Por: Jorge G. Castañeda
CIUDAD DE MÉXICO – Gustavo Petro, un veterano político de izquierda y exguerrillero, es el próximo presidente electo de Colombia, tras derrotar a su oponente (el excéntrico populista de derecha Rodolfo Hernández Suárez) por un margen pequeño pero incuestionable. Con eso, uno de los países más conservadores de América Latina se une, finalmente, a la lista de los que desde 1998 han dado (y luego quitado) la presidencia a líderes autoproclamados «progresistas»; a veces acompañada de mayoría legislativa, muchas veces sin ella.
De hecho, América Latina viene experimentando lo que en opinión de algunos es una nueva «marea rosa». La victoria de Petro se suma a las de Manuel López Obrador en México, Pedro Castillo en Perú, Gabriel Boric en Chile, Luis Arce en Bolivia, Xiomara Castro en Honduras y Alberto Fernández en Argentina. Estos gobiernos de izquierda elegidos democráticamente contrastan con las tres dictaduras del mismo signo que manchan la región: Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Petro viene de la izquierda armada, aunque no necesariamente del tipo marxista‑leninista. El movimiento guerrillero al que perteneció por los años ochenta, el M‑19, era más una milicia hipernacionalista y procubana (que mantenía estrechos vínculos con La Habana y con algunas actividades del narcotráfico) que una organización revolucionaria tradicional.
El M‑19 realizó algunas acciones notorias y hasta cierto punto excéntricas, como robar la espada de Simón Bolivar en 1974 y ocupar la embajada de la República Dominicana en Bogotá durante una recepción colmada de diplomáticos en 1980. También cometió actos sangrientos. Por ejemplo, su asalto en 1985 al Palacio de Justicia de Colombia produjo más de cien muertes, además de la destrucción de miles de documentos que en algunos casos tal vez probaran hechos de narcotráfico atribuibles a los atacantes.
En mi libro de 1992 Utopia Unarmed: The Latin American Left after the Cold War, describo los vínculos entre uno de los financistas del M‑19, los carteles de la droga y el régimen cubano. Es verdad que entonces Petro apenas llegaba a la adultez, y es casi seguro que no estuvo involucrado en ninguna de estas actividades.
Las razones para la reciente victoria de Petro son obvias. Los colombianos están frustrados con una democracia elitista que aunque funciona, no cumplió sus promesas. Esta frustración se tornó evidente el año pasado, cuando una propuesta razonable de reforma impositiva del gobierno saliente de Iván Duque (vinculado con el expresidente de derecha Álvaro Uribe) generó protestas masivas.
Para los colombianos, los partidos que reemplazaron al viejo esquema bipartidario liberal‑conservador han perdido casi cualquier credibilidad. Incluso el muy respetado expresidente Juan Manuel Santos, Premio Nobel de la Paz, experimentó la insatisfacción del electorado con los resultados del acuerdo de paz de 2016 que había negociado con otro grupo guerrillero, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
En este contexto, no sorprende que el malestar contra los gobiernos en ejercicio, que se ha extendido por toda América Latina estos últimos años, haya llegado ahora a Colombia y alentado a los votantes a elegir a un candidato más progresista. A Petro también lo benefició la poco atractiva imitación que hizo Suárez de Donald Trump y del brasileño Jair Bolsonaro en la segunda vuelta.
Colombia ha entrado a una senda incierta. La buena noticia es que algunos elementos de la plataforma de Petro lo hacen parte de la izquierda moderna, globalizada y democrática, junto con Boric y tal vez Luiz Inácio Lula da Silva (el expresidente brasileño, que tiene buenas chances de volver a ser elegido este año) y lo distinguen de populistas como López Obrador y Fernández.
Por ejemplo, Petro ha propuesto una gran reforma tributaria, que incluiría un aumento de gravámenes para la minería, un impuesto a la riqueza y fortalecer el impuesto al valor agregado (IVA). Los ingresos adicionales se canalizarían hacia la educación superior, la cancelación de deudas estudiantiles, la provisión gratuita de servicios de cuidado infantil hasta los tres años y una reforma jubilatoria. Petro también promueve un ingreso mínimo para los ancianos, una política de empleo garantizado y reforzar la acción climática.
Pero no es seguro que los números cierren, y lo más probable es que tenga que reducir sus ambiciones o hacer una reforma tributaria más extensiva y tal vez más regresiva (por ejemplo, subiendo el IVA). En cualquier caso, Petro parece entender que Colombia necesita algo semejante a un Estado de bienestar moderno, que eso costará dinero, y que el único modo de financiarlo es con impuestos.
Petro también hizo campaña con una plataforma profeminista, antirracista y pro‑LGBT, aunque sus posturas personales en estos temas son hasta cierto punto contradictorias. Como sea, su compañera de fórmula Francia Márquez (destacada activista y primera vicepresidenta electa afrocolombiana) tiene sólidos antecedentes en la materia.
Donde Petro se acerca a la izquierda latinoamericana más populista es en su visión antiextractiva: al parecer, adoptó una postura contraria al petróleo, al carbón e incluso al café. Desde un punto de vista ambiental tiene sentido. Y en un país con abundancia de ríos caudalosos, su plan de transición a las fuentes de energía renovables no es descabellado. Pero el carbón, el café, la minería y el petróleo constituyen una proporción significativa de los ingresos de divisa extranjera de Colombia. El turismo puede crear ingresos y empleo en el largo plazo, pero el largo plazo está muy lejos.
Otra incertidumbre tiene que ver con la relación de Petro con un Congreso fragmentado. Pese a los buenos resultados que obtuvo su coalición en la elección de marzo, estuvo lejos de conseguir mayoría en la Cámara de Representantes y en el Senado. Para implementar su agenda, necesitará el apoyo de los pequeños partidos centristas o de los bloques más conservadores de mayor tamaño. Pero en ocasiones ha dado indicios preocupantes, en el sentido de reclamar poderes de emergencia, para que el logro de sus objetivos no dependa de la aprobación del parlamento.
En última instancia, Petro tendrá que elegir entre llegar a acuerdos con la poderosa y conservadora comunidad empresarial colombiana que le permitan implementar reformas significativas o atemperar sus ambiciones. Boric y López Obrador han enfrentado dilemas similares, con respuestas muy distintas. Petro no tiene ni mandato para una revolución ni dirige un país que sienta inclinación por ella. Pero si se las ingenia para manejar bien estas tensiones, puede conseguir reformas en un país que las necesita con urgencia.
Jorge G. Castañeda, ex ministro de asuntos exteriores de México, es profesor en la Universidad de Nueva York.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas