Por: Víctor Meza
Todo indica que el partido de gobierno, a pesar de su innata tendencia al monolitismo acrítico, ha entrado ya en una fase peligrosa de canibalismo interno, que más que cortar cabezas persigue cortar cabecillas. Atrás van quedando los tiempos en que todo era armonía y unidad rígida, sin disidencias internas ni pensamiento díscolo. El partido actuaba como una maquinaria aceitada por la distribución de privilegios y canonjías, articulada como un todo en torno al liderazgo aceptado, listo siempre para reaccionar como si fuera un robot previamente programado y debidamente lubricado.
Sin embargo, desde hace ya un tiempo fácilmente identificable, el partido, otrora gobernante, dejó de ser instrumento de gobierno para irse convirtiendo gradualmente en espacio predilecto de los clanes regionales, políticos o familiares. Ese proceso de reconversión clánica del Partido Nacional ha sido acompañado en forma paralela por otro proceso, colateral y profundo, de gradual desintegración ética en sus diferentes liderazgos y militancia de base.
Lamentable reconversión que, en cierta manera, es fruto también de la recomposición generacional en sus filas. Toda renovación generacional, casi siempre, resulta traumática y dolorosa. El viejo liderazgo, amparado en su experiencia y en sacrificios reales o supuestos, se resiste y niega a desaparecer. Mientras tanto, el nuevo liderazgo, todavía débil y vacilante, no acaba de nacer y afianzarse con fuerza suficiente para resistir la segura embestida de la llamada “vieja guardia”. En ese forcejeo transicional, el liderazgo emergente lucha por imponerse, mientras el liderazgo decadente se aferra con desesperación a sus antiguas cuotas de poder. La lucha suele adquirir niveles sorprendentes de ferocidad y rabia. Desaparece la cordialidad disciplinada de antaño y se impone la discordia, acompañada por deslealtades y traiciones, abandono de viejos compromisos y desprecio por antiguos aliados o discretos padrinos que patrocinaron carreras, cuotas de poder y ascensos muchas veces tan veloces como inmerecidos.
Ya no hay respeto ni piedad. La contienda por el botín partidario adquiere niveles insospechados. Se desata la llamada vocación jíbara para cortar cabezas y decapitar cabecillas. Se impone el canibalismo interno, que devora colegas y destruye amistades. Eso es, en cierta medida, lo que se observa, con objetividad precisa, en las filas del nacionalismo.
La debilidad del liderazgo central, que daba estabilidad relativa a los ejes internos del partido, se vuelve condición propicia para facilitar la lucha por el reparto de los espacios del poder público, las zonas de influencia, los feudos políticos. Surgen entonces los aspirantes al relevo, los contendientes por la herencia política. A mayor debilidad del antiguo líder, mayor será la proliferación de líderes sectoriales o regionales, algunos muy reales y otros tan falsos como improvisados. Entre más intensa es la pelea, mayor es la tentación por acudir a la vocación caníbal. Se acude a la justicia para cobrarse las cuentas y ejercer la venganza, politizando a los jueces y deformando su necesaria independencia. El Estado entero se ve infectado por la lucha interna del partido y sufre las consecuencias inevitables.
Los antiguos amigos, los padrinos de antaño, se reconvierten en enemigos feroces. El poder público se vuelve instrumento para acosar al vencido, humillar al adversario, dañar su dignidad y decoro. El partido ha entrado en una peligrosa fase de fracturas parciales, en la que los aspirantes de toda laya empiezan a delimitar sus espacios de influencia y ocupar posiciones y trincheras. La guerra no ha comenzado totalmente pero ya está declarada. Es cuestión de tiempo y paciencia para esperar el desenlace y conocer sus consecuencias.
Mientras llega ese momento, los contendientes seguirán dañándose unos a otros, apuñalándose por la espalda o de frente, disputándose los restos de lo que un día fue asociación monolítica y partido vigoroso. Al carecer de la necesaria cultura política democrática y de un entramado doctrinario coherente y moderno, los nacionalistas no han sido capaces de gestionar democráticamente su transición interna ni de manejar con solvencia tolerante el trauma inevitable de todo relevo generacional. Han sido las víctimas de su propio autoritarismo e inmadurez democrática. A lo mejor se lo merecen…
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas