Patrick Gaspard
NUEVA YORK – «Dios y el pueblo son la fuente de todo poder (…) Yo lo he tomado, y qué diablos, lo conservaré para siempre». Lo dijo François «Papa Doc» Duvalier en 1963. Y es lo que hizo: siguió siendo presidente de Haití hasta su muerte en 1971, momento en que lo sucedió su hijo, Jean-Claude («Baby Doc»), que extendió la dictadura otros quince años.
Puede parecer historia antigua, pero no lo es para mí. Mi familia es haitiana, y aunque inmigramos a Estados Unidos durante mi infancia, siempre pareció que seguíamos al alcance del cruel régimen de los Duvalier. Nunca olvidé las enseñanzas brutales que aprendieron los haitianos bajo los Duvalier, incluido el hecho de que habitualmente usaban desastres naturales y crisis nacionales para reforzar su dominio.
Hoy es necesario prestar atención a esas enseñanzas. La COVID‑19 es una amenaza no sólo para la salud pública, sino también para los derechos humanos. En el transcurso de la historia, crisis como esta han dado a regímenes autoritarios un pretexto conveniente para normalizar sus impulsos tiránicos. Mis padres lo experimentaron en carne propia en Haití, y lo estamos viendo otra vez en todo el mundo.
La nueva amenaza comenzó en China, donde el intento inicial de un gobierno que ya era autoritario de ocultar la epidemia hizo posible su propagación mundial. Pero no es el único ejemplo. En la India, el gobierno del primer ministro Narendra Modi dictó una cuarentena de 21 días con sólo cuatro horas de preaviso, lo que dejó a millones de las personas más pobres del mundo sin tiempo para acumular alimentos y agua. Peor aún, la policía india ha usado desde entonces las medidas de confinamiento para intensificar la discriminación de los musulmanes del país.
En Kenia y Nigeria, policías y militares han apaleado a personas sólo por parecer lentas en cumplir los protocolos de distanciamiento social. En Israel, las autoridades han comenzado a usar datos de los teléfonos celulares para rastrear los movimientos de los ciudadanos, sumándose así a una veintena de gobiernos que están tensando al límite el derecho a la privacidad. Y en Hungría, el primer ministro Viktor Orbán, que lleva años consolidando su poder, logró la aprobación de una ley que en la práctica sanciona su condición de dictador absoluto.
Las democracias del mundo casi no han protestado frente a estos abusos. Pero que los estadounidenses no se crean a salvo de estos asaltos al poder: hay que recordar que a fines de marzo, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos pidió al Congreso la atribución de detener a ciudadanos estadounidenses (ya no sólo inmigrantes indocumentados) por tiempo indefinido sin el debido proceso judicial.
Los gobiernos aducen que la adopción de estas medidas es necesaria para combatir la pandemia. Pero la historia muestra que los poderes de emergencia de los líderes iliberales casi siempre se vuelven permanentes. Es verdad que todos los gobiernos tienen el deber de dar una respuesta vigorosa al desastre sanitario en desarrollo, lo que tal vez demande restricciones transitorias pero significativas de la libertad de acción de los ciudadanos. Pero muchas de las políticas adoptadas por líderes autoritarios en las últimas semanas no sólo son antidemocráticas, sino que también son contraproducentes en la lucha contra la pandemia.
Por ejemplo, la supresión de las libertades de prensa, en vez de prevenir la propagación de la enfermedad, hace mucho más difícil concientizar a la población acerca de cómo debe actuar. Detener a civiles sin juicio debilita la confianza en el gobierno, justamente cuando más se la necesita. Y cancelar las elecciones deja a los dirigentes políticos sin incentivos para anteponer los intereses de la población.
A la par de la lucha contra la COVID‑19, también debemos hacer todo lo posible por proteger la salud de nuestras democracias. Sobre todo, debemos entender que en muchos sentidos, defender la salud pública y defender la democracia son dos frentes de una misma batalla.
Felizmente, las organizaciones civiles y los individuos tienen modos de oponer resistencia al uso de la pandemia como pretexto para la represión. En las Open Society Foundations llevamos más de tres décadas en la primera línea de la defensa de la democracia y hemos aprendido algunas enseñanzas pertinentes.
En primer lugar, debemos usar todas las herramientas disponibles para proteger las libertades civiles. Aunque la pandemia demanda distanciamiento social, eso no justifica la brutalidad policial y el abuso de los poderes de gobierno. En cuanto la dirigencia política empieza a restringir la libertad de expresión y el derecho a la protesta o a burlar los controles a su poder, el riesgo de un descenso hacia el autoritarismo se vuelve real. Hay que denunciar de inmediato a los gobiernos que traten de poner a prueba esos límites.
La segunda enseñanza es que debemos oponernos a la búsqueda de chivos expiatorios. Frente a la pandemia hubo demasiados gobiernos que hablaron de la COVID‑19 como un virus «chino», lo cual crea condiciones para convertir a las personas de esa ascendencia en blanco de vigilancia y estigmatización.
Como haitiano‑estadounidense, tuve una experiencia directa de esa clase de persecución durante la crisis del VIH/sida en los ochenta, cuando los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos anunciaron que el sida lo transmitían «homosexuales, usuarios de heroína, hemofílicos y haitianos». Como resultado de ese mensaje sin bases científicas y sesgado, Estados Unidos comenzó a detener a solicitantes de asilo haitianos en un horrendo campo de prisioneros en la bahía de Guantánamo, lo que en la práctica hizo más difícil prevenir la propagación del VIH.
Finalmente, debemos enfrentar las disparidades económicas y sociales subyacentes que las pandemias tienden a agravar. Para ver hasta qué punto el coronavirus puso de manifiesto las profundas inequidades en Estados Unidos, basta observar que la isla Rikers (principal complejo carcelario de Nueva York) tiene en este momento la tasa de contagio más alta del planeta. Más en general, la crisis está mostrando una vez más que demasiadas familias estadounidenses carecen de acceso a atención médica, licencia por enfermedad con goce de sueldo, protecciones laborales, ahorros personales y otras necesidades básicas.
En conjunto con la defensa de la democracia y de los derechos civiles, este es un momento para darnos cuenta de todas las formas en que nuestras sociedades despojaban de derechos a ciudadanos, refugiados, migrantes y solicitantes de asilo antes de que estallara la pandemia. Es verdad que ahora mismo el estado de la democracia no es lo que más preocupa a la mayoría de la gente. Pero si la protección de la democracia no es una de mis prioridades, es casi seguro que no lo será de nadie.
Lamentablemente, a muchos poderosos la protección de nuestros derechos no les interesa. Es algo que tenemos que hacer nosotros. La democracia no es sólo un sistema de gobierno; es una lente a través de la cual vemos el mundo y nuestro lugar en él. Si durante una emergencia rompemos esa lente, puede que nunca volvamos a ver del mismo modo.
*Patrick Gaspard, exembajador de los Estados Unidos ante Sudáfrica, es presidente de las Open Society Foundations.
Esta publicación es gracias a la alianza entre y
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas