Por: Manuel Torres Calderón
Periodista
Con un pie siempre en su pasado, la actual diplomacia de Estados Unidos recuperó de los convulsos años 80 la expresión “Triángulo del Norte” para referirse a Guatemala, Honduras y El Salvador. Pese a ser ampliamente utilizada, esa referencia es más vaga que precisa, un cruce un tanto forzado de geografía y política, sobre la cual vale la pena hacer un alto y reflexionar.
Lo primero es advertir que no se trata de probar si el término está bien empleado o no porque sería zambullirse en una polémica donde cada quien, dependiendo de su formación académica o posición ideológica, tiene su propia interpretación. Bukele se metió en ese lío, dijo que era un concepto “reciclado y fracasado de 2014”, en alusión al fallido Plan de la Alianza para la Prosperidad (PAP) que impulsó el ex presidente Obama y le llovieron palos.
A Bukele le salieron al paso economistas que le recordaban su empleo en los tratados comerciales de los años 90, los politólogos argumentaron que formó parte del lenguaje bélico de los años 80, los historiadores -obvio- se fueron más atrás, al impulso integracionista de los años 60 y citan que en1986 se firmó un acuerdo tripartito de desarrollo integral, los antropólogos prefieren hablar de “Mesoamérica”, no de subregiones, y hay quienes sostienen que para qué tanto problema, que la respuesta es de párvulos: si se traza una línea entre las tres capitales se dibuja un triángulo.
Geográficamente el Triángulo del Norte abarca 242.4 mil km2 y unos 32 millones de habitantes, algo así como Ecuador en tamaño y Perú en población. Incluso comparte un espacio donde convergen sus fronteras, llamado “el trifinio”, que cubre 7,584 km2 (3.1% de la superficie total de los tres países), una condición que en América Latina sólo tienen Paraguay, Brasil y Argentina, en un área aledaña a las cataratas de Iguazú.
El Plan de la Alianza para la Prosperidad le describe como una región con “gran potencial económico, una riqueza cultural invaluable y un abundante capital humano. Posee las reservas más importantes de Centroamérica en producción de agua y ecosistemas, el grueso del comercio regional pasa por su espacio, su acceso al Caribe y al Pacífico le pone al alcance los mercados del norte y del sur y dispone de ventajas competitivas que en conjunto el resto del istmo no tiene”.
Al menos esa fue la postal que le prepararon al ex presidente Obama las agencias contratistas norteamericanas que intermediaron más de 700 millones de dólares en asistencia y que al final le dieron de beber la pócima de siempre: “invirtiendo en su desarrollo, el Triángulo Norte tiene la posibilidad de transformar la estructura de sus sociedades y promover una prosperidad incluyente y sostenible”.
Es cierto, nadie duda del valor estratégico y potencial del Triángulo del Norte, pero ese argumento ha sido manipulado tantas veces que perdió credibilidad. A menudo se olvida o se oculta con demasiada rapidez que es una región de extrema fragilidad e inestabilidad, un agujero negro de los recursos externos, tres veces más vulnerable ante los desastres naturales que el resto de América Latina; poblada en su mayoría por jóvenes menores de 29 años, de los cuales 30% no estudian ni trabajan; con 18 millones de personas en pobreza y extrema pobreza; saqueada por una corrupción política extrema y con altos niveles de violencia procedente del Estado y de grupos delictivos organizados.
Paradójicamente, ante esos desafíos comunes los actuales gobernantes de Guatemala, Honduras y El Salvador son incapaces de trabajar en equipo. No les resulta atractivo, ni rentable. Ni siquiera el impacto demoledor de la pandemia hizo posible articular en los últimos dos años un plan unificado para enfrentar las secuelas sanitarias, económicas, sociales y migratorias del virus. Ante amenazas comunes actúan como si estuvieran separados por continentes.
Ahora bien, no se llega a una situación tan crítica de la noche a la mañana. Ese deterioro económico, social y político que ahora alarma se gestó a partir de 1990, con el sistemático y progresivo incumplimiento de los acuerdos de paz que proponían algunas soluciones a los problemas estructurales que estaban en el origen de la crisis de los 80 y con la implantación de un modelo neoliberal que desembocó en extractivismo puro y salvaje.
En Washington se desoyeron las voces críticas que advertían que en Guatemala, Honduras y El Salvador se multiplicaba la represión, se concentraba la riqueza en pocas manos, se vaciaban de jóvenes los pueblos, se cambiaba la agricultura por las maquilas, se institucionalizaban los fraudes electorales, crecía la impunidad, surgían poderosas redes del crimen organizado y se profundizaban las desigualdades sociales y económicas.
Estados Unidos “despertó”, por así decirlo, a esa realidad cuando en 2014 el éxodo de miles y miles de niños no acompañados por sus padres tocó sus fronteras y se transformó en un punto álgido de política interna. Luego apareció Trump y convirtió su xenofobia hacia los migrantes en su principal estandarte electoral. Antes hubo numerosos llamados de alerta, pero pasaron inadvertidos.
Ahora, cuando la administración Biden da asomos de intentar cambiar su política para el Triángulo del Norte, sus enviados especiales, la vicepresidenta Kamala Harris y el diplomático Ricardo Zúñiga, se encuentran con una zona inestable y fragmentada donde otros poderes fácticos – no precisamente los comunistas que siempre invocó- le retan su hegemonía tradicional. Ahora no saben a ciencia cierta con quiénes están negociando. En general, más que receptividad, encuentran tensión y frialdad. El tablero es inédito: Bukele les cierra las puertas y a Hernández no quieren ni verlo. Este es un vecindario que no conocían.
Ahí es donde adquiere trascendencia precisar si mantener el enfoque de bloque para los tres países es correcto o si la estrategia va más por priorizar los esfuerzos ciudadanos de cambios democráticos al interior de cada país. Una paradoja socrática: partir de lo general a lo particular o de lo particular a lo general. Una u otra vía anticipan resultados diferentes.
En todo caso hay algo claro, no importa cuántos millones de dólares apueste ahora la administración Biden para su estrategia regional, siempre será insuficiente para enfrentar la pobreza y la desigualdad mientras persistan los pactos de impunidad que al interior de cada nación promueven la corrupción, el abuso y el deterioro de las instituciones.
La decisión de asumir otro rumbo para la cooperación es compleja y Washington es conservador, su “establishment no cambia fichas o piezas, así como así, primero piensa en sus intereses, luego en los de otros, y la posibilidad de abandonar viejos socios conocidos por nuevos por conocer genera prejuicios e incertidumbres. Ante ello requiere reconocer con pragmatismo el crecimiento de opciones alternativas que siempre ha rechazado por no ser incondicionales. En Honduras le viene un test de prueba con las elecciones generales de noviembre próximo. Veremos por dónde se inclina. Su poder no le exime de respetar la voluntad de los pueblos.
(*) Este artículo forma parte de una serie que busca ahondar en el nuevo intento del gobierno de Estados Unidos de frenar, a través de estrategias de cooperación y desarrollo, la migración irregular procedente de Centroamérica.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas
Un comentario
Por lo común, cuando se pone Parte 2 en un artículo, hay un enlace a la Parte 1, pero eso no ocurre en este caso. ¿Cómo accedo a ella?