse del partido comunista, que tampoco es conceptuado, propiamente, como un partido político a la usanza de Occidente, sino como una institución pública fundamental de orden político, en forma muy similar al carácter especial de máxima jerarquía que en nuestros países le atribuimos a la Constitución de la República.  

De acuerdo con el famoso constitucionalista alemán, Carl Schmitt, la dictadura del proletariado que implantó la Unión Soviética en 1917, que sirvió de modelo al partido comunista chino más de treinta años después, se enmarcaría en las que denomina “dictaduras de transición”, esto es, las que se instauran para obtener un fin superior. En el caso soviético, esta finalidad, basada en una concepción económica de la historia, no era otra que la sociedad comunista, alcanzada la cual, aquella desaparecería. Carl Schmitt la define así:

“Al Estado propio se le llama dictadura en su conjunto, porque significa un instrumento de transición, que efectúa él, a una situación justa, pero su justificación descansa en una norma que ya no es meramente política ni jurídico-constitucional positiva, sino filosófico-histórica.

Recuérdese que el concepto de dictadura nace en la antigua Roma y fue concebido, justamente, como estado de excepción cuando la república corría grandes peligros. Para Carl Schmitt, las dictaduras que no persiguen un objetivo supremo ni siquiera merecen tal nombre, las califica despectivamente de “despotismos”. Justo como los que hemos tenido, y seguimos teniendo en América Latina a lo largo de toda nuestra historia. Leámoslo:

“Una dictadura que no se hace dependiente de un resultado a alcanzar, correspondiente a una representación normativa, pero concreta, que según esto no tiene por fin hacerse a sí misma superflua, es un despotismo cualquiera”.

Para los chinos, siendo que el partido comunista es policlasista, no cabe hablar propiamente de dictadura, en el sentido marxista, por cuanto esta solo se concibe de una clase social sobre otra, como era la del proletariado sobre la burguesía en la Unión Soviética y como, en igual forma, acontecía en China antes de la reforma de Deng Xiao Ping. En la actualidad, por consiguiente, para los chinos se trataría de una democracia, más centralizada y con una diferente forma de consulta a la voluntad popular, muy diferente, si se quiere, de la occidental, pero democracia al fin. O quizás no sea ni una ni otra y sea necesario revisar una vez más el concepto histórico de nuestra democracia. Recordemos que la originaria, la ateniense, excluía al noventa por ciento de la población, compuesta por trabajadores, campesinos, esclavos y mujeres.

Como quiera calificársele, el sistema político chino, no cabe duda que ha sido idóneo para la consecución de los grandes proyectos estratégicos económicos, sociales y políticos que se ha propuesto China, pues le asegura el apoyo, o más bien, el control casi total de su población, como muy pocos países del mundo lo han tenido, lo que, particularmente en política exterior, le permite un alto margen de acción, también único entre las grandes potencias, para lidiar con las siempre cambiantes circunstancias internacionales, sobre todo, en la época de un presidente norteamericano tan impredecible como Donald Trump.

Una evidencia de lo anterior lo hallamos en el novedoso proyecto que China ha emprendido de identificación facial basado en la inteligencia artificial con el uso masivo de cámaras y anteojos especiales que, en combinación con una gigantesca base de datos, permite, entre varios otros usos, detectar delincuentes y encontrar personas desaparecidas, sin importar el cambio de rostro por los años transcurridos y aun si lo llevan cubierto. La tecnología en cuestión también es utilizada para verificar el comportamiento de la población con el fin de premiar la buena conducta y sancionar, en forma temporal, a quienes transgreden los convencionalismos sociales y hasta las buenas costumbres.  

Esta vigilancia ciudadana, como era inevitable, ha generado gran controversia y crítica, especialmente en Estados Unidos, por parte de los que consideran que violenta derechos humanos, en especial, los que tienen que ver con la privacidad de las personas, sin contar que también puede ser empleada para fines políticos. El 9 de octubre de 2019, el Departamento de Comercio norteamericano incluyó 28 entidades chinas de tecnología de reconocimiento facial en su lista negra tras acusarlas de violar los derechos humanos al ser empleada para vigilar los uighur y otras minorías musulmanas en la región de Xinjiang.

Nótese que, aparte de los obvios riesgos políticos, este programa podría conducir a resultados insospechados. En el mediano y largo plazo, por ejemplo, se podrían provocar cambios de patrones culturales en la sociedad china -o en cualquiera otra- verdaderamente revolucionarios que podrían volver realidad el viejo sueño de religiosos, moralistas y humanistas de forjar buenos ciudadanos, no ya con vanas y hasta hipócritas prédicas, sino mediante la aplicación de una inteligente y eficaz coerción.

Una mención aparte merece las denuncias de violaciones a los derechos humanos en China, particularmente de la libertad de expresión y de los derechos de las minorías étnicas que existen en el país, en total 55, de las cuales 18 tienen un número superior al millón de personas. El gobierno chino, por su lado, aboga en las Naciones Unidas porque se amplíe su definición para incorporar los derechos económicos, sociales y políticos, pero acordes con la cultura nacional y el nivel de desarrollo de cada país. En otras palabras, porque se adopte un concepto más universal de estos derechos que el acuñado en Occidente, que tome en cuenta las tradiciones e idiosincrasia del resto del mundo y, por supuesto, de los pueblos de Oriente.

El tema es complejo, pero tal vez pueda concluirse en que los chinos son muy poco tolerantes con las manifestaciones que, de algún modo, contrarían sus objetivos estratégicos nacionales e internacionales o que se considere que, directa o indirectamente, sirven a los enemigos de su modelo político y económico. Y tampoco puede desconocerse que, en las críticas de las potencias de Occidente, tan transgresoras de los derechos humanas como cualquiera, con mucha frecuencia hay un fuerte componente político.

Muchos pudieran pensar que el dominio del gobierno chino sobre sus ciudadanos no es tan efectivo como he dicho antes, ello a la luz de dos sucesos de gran repercusión mundial: el primero, la “Revuelta de la Plaza de Tiananmén” en 1989, en tiempos del propio Deng Xiao Ping, que se saldó con un elevado número de muertos. Y el segundo, las grandes manifestaciones populares que ahora mismo están teniendo lugar en Hong Kong en protesta por las medidas tomadas por el gobierno, que los hongkoneses ven como infracción de los tratados firmados con Inglaterra que garantizan una determinada autonomía de la isla hasta el año 2047, en que pasará bajo la jurisdicción plena de China.

En el primer caso, me voy a limitar a reproducir, siempre tomadas de su libro “China” y con algunas notas explicativas mías, las más destacadas observaciones y la conclusión final de Henry Kissinger sobre Tiananmén, quien coloca en la raíz del descontento popular que condujo a las protestas, paradójicamente, el notable éxito que estaban teniendo las reformas de Den Xiao Ping y, concretamente, las expectativas que despertó en la población:

“En el ámbito popular, la reforma económica había abierto expectativas a los chinos sobre el aumento del nivel de vida y de las libertades personales, aunque al mismo tiempo creaba tensiones y malestar, que muchos creían que solo podían solucionarse con un sistema político más abierto y participativo”.

En algún momento, continúa Kissinger, el reclamo popular, principalmente de estudiantes, comenzó a salirse de cauce. En buena medida, por culpa de la división que surgió en el gobierno y en el Partido Comunista sobre la mejor manera de enfrentar la crisis y por las vacilaciones en que cayeron sus líderes por varias semanas antes de tomar la decisión definitiva:

“Las revueltas suelen alcanzar su punto álgido cuando las cosas escapan al control de los actores principales, que se convierten en personajes de una obra cuyo guion ya no dominan. Para Deng, las protestas despertaron de nuevo el miedo histórico de los chinos al caos y el recuerdo de la Revolución Cultural, independientemente de los objetivos manifestados por quienes protestaban”.

Los manifestantes, agrega Kissinger, consciente o inconscientemente, provocaron la reacción apresurada del gobierno con la ocupación de la Plaza de Tiananmén, la más importante del país:

“El malestar de los estudiantes empezó a plasmarse como una petición de poner remedio a unos agravios específicos. De todas formas, la ocupación de la principal plaza de un país, aunque se haga de forma totalmente pacífica, es también una táctica para demostrar la impotencia del gobierno, para debilitarlo y para provocarlo a que emprenda acciones precipitadas y se sitúe así en una posición de desventaja”.

Kissinger transcribe literalmente lo que en persona le expresó Den Xiao Ping en la visita semiprivada que hizo a China inmediatamente después de los acontecimientos, que, como puede apreciarse, contiene una advertencia acerca del grave peligro que se corría si sus dirigentes no hubieran reaccionado como lo hicieron:

“El caos puede llegar de la noche a la mañana. No será fácil mantener el orden y la tranquilidad. Si el gobierno chino no hubiera adoptado unas medidas determinadas en Tiananmén, en China habría estallado una guerra civil. Y teniendo en cuenta que aquí vive una quinta parte de la población del planeta, la inestabilidad habría provocado inestabilidad en el mundo, lo que podría haber implicado incluso a las grandes potencias”.

Y la conclusión de Kissenger no puede ser más clara. Justifica sin ambages la decisión de reprimir las protestas:

“En Tiananmén, los líderes chinos habían optado por la estabilidad política. La habían llevado a cabo con timidez después de casi seis semanas de controversia interna”.

En cuanto a Hong Kong, debe tomarse en cuenta que para China nunca ha dejado de ser parte inseparable de su territorio. Sin olvidar que Inglaterra se la arrebató por la fuerza en la década de los cuarenta del siglo XIX, por lo que los chinos solo llegaron a reconocer la administración, pero no la soberanía británica sobre la isla.

 Pero al margen de los antecedentes históricos, probablemente el problema principal se encuentre en un conflicto de identidad que, como tal, es mucho más complejo. Una mayoría 20 de 42 de hongkoneses ya no se consideran chinos, se sienten nada más hongkoneses. En una publicación de junio de 2015, de El Mundo DW, aparece la siguiente información:

“Desde la recuperación de la península, los políticos de ambos lados esperaban que los hongkoneses se fueran a acercar a la China continental. Sin embargo, parece haber una tendencia contraria. Según una encuesta de la Universidad de Hong Kong, el 67 por ciento dice sentirse en primer lugar hongkonés y solo el 33 por ciento afirmó sentirse chino. La identificación con China ha alcanzado su punto más bajo desde 2008”.

De ahí que los hongkoneses hayan reaccionado tan airadamente ante la ley que pretendía aprobar el gobierno de Hong Kong para permitir su extradición a la China continental que, aun después de haber sido retirada, sigue causando protestas. Los analistas occidentales coinciden, sin embargo, en que en el largo plazo el rechazo no tiene ninguna posibilidad de prosperar porque, afirman, las condiciones ya no son favorables como pudieron serlo antes. Leamos lo que al respecto sostiene el escritor y periodista español Jaime Santirso, corresponsal del periódico El País en Pekín, en un artículo publicado el 26 de agosto de este año 2019:

“El rumbo de los tiempos juega en contra de Hong Kong: cuanto más crece China, mayor es la sombra que se cierne sobre la excolonia. En los años de la transferencia, China era un país pobre. En 1993, Hong Kong representaba un 27% de su PIB. A partir de ahí comenzó una caída libre que ha reducido este número hasta menos del 3% el año pasado. “Hoy en día, la ciudad hace dinero gracias a los turistas chinos, la inversión y las empresas chinas. Al mismo tiempo, los núcleos urbanos chinos se han transformado: Pekín, Shanghái, Shenzhen o Cantón no tienen nada que envidiarle.

El contrato social chino no funcionará en Hong Kong”, concluye Lam con pesimismo. “La absorción total llegará antes de 2047, al final de la década de los treinta. El primer paso será aumentar la inmigración china. De los 7,5 millones de habitantes de Hong Kong, 1,8 son ciudadanos del continente. Esta cifra seguirá creciendo en los próximos años hasta los 3,5 millones, lo que alterará el tejido social. Es la misma solución que el Gobierno ha empleado en Xinjiang, donde los uigures ya no son mayoría, o en Tíbet. Al mismo tiempo, se producirá un éxodo masivo de ciudadanos hongkoneses hacia el extranjero. Las políticas serán cada vez más represivas. Hong Kong se convertirá en una ciudad china más”.

Repito que el sistema político con el que China dirige el modelo económico que tan buen resultado le ha dado difícilmente puede calificarse de democrático, al menos cotejándolo con el occidental. Pero, surge una interrogante: ¿habrían podido los chinos alcanzado el nivel de desarrollo que hoy tienen y, además, sacado de la pobreza a más de la mitad de su población, con una democracia de estilo occidental, con rotación en el poder de partidos políticos de signo contrario y con una economía totalmente capitalista y sin ningún control?

De otro lado ¿acaso la democracia occidental no está siendo también seriamente cuestionada?

En el número 23 de la prestigiosa revista Espiral de ciencias sociales de la Universidad de Guadalajara, de enero-abril del 2016, en un artículo titulado “Crisis de la democracia. Un recorrido por el debate de la teoría política contemporánea”, la politóloga venezolana residente en Estados Unidos, María Isabel Puerta Riera, citando al estadounidense Sheldon S. Wolin, 21 de 42 notable filósofo, politólogo y escritor de política contemporánea, quien fuera hasta su muerte profesor emérito en la Universidad de Princeton de Estados Unidos, escribe:

“En este sentido, Wolin considera que el problema de la democracia es que sucumbe a las redes corporativas en sectores organizados que representan los intereses de grupos que son protegidos por encima del pueblo. De una relación desigual, no puede menos que producirse la desafiliación, que no sólo es un rasgo del Estado postdemocrático, sino post-representativo (Wolin, 2004, p. 601). Al respecto, Wolin señala que la democracia (en referencia a la de los Estados Unidos) es efímera, en lugar de representar un sistema estable”.

Pero, además, la fragmentación del espectro político en una multiplicidad de partidos, muchos de exiguas minorías, está haciendo en Occidente cada vez más frecuente el surgimiento de regímenes extremadamente débiles, con mínimo respaldo popular, por lo que en muchas ocasiones los resultados de los comicios se atomizan tanto que impiden la formación de coaliciones para gobernar y los pueblos son obligados a concurrir una y otra vez a contiendas electorales. Y a menudo, tampoco las alianzas garantizan la estabilidad política, ello por las contradicciones de intereses y posiciones ideológicas que arrastran consigo los partidos que las integran, muchas veces insalvables.

Pero hay más. Movido por su irrefrenable afán de ganancia, el neoliberalismo ha llegado al extremo de vaciar el original contenido de valores políticos éticos y morales de la democracia para reemplazarlos por motivaciones básicamente mercantiles. En otros términos, la está convirtiendo en una mercancía más. Wendy Brown, filósofa y politóloga de la Universidad de Berkeley, afirma:

“La razón neoliberal, que actualmente es ubicua en el arte de gobernar y en el lugar de trabajo, en la jurisprudencia, la educación, la cultura y en una amplia gama de actividades cotidianas, está convirtiendo el carácter claramente político, el significado y la operación de los elementos constitutivos de la democracia en algo económico”.

En fin, por donde se la vea, la democracia en Occidente, sustentada en gobiernos neoliberales, o lo que es igual, manipulada por un capitalismo sin control, se ha precipitado en una crisis tan profunda que quizás sea irreversible. De hecho, está comenzando a negarse a sí misma. Qué otra cosa, si no, significa la insólita paradoja de que de elecciones democráticas estén surgiendo líderes francamente antidemocráticos, comenzando por el presidente Donald Trump de los mismos Estados Unidos que se consideran los mayores abanderados de la democracia.

  • Jorge Burgos
    Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. jorgeburgos@criterio.hn

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