Por: Guillermo Serrano
Fue Coronado. Después de esperar décadas, a la espera que la reina -su madre- abdicara o pasara a mejor vida. Y finalmente se cumplió su fantasía de ser rey. Y parece que a sus súbditos les parece bien tener a su rey y a sus descendientes, que les cuesta unos 100 millones de dólares al año.
A la multitud, que se agolpó en Londres para ver pasar a su rey y la comitiva que le acompañaba, no le importó el frío o la lluvia que cayó todo el día. Era la fiesta y el espectáculo que no se querían perder.
Parece, de todos modos, un evento que se asemeja a las películas, por las vestimentas, el boato, los cánticos religiosos, donde se mezcla la realidad con la fantasía.
¿Es necesario todo eso, ante la falta de poder que puede tener la monarquía en ese país?
Dejemos que sea el periodista Carlos Manfroni, del periódico La Nación, quien nos ilustre y nos informe sobre detalles que no conocemos, a este lado del mundo:
“Gran Bretaña necesita reafirmar su identidad occidental frente a las sorprendentes oleadas de inmigrantes procedentes de países del mundo islámico. No hay comercio, restaurante, vagón de subte, de tren o de bus donde no se vea una asombrosa proporción de mujeres con velos que van desde la hiyab hasta el mayor rigor del chador. Sus esposos ocupan posiciones en toda la comunidad: el gobierno, los bancos, comercios minoristas y de servicios, pero sobre todo hay grandes inversores con dinero de variada procedencia.
¿Entonces la monarquía es mejor para todos? No lo parece. La democracia en los Estados Unidos –primera en el mundo moderno– deriva también de una convicción religiosa, que es la del “hombre del pacto”, propia de los puritanos que huyeron a América perseguidos por los anglicanos.
La pujanza de una sociedad que cree firmemente en el pacto es lo que afirma allí la identidad de la nación y, a su vez, la resistencia permanente del pueblo frente al gobierno, lo que fortalece a la comunidad y sus instituciones intermedias. Los pioneros del territorio angloamericano no quisieron rey, en consonancia con el sentido de una alianza en la que “solo Cristo reina”.
Son formas diferentes –casi opuestas– de afirmación de la propia identidad, en dos países que recibieron y reciben enormes oleadas migratorias.
Domingo 8 en la capital inglesa. Las familias salieron a las calles e instalaron allí largas mesas, de aproximadamente una cuadra de largo cada una, para compartir el almuerzo. No se conocen entre sí –al menos no todos–, pero el país está de fiesta por la coronación. Es una tradición que lleva el nombre de “gran almuerzo”, solo comparable, por su magnitud y la pasión que despierta, al Día de Acción de Gracias en los Estados Unidos. En ambos casos, una fiesta patriótica en la que se reúne la gran familia, y todos juntos, dan gracias a Dios por su nación”.
Nosotros, en el continente americano, nos liberamos de poderes monárquicos hace tres siglos y no deseamos pertenecer a un sistema donde una familia se eterniza en el poder y se lo pasan, unos a otros, como si se tratara de un pasatiempo.
Pero no le vamos a negar a los británicos su tradición y sus costumbres, como esperamos, que ellos tampoco interfieran con las nuestras, donde creemos y apoyamos nuestros sistemas democráticos, con sus imperfecciones y virtudes, como la mejor forma de gobierno político.
Mas de 20 millones de personas vieron por televisión la coronación de Carlos III. Nos imaginamos que alrededor del mundo hubo igual o mayor número de personas que suspiraron, creyendo por un instante que a sus países les haría bien tener un rey. Como lo dijo el poeta, los sueños, sueños son. Y confiamos que eso siga así, para los que desean soñar. Nosotros no nos contamos entre ellos.
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