Después de la barbarie en Támara: una apuesta para solucionar el problema en los centros penitenciarios

Por: Virginia Contreras* y Alex Navas*

(Ex Coordinadora de la División de Seguridad Pública de la MACCIH).

Alex Navas (Profesor Universitario de Ciencias Políticas y Derechos Humanos UNAH)

Fue el martes 20 de junio. Los medios de comunicación anunciaban un clima mayormente nublado, lo cual bajaría la temperatura en los alrededores de Tegucigalpa.  Buena noticia para las personas recluidas en la cárcel de Támara, quienes históricamente, aparte del calor, padecen de un grave hacinamiento y hasta de falta de agua en muchas oportunidades.

Nadie podía presagiar la tragedia que se produciría ese día, la cual enlutaría a muchos hogares hondureños. A las 8 de la mañana, y durante 25 minutos, un grupo de mujeres, pertenecientes a la “pandilla Barrio 18”, recluidas en la Penitenciaría Nacional Femenina de Adaptación Social (PNFAS),  anexo de la cárcel de Támara, a 25 kilómetros de la capital, salieron de sus celdas, se dirigieron hacia el sector en donde se encontraban recluidas otras mujeres y comenzaron a disparar hacia dentro, asesinando a 23 reclusas, hiriendo a otras y finalizando la faena prendiéndoles fuego al sector, ocasionando la muerte a otras 23 mujeres más que se encontraban allí recluidas. Si pudiéramos definir los hechos, diríamos que fue una operación comando, estratégicamente planificada, el cual demoraría lo suficiente para garantizar el cumplimiento de los objetivos de las agresoras, que no eran otros que asesinar a sus rivales. Ninguna otra conclusión puede inferirse cuando se conoce que las atacantes portaban armas de fuego, machetes y sustancias volátiles que garantizaban la propagación del fuego. Todo esto, a la vista de las autoridades que custodiaban el penal, y bajo la amenaza velada para las atacantes de la existencia de cámaras de video que se encargarían de recoger sus acciones, lo cual las comprometería legalmente, agregándole nuevos procesos penales a los ya existentes en su contra y por los cuales las mismas se encontraban detenidas.

La noticia ha dado la vuelta al mundo. Se habla de motín, de reyerta, de riña entre presidiarias, de sublevación contra el statu quo, pero nada de esto resulta creíble. Si bien apenas las investigaciones de dichos hechos comienzan, resulta difícil de creer que unas personas que selectivamente atacan a sus compañeras, las cuales se encontraban desarmadas, puedan hacer ver alguna otra circunstancia que no fuera una verdadera matanza. Una masacre que convirtió a Honduras en el centro de atención internacional. Tanto así, que, hasta el Papa Francisco, al finalizar el Ángelus en la Plaza San Pedro el pasado domingo, hizo referencia a tan lamentables hechos, orando por las almas de las víctimas.

Los hechos sangrientos en las cárceles de Honduras no son una novedad. El pasado mes de abril, a raíz de graves circunstancias de violencia en ciertas cárceles del país, la presidenta de la Republica Xiomara Castro, designo una junta interventora, para que con el apoyo del Instituto Penitenciario y la Policía Nacional se encargaran de “desmontar las estructuras criminales que operan en los centros penitenciarios”. Con esta designación terminaba la intervención de las Fuerzas Armadas, la cual fuera nombrada, en diciembre del 2019, para que en coordinación con la Fuerza de Seguridad Interinstitucional (FUSINA) administrara el sistema penitenciario. No obstante, tal y como lo establece el Decreto Ejecutivo número PCM 28-2023, del pasado 23 de junio, la Sra. presidenta de la República, además de ratificar el estado de emergencia del sistema penitenciario, suspendió la junta interventora designada hace unos pocos meses, devolviendo las facultades de administración del sistema penitenciario a las Fuerzas Armadas, por intermedio de la “Policía Militar del Orden Público de las Fuerzas Armadas de Honduras (PMOP), en calidad de Comisión Interventora del Sistema Penitenciario Nacional, por un periodo de un año”.

Los eventos narrados hasta el momento ameritan ciertas consideraciones que estimamos necesarias para entender la situación y atender la crisis planteada de la mejor manera posible. Por un lado, es evidente, y de ello se encargarán los órganos investigativos y judiciales, que los hechos producidos en el anexo femenino de Támara requieren de una exhaustiva investigación para determinar las responsabilidades penales, civiles y administrativas de todos los involucrados y desmontar los mecanismos de corrupción a lo interno de los Centros Penitenciarios. Nos referimos no solo a las acciones cometidas por las atacantes, sino a la participación de las autoridades, y/o civiles que facilitaron y permitieron, por acción o por omisión, la comisión de estos hechos. Sobre esto, los medios de comunicación han reseñado la intervención de las fuerzas militares, que suponemos estarían acompañadas por los organismos competentes para la investigación criminal, en donde han procedido a la inspección del centro penitenciario, encontrándose armas de fuego, entre ellas un fusil AR15, una mini Uzi, granadas de fragmentación, municiones, machetes, teléfonos móviles, enrutadores de internet y satelitales, entre otros accesorios tecnológicos.

Pero más allá de estas actividades que se encuentran desplegando las Fuerzas Armadas en los centros penitenciarios del país, vemos la responsabilidad otorgada mediante decreto presidencial a la Policía Militar de Orden Público para administrar en el sentido más amplio, al sistema penitenciario. Para ello, el mencionado decreto hace referencia, entre otros, al artículo 272 de la Constitución Nacional, referido a la función de la institución militar.

Tal y como allí lo establece la Carta Magna: “Las Fuerzas Armadas de Honduras, …Se Instituyen para defender la integridad territorial y la soberanía de la República, mantener la paz, el imperio de la Constitución, los principios del libre sufragio y la alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República…” (Art. 272 C.N). En otras palabras, y  como ha sido recogido por la doctrina y la jurisprudencia internacional, entre esta última, la Corte Inter-Americana de Derechos Humanos (CIDH), de la cual Honduras es parte por ser signataria de los convenios internacionales que vinculan la acción de la Corte con cada uno de los países miembros del sistema interamericano “…cuando se tiene la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad ciudadana, ésta debe de ser extraordinaria, de manera que toda intervención se encuentre justificada y resulte excepcional, temporal y restringida a lo estrictamente necesario en las circunstancias del caso; subordinada y complementaria a las fuerzas policiales civiles, regulada y fiscalizada.”(CIDH, 9/9/2022. # No. 201/22).

La referida decisión no dista mucho de lo establecido en la propia Constitución nacional, en el sentido de reconocer de manera excepcional, temporal y en forma de “cooperación” (Arts. 272 y 274 CN) las funciones de las Fuerzas Armadas, dado que han sido capacitadas para actividades de seguridad nacional, entiéndase, enfrentar a los agentes que atentan y amenazan al Estado.

Tal y como es por todos conocido, la situación carcelaria del país, e incluso de la mayoría de los países del continente, resulta una verdadera crisis. A la falta de estructuras físicas adecuadas, modernas y hasta humanas para albergar a la población penitenciaria, se le agrega la existencia de procesos penales interminables que impiden la aplicación de una política penitenciaria eficiente, que garantice la seguridad de la sociedad y sirva para la reeducación del privado de libertad. Si a esto le sumamos la situación personal de cada uno de los ciudadanos que se encuentran recluidos en nuestras cárceles, en donde hacen vida común la desesperación, la frustración, la ausencia de sus afectos, la preocupación por el mañana, y hasta problemas graves de drogadicción, entre muchos otros, podremos entender que en las cárceles no trabaja todo el mundo. Esto, sin contar los grupos del crimen organizado, y de narcotraficantes que allí se encuentran, así como la corrupción que abunda como el peor de los virus en todos sus rincones. En otras palabras, que para trabajar en los centros penales se requiere no solo la obligación de cumplir una orden, o las buenas intenciones, sino un conocimiento profundo sobre la conducta humana; y más aún, la conducta criminal. De tal modo, que cuando vemos el retorno de la administración carcelaria a las fuerzas militares, lo primero que nos viene a la mente preguntarnos es si las Fuerzas Armadas de Honduras están capacitadas para dirigir y administrar el sistema penitenciario, y de ser positiva la respuesta, ¿bajo qué costo?

Es obvio que frente a una situación de violencia “algún organismo” debe intervenir para mitigarla. No obstante, una cosa es solicitar el apoyo de toda la institucionalidad para evitar el auge de la violencia carcelaria, y otra muy distinta es requerir de estas “Alcanzar la normalización y correcto funcionamiento de los Centros Penitenciarios; b) Presentar a la Presidenta de la República en un plazo no mayor a noventa (90) días, un Plan Operativo Preliminar y en un plazo no mayor de seis (6) meses, un Plan Operativo General (Plan Estratégico Institucional), los cuales deben contemplar la restructuración del Sistema Penitenciario Nacional y sus líneas de tiempo…”(Art. 3.- Decreto Ejecutivo PCM 28-2023).

Sin ánimo de transmitir pesimismo, tales obligaciones impuestas a las fuerzas militares del país resultan prácticamente de imposible cumplimiento, entre otras cosas porque la institución militar tiene algunas falencias en conocimientos, formación, cultura y experticia para encargarse de liderar y resolver un problema que, como el penitenciario, tiene más de varias décadas de existencia.  Por tal razón, señalamos algunos puntos que pueden ser de utilidad para la nueva gestión penitenciaria:   

Existe una idea generalizada respecto a dos conceptos fundamentales en este tema. Uno, referido a las llamadas “cárceles de máxima seguridad”, y otro, respecto a la naturaleza del “sistema de clasificación de presos”.

Toda persona sometida a la justicia penal debería ser juzgada en libertad, y solo excepcionalmente, privada de esta. De allí, que la función principal de la cárcel, que no el sistema penitenciario, es la de garantizar que el reo no se fugue, ni atente contra la seguridad de los presentes. Por tanto, técnicamente hablando, todas las cárceles deberían ser de máxima seguridad, en el sentido de que todas, y no unas cuantas, deben impedir la fuga del detenido y las acciones criminales de este en prisión. Esta circunstancia no resulta un mero problema de lingüística, al verificar que cada vez que se produce un hecho de violencia carcelaria, la medida a aplicar sea fundamentalmente el traslado de los organizadores de tales hechos hacia una cárcel que, a juicio de las autoridades, representa esa máxima seguridad, como si solo la mera presencia física en otro lugar resolviera el problema. La práctica ha demostrado que la situación no solo no se resuelve, sino que la crisis se traslada, contagiando a otros centros penales que en principio carecían de tales amenazas, por lo menos en esa magnitud. Por ende, muchas veces lo recomendable sea evitar el traslado del detenido (que en muchas oportunidades eso es lo que ha estado buscando), manteniéndolo en el mismo lugar en donde ha permanecido, procurando más bien el beneficiar con posibles traslados, a aquellas personas que estando en prisión han sostenido una buena conducta y cuyas vidas pudieran verse amenazadas por las acciones de aquellos. Aquí quisiéramos dirigir la atención hacia una situación a considerar.

Tal y como ha sido referido por algunos medios de comunicación del país, existe parcialmente terminado un módulo de máxima seguridad, anexo a la Penitenciaría Nacional Femenina de Adaptación Social (PNFAS), proyectado inicialmente para recibir a internas de alta peligrosidad. Este proyecto resulta similar al de Santa Bárbara y La Tolva (Morocelí, El Paraíso). Su construcción había comenzado en el 2021. La terminación de este pequeño anexo, en las circunstancias presentes, resultaría de un verdadero reto para atender, no necesariamente a las detenidas que pudieran resultar de alta peligrosidad para sus compañeras, como acabamos de apreciar en la matanza actual, sino incluso podría ser reevaluado, para que, en vez de hospedar a personas de reconocida peligrosidad, con las modificaciones del caso, pudieran ser habilitadas para recibir a mujeres de buena conducta, con problemas de salud, de estigmatización, o cualquier circunstancia no atribuibles a ellas.

En lo que respecta a la obligación de aplicación de un sistema de clasificación de presos, se hace necesario destacar la verdadera razón de dicho procedimiento. No todas las personas detenidas representan la misma peligrosidad. El peligro que puedan revestir estas personas viene determinado por distintas circunstancias, entre ellas, el tipo de delito cometido y la manera en que este se produjo, la capacidad para generar violencia en prisión y la posibilidad de ejercer un liderazgo negativo frente a sus compañeros de reclusión, entre otras.  El objeto de la distribución de la población reclusa en base a estos criterios obedece, no a la posibilidad de segregarlos de la población penitenciaria, apartándolos de cualquier medida de reeducación en determinados establecimientos penales. El ubicar al reo dentro de algún parámetro de conducta, de menor o mayor grado de peligrosidad, contribuye a facilitarle las medidas de socialización específicas que generen en el sujeto una reacción positiva que le permita mejorar en su conducta tanto durante su reclusión, como cuando recupere su libertad. Esto significa que la clasificación del reo determina no necesariamente su lugar de reclusión, sino la estrategia que deberá aplicarse a este en comparación con otras personas consideradas de menor peligro o riesgo. Por ende, esta función no puede ser ejecutada por cualquiera.

Lamentablemente, la práctica ha demostrado que, en la mayoría de los casos, los gobiernos suelen hacer esta distinción de conducta con la idea de separar de la aplicación de políticas de reeducación a aquellas personas que a su juicio representan un daño para la sociedad. En este caso, como puede apreciarse en países vecinos, la estrategia se dirige hacia la construcción de mega cárceles, en donde se abandona al preso y se le reagrupa con sus pares cuya conducta podría aparentar ser similar, facilitando un efecto contrario, en donde el preso se encuentra bajo su zona de confort, rodeado de sus amigos y compañeros de delitos. El resultado es una bomba de tiempo que en alguna oportunidad tendera a explotar, y que más que cohibir al reo, se le estimula a la creación de un gran ejército de delincuentes bajo el liderazgo del más fuerte. De allí, la necesidad de atender a la política de clasificación de la población penitenciaria, no solo con elementos objetivos de peligrosidad, sino bajo la estrategia de disminuir en el reo su capacidad de liderazgo frente a sus compañeros de cárcel. Esto se logra, no agrupando a la población penal entre grupos de mayor peligrosidad exclusivamente, sino evaluando, caso por caso, a quienes pudieran representar ese mayor riesgo, trasladándolos a cárceles en donde el detenido carezca de liderazgo o este se encuentre diluido entre sus pares. 

La situación penitenciaria de Honduras representa un desafío para las autoridades y para la sociedad en general. El problema no radica en la existencia de retos que a veces parecieran barreras infranqueables, sino en la posibilidad de superarlos con inteligencia y voluntad política. Nada es imposible, lo que es importante es saber cómo empezar.

*Virginia Contreras (Ex Coordinadora de la División de Seguridad Pública de la MACCIH).

*Alex Navas (Profesor Universitario de Ciencias Políticas y Derechos Humanos UNAH)

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