Por: Katharina Pistor
Foto: handelsblatt.com
NUEVA YORK – Aunque mucho se debate sobre el rol apropiado del gobierno en la sociedad, pocos cuestionarían que la aplicación de la ley cae dentro de la órbita del estado. Pero los gobiernos, cada vez más, hacen la vista gorda a la aplicación de las leyes contra los delitos más lucrativos del mundo: el fraude, la malversación de fondos, la evasión impositiva, los sobornos y el lavado de dinero cometidos por gente de buen pasar.
En parte, este incumplimiento se puede atribuir a una falta de recursos. Las autoridades encargadas de aplicar la ley muchas veces no están a la altura de las técnicas sofisticadas de los delincuentes de cuello blanco, que se perpetran con la asistencia de abogados y contadores bien remunerados. Pero el mayor problema es que, cada vez más, los esfuerzos de cumplimiento de la ley no están dirigidos a los delincuentes sino a los periodistas que intentan descubrir sus delitos.
Consideremos el caso de Wirecard, el procesador de pagos y proveedor de servicios financieros alemán. La empresa, hasta hace poco una predilecta de los inversores, resultó ser uno de los mayores fraudes en la historia de posguerra de Alemania. En un clásico esquema Ponzi, la compañía dijo haber depositado dinero en el exterior que nunca existió. Como con los escándalos de Enron y Bernie Madoff, los contadores, abogados y reguladores que supuestamente debían salvaguardar la integridad del sistema financiero fueron cómplices. Además de no cumplir en absoluto con su trabajo, apuntaron sus armas contras los periodistas que intentaron exponer el fraude.
Por ejemplo, el regulador financiero de Alemania, BaFin, llegó a presentar una demanda penal en abril de 2019 contra Dan McCrum y Stefanía Palma, dos periodistas del Financial Times que investigaban las prácticas y los reportes falsos de Wirecard. La procuración de Múnich no cerró su investigación contra McCrum y Palma hasta el 3 de septiembre de este año, más de dos meses después de que Wirecard ya había sido forzada a la quiebra y de que su CEO, Markus Braun, ya estaba preso a la espera de una investigación criminal completa. Aparentemente, la información engañosa que la compañía y sus agentes contratados presentaron ante los reguladores fue considerada más creíble que los informes de los periodistas que trabajaban para una de las publicaciones financieras más respetadas del mundo.
Éste no es un caso aislado. Si bien el fraude, la malversación de fondos, la evasión impositiva y el lavado de dinero siguen siendo considerados delitos en la mayoría de los países, su control está declinando a pasos acelerados, y en ningún lugar más que en Estados Unidos en la presidencia de Donald Trump. Como documenta mi colega John C. Coffee, de la Facultad de Derecho de Columbia, en su nuevo libro Corporate Crime and Punishment: The Crisis of Underenforcement, las acciones de aplicación de la ley contra las corporaciones cayeron un 76% en comparación con la era de Obama, y un 26-30% en el caso de los delitos de cuello blanco en general. Al ritmo actual, no pasará mucho tiempo para que los delitos financieros sean encubiertos por completo.
Algunos podrían decir que este control no merece el esfuerzo. En un artículo titulado en referencia a la famosa novela de Fiódor Dostoyevski “Crimen y castigo: un abordaje económico”, el difunto economista y premio Nobel Gary Becker (uno de los fundadores del campo del derecho y la economía) sostenía que la cuestión clave para la aplicación de la ley no tiene tanto que ver con la moralidad como con los costos y beneficios. Como la aplicación de la ley en sí misma tiene un costo, Becker preguntaba: “¿cuántos recursos y cuánto castigo deberían utilizarse para aplicar diferentes tipos de legislación… cuántos delitos deberían permitirse y cuántos delincuentes deberían quedar sin castigo?”
Estas cuestiones normativas, sostenía, deberían estar determinadas por la “pérdida social” neta; vale decir, la diferencia entre los perjuicios a la sociedad y los beneficios para los criminales. Según este razonamiento, se desprende que cuanto mayores los beneficios para los delincuentes, más probabilidades de que contrarrestaran la pérdida social, especialmente a la luz de los altos costos de monitorear los delitos de cuello blanco.
Las agencias de aplicación de la ley en Estados Unidos y otras partes parecen haber escuchado el consejo de Becker. En lugar de combatir los delitos que son lucrativos para los delincuentes pero costosos para detectar, han dirigido sus recursos limitados contra quienes intentan descubrir esos delitos y la complicidad del estado en ellos.
En consecuencia, cuando la Red de Control de Delitos Financieros (FinCEN) supo que el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ) estaba a punto de informar sobre miles de Reportes de Actividad Sospechosa (SAR) sin responder que habían sido presentados ante la agencia, emitió un comunicado advirtiendo que la publicación no autorizada de documentos que pudieran poner en peligro la seguridad nacional constituye un delito. El Departamento de Justicia, agregó la agencia, ya había sido notificado.
Sin dejarse intimidar, el ICIJ difundió su exposición sobre los “Archivos de la FinCEN” el 20 de septiembre, detallando cómo grandes bancos globales –entre ellos JPMorgan Chase, HSBC, Standard Chartered y Deutsche Bank- presentaban un SAR tras otro y, al mismo tiempo, seguían beneficiándose con las actividades de clientes sospechosos que estaban desplazando miles de millones, si no billones, de dólares.
Según la ley actual, presentar un SAR no exige que un banco deje de brindar servicios al cliente en cuestión, pero debería al menos encender una señal de alarma dentro de la institución. No lo hizo. Por el contrario, los bancos mantuvieron el rumbo y siguieron sumergiendo en papelerío a 267 agentes mal pagos y excedidos de trabajo de la FinCEN. Entretanto, “vigilantes del mercado” contratados ganaban más desviando las investigaciones de sus clientes que monitoreando sus actividades. Los asesores legales y los contadores de Wirecard aparentemente embolsaron en conjunto 120 millones de libras (150 millones de dólares) por año antes de la liquidación de la compañía.
Los archivos de la FinCEN no tienen todos los detalles dramáticos de la bomba de los “Panama Papers” de 2016 del ICIJ, que reveló una evasión impositiva descarada por parte de estrellas del deporte y políticos prominentes, cometida con la ayuda de la firma legal panameña Mossack Fonseca. De hecho, gran parte de lo que contienen los archivos de la FinCEN ya se conocía desde hace un tiempo. Tal vez ésta sea la razón por la que la noticia se reciba con indiferencia –Cuanto más cambian las cosas…, como dicen los franceses.
Pero aún si el comportamiento escandaloso de parte de los grandes bancos no es nada nuevo, todos deberíamos estar profundamente preocupados por la complicidad de los vigilantes y de las autoridades de cumplimiento de la ley en delitos altamente lucrativos. No sólo le han dado la espalda a la ilegalidad descarada; han demostrado que están más que dispuestos a amordazar a la prensa libre en el proceso.
Katharina Pistor, profesora de Derecho Comparativo en la Facultad de Derecho de Columbia, es la autora de The Code of Capital: How the Law Creates Wealth and Inequality.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas