Cuando la pobreza azota una población enferma

Por: Redacción CRITERIO
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Tegucigalpa. Por más guardias de seguridad que coloquen a la entrada del vetusto Hospital Escuela Universitario (HEU), siempre hay cómo entrar. Una sonrisa y hablar con aplomo basta para doblegar miradas y conductas militares. Se me olvidó el carné al salir de casa. Nada me hubiera costado regresarme a traerlo o haber contestado a lo militar al guardia de turno, porque a ellos se les formó para obedecer y para decir sí o no. Sé que ese no es mi estilo y opté por hablar con firmeza para entrar al hospital.

Ingresé. Eso era lo que quería…

Me encontré con José Estrada, uno de los portavoces de este hospital. De pronto, trae a la mente varios recuerdos, como el incidente de la Feria del Agricultor, que ha dejado 10 personas muertas. Faltaban medicinas para controlar fallas orgánicas de los pacientes. Otros fallecieron porque la condición en que se encontraban les comprometía la vida. «Cuando nos avisaron que hubo un incendio en la Feria del Agricultor y que venían muchas personas con quemaduras de diferentes grados nos alarmamos, el hospital entro en un caos, el personal corriendo de un lado a otro, de inmediato nos pusimos a colaborar en todo lo posible, ese día atendí a muchos colegas periodistas, para darles información». Ese día –viernes 20 de febrero–, tan trágico para todos, el hospital había recibido a más de 70 personas con quemaduras de grado II y III, el más grave, las víctimas fueron trasladadas en unidades de la Cruz Roja y Cuerpo de Bomberos a los hospitales disponibles, algunos privados. Otra vez, queda confirmado que el sistema sanitario es nefasto, cansa repetirlo, pero es cierto.

Las salas son insuficientes; no hay equipo médico quirúrgico y medicamentos. En teoría, son importantes para una óptima asistencia médica. En Honduras es mucho pedir. Cansa repetir que el hospital no tiene capacidad de recibir a tantas personas heridas, los días transcurrieron y los familiares denunciaron a través que tenían que comprar los medicamentos, que no había atención. Pasar

Ya han pasado casi dos meses de ese viernes oscuro, hago la cuenta mentalmente mientras José Meza me relata el suceso. Nos encontramos sentados en una banca cerca del pasillo de la sala de ginecología, donde hay varias mujeres esperando su turno para ser atendidas, todas en tranquilidad y cada una hundida en sus pensamientos. Me percato que hay tres jovencitas embarazadas, en la línea contraria de la banca, sus rostros delatan su juventud, la mirada confundida y cansada. Una de ellas ya tiene avanzado su preñez, tiene su brazo apoyado en su barriga ya pronunciada. En ese instante una mujer un poco robusta, de tez trigueña, se acerca, camina con paciencia porque tiene el pie vendado, saluda a José y le comenta que ahora la cesárea está más cara, que su costo es de setecientos lempiras; él le responde que en el Hospital San Felipe cuesta mil lempiras. Ella hace un gesto de asombro y se acomoda el cabello, se despide y abre una puerta.

Recorro los pasillos del hospital con José. Me explica que hay áreas donde no se puede entrar, porque ahora es mas estricto, que las cosas han cambiado, por cuestiones de seguridad, han habido robos de bebés, asaltos, hasta los pandilleros han entrado para venir a ver a sus compinches u otras razones. También hay algunas zonas están restringidas, por contagio, o por la salud del paciente. Le pregunto como hacen los familiares de los pacientes, para poder estar con ellos, en caso que necesiten algo “tienen que sacar un permiso para quedarse a dormir, los guardias lo exigen en el momento de inspección, si no lo tienen los sacan, también existe un lugar, que esta saliendo del hospital donde se pueden quedar, les dan comida y aseo personal, pero tienen que cumplir ciertas reglas”. Avanzamos por diferentes áreas, el andar de José es rápido, lo cual impide observar detalladamente todo el entorno. Llegamos a la sala de odontología, donde se encuentran varios médicos, no estoy muy segura si están jóvenes, ya que sólo se les pueden ver sus ojos y brazos porque están cubiertos de pies a cabeza. Trabajan con esmero en sus pacientes, uno de ellos está con una joven, el ruido del pequeño taladro me llama la atención y me fijo en el gesto de ella, que casi puede soportar mientras el doctor está enfocado en su boca.

Saliendo de las áreas donde se permiten visitantes, pude notar que en los pasillos no había ningún caos, todo estaba quieto y silencioso, debe ser por la falta de pacientes o la hora. Adentro se puede sentir el calor del mediodía, son las 12:30, José se retira para almorzar. Continúo sola, para ver más. Llego al auditorio del hospital donde varias enfermeras y enfermeros tienen una reunión, discuten sobre el nuevo reglamento interno y de como han cambiado las cosas, una dirigente manifiesta que antes se les asignaba el uniforme y ahora se los tienen que costear, “el objetivo es que la enfermera del Hospital Escuela sea la más actualizada, se aplicará una encuesta que según los resultados se buscaran las estrategias”, hay una cifra de 500 enfermeras desempleadas y las que están trabajando tienen que pelear para que se les de su sueldo e incluso implementos se trabajo.

Después de escuchar un rato a las enfermeras, caminé por un pasillo sin saber adónde conducía. Observo unas escaleras, hay un guardia custodiándola pero esta con una fila de gente, les pide permisos. Aprovecho su distracción y subo las gradas. Por casualidad me encuentro en Sala de Quemados, hay una fila de personas sentadas esperando. Al fondo, una farmacia, me siento en una banca, y al lado hay una pareja de señores, en ese momento pasan dos mujeres jalando un coche con unas cajas grandes de medicinas se dirigen a la farmacia, la señora observa y dice en voz alta “y siempre dicen que no hay, a uno se les hace comprar», las personas llegaban con las recetas, de tres medicamentos que requerían y les daban uno o dos; el otro tenían que comprarlo.

Me dirijo hacia la sala de emergencia es imposible llegar por dentro, porque hay guardias en cada escalera de los pasillos. Afuera está fresco y hay más luz. Me llama la atención un colchón que esta tirado en un pasillo cerca del estacionamiento antes de llegar al portón de emergencia cuatro. Me acerco y hay dos jóvenes, están agachados y comen sopas instantáneas, me permiten acompañarlos.

Orlin Hernández es el nombre de uno de ellos y tiene 22 años, y el otro es Carlos de 10 años. Orlin dice que el colchón y una bolsa negra son sus pertenencias, se pone de pie. Es bajito y muy delgado. “Es que allí duermo en aquel palo”, señala un pequeño árbol, el cual sus hojas dan suficiente sombra, hay cartones tirados a su alrededor, y tres personas están sentadas platicando. “Nos quedamos durmiendo, acá porque la mamá de mi mujer está enferma, tiene los riñones ‘picaditos’ y está a punto de morir. En el hospital de Comayagua nos dijeron eso y la trajimos para acá; todavía esta con vida, aunque es complicado que lo dejen entrar a uno, ya tengo tres días de estar acá, mi mujer es quien está con ella”.

–¿Y les piden algún permiso para quedarse a dormir?, –le pregunto.
–¡Qué van a estar pidiendo si hasta ladrones duermen acá! El mismo que está allí parado en el palo nos dijo “acá no
confíen en nadie, sólo en ustedes mismos”, a muchos les ha pasado que los llevan por los pasillos y allí mismo
les quitan las cosas, –me responde.

Carlos saborea la sopa y hace un gesto afirmando lo que dice Orlin. Se limpia el sudor de la frente, se le puede notar el rostro un poco sucio, es tan pequeño e inocente.
–¿Son hermanos?
–No, –responde, calla un momento y vuelve a hablar–. Ando solo, mi abuela, está bien mal y no me han dejado verla,
tengo una semana de estar acá y me vine desde Choluteca.
–¿Cómo te alimentás y te aseás?
–Pido a la gente que me den comida; para asearme voy al baño de acá, pero los guardias son bien malos, no lo
dejan a uno, imagínese una semana y nadie me deja ver a mi abuela.

Según Orlin, los guardias del hospital maltratan a los familiares de pacientes; se aprovechan de algunas situaciones. El tiempo que han pasado en el hospital –cuentan– han visto a gente comprar medicamentos, que casi nunca hay.
En medio de la plática se acercan tres mujeres jóvenes y un muchacho, una de ellas se dirige a Carlos, y le dice que vienen por él, porque un tío los mandó a traer. Me puse a pensar cómo era posible que un niño de 10 años solo, con tanto peligro, velando por su abuela y nadie le brinda ayuda. Casi llora porque no quería irse sin ver a su abuela, intervengo y les sugiero que hagan el intento que la mire, para que le avise que se marcha. Por suerte, entienden la tristeza y le brindan su apoyo. La entrada de la puerta de emergencias está cerrada, ya ningún familiar puede entrar sin permiso, y no permiten más de dos. Un guardia con la cara muy tosca ni presta atención cuando los familiares le ruegan para entrar, le muestran permisos, se hace el indiferente, sólo algunos logran pasar o los llaman por micrófono. En la ventanilla de vidrio de la puerta, se puede observar casi todo lo que pasa adentro, los doctores, caminan de un lado a otro, algunos toman datos de las personas ya penas se pueden ver los heridos.

Una mujer está apoyada cerca de la ventanilla, dice que lleva esperando media hora y no le dan espacio para entrar. Adentro está su sobrina de 20 años que padece convulsiones y tiene que limpiarla; pero está preocupada porque no sabe si morirá. “No sé por qué son tan así, si saben que el enfermo necesita que uno esté allí por cualquier cosa, son bien malos, el trato que le dan a uno. Mire, sólo un doctor he visto que trata bien a todos, sean feas, bonitas, viejos, o jóvenes, él es bien paciente”, y señala al médico; él revisa a un herido, lo hace con mucho cuidado. Se mira muy amable tal y como ella lo describe. Unas tres mujeres se acercan, una de ellas usa silla de ruedas, es una señora de bastante edad y con sobrepeso, coloca frente a mí, me mira, se la ve muy mal, no dejo de fijarme en su piernas, porque la bata azul marino que usa es corta, están amoratadas y sus ojos están hinchados; su rostro tiene pequeños moretes, la otra señora que esta a mi par, de contextura muy delgada y bien bajita, comienza a quejarse. Muy frustrada comenta que por culpa de un doctor su hija de 16 años casi muere de apendicitis, porque no la operaban a tiempo y cuando llegó a reclamarle al médico tal negligencia, la ignoró. Dice que amenazó con demandarlo. Hoy está esperando a su amiga, que le dieron los mismos síntomas, pero no sabe si es apendicitis por su edad: tiene 50 años.

–¿Se puede tener apendicitis a esa edad?
–Sí, –responde la señora en silla de ruedas.

Era la oportunidad para preguntarle qué padece porque se veía tan mal. «Tengo diabetes, estoy esperando que me hagan unos exámenes, desde hace 16 estoy acá”, me cuenta. Su hija y sobrina la acompañan. «Mire en este hospital la gente se muere por negligencia medica o por falta de medicamentos, algunos doctores son bien pedantes máximo los que todavía son estudiantes, no se porque estudian medicina y no tienen paciencia”, ¿y a usted la trataron bien durante estos 16 días? Si. Dice la hija pero porque ella es doctora, “si soy doctora, y hasta ahorita me trate porque estaba trabajando” ni te pagan interviene la hija, y guardan silencio.

Todas coincidieron en la mala atención y en la frustración de tener que estar en el hospital, de lo pedante que son los médicos, y casi todo el personal, de la falta de medicinas y su costo. De todo el tiempo que transcurrió escuchando una por una, muy pocas veces trajeron heridos, el mas grave que pude ver era un joven que tenía mucha sangre en la cabeza ,al parecer lo habían golpeado.

La ambulancia llegó cinco veces; cada vez que llegaba, todos los que estaban esperando, pasaban a la expectativa –como dijo una señora, con dejo de resignación–, “de mirar quién era el desafortunado que traían al matadero”. “Aquí llegan mas jóvenes, ayer trajeron tres y dos murieron, por la noche es donde mas heridos llegan, unos peor que otros, y ayer que me quedé hasta tarde, un hombre entró a matar a otro, así de fácil.

Me cuenta la señora que se sentó cerca de mí en la acera, que espera a su hijo porque se turnan. El esposo esta grave y ella tiene que trabajar. “Ojala lo dejen entrar porque esos guardias dejan entrar a quien quieren. Son ‘bien rusos’, acá es triste no tener dinero y estar enfermo”. Mire –me dice– y señala al guardia, una mujer joven, arreglada le esta sonriendo y él también, la deja pasar sin pedirle ningún documento.

Retorna a mi mente imagen de cómo pude entrar al hospital sin ninguna identificación. Ingresé por el portón tres y había un guardia muy serio le hablaba pesado a las demás mujeres, exigiéndoles permiso; ellas eran damas sencillas, que sólo querían visitar al ser querido. Cuando me toco ingresar, me expresé con seguridad, le dije que venia hacer un trabajo, con una organización de médicos voluntarios, que me dirigía a Relaciones Publicas. Él dudó por unos segundos, no me dijo nada, estaba serio, le sonreí y me dejó pasar. Ya eran la cinco en punto y salí por el portón de emergencias, con el firme pensamiento de que la salud es una de las cosas más valiosas que hay.

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