Por: Edmundo Orellana
Vienen de todas partes y se escurren por todos lados, para garantizar, con su presencia, la transparencia de las elecciones. Objetivo que logran, si se entiende por elecciones el acto de votar.
Nadie discute la transparencia en el acto de votar. Se suprimieron las prácticas del siglo pasado, que pervertían ese momento, quizá el único, en el que se actualiza la soberanía, por la cual el pueblo, supuestamente, decide sobre su gobierno, sobre su futuro.
El momento en el que desaparece la transparencia, es el que sigue. El del acto del escrutinio. Ese momento en que los miembros de las MER cuentan los votos, deciden si un voto es nulo o válido, acuerdan llenar los espacios vacíos dejados en la boleta para diputado, o, en casos extremos, convienen en convertir un voto en blanco en voto útil para uno o varios candidatos.
Las sombras también se proyectan en las instancias superiores en las que se revisan las actas de las MER. El resultado de esta operación no siempre coincide con el de estas Mesas Electorales Receptoras.
A esto, debe agregarse la trasmisión de datos. Hoy se cuestiona. Las razones esgrimidas hoy, podrían haber sustentado cuestionamientos en el pasado, también. La duda siempre ha estado ahí.
Todo lo dicho suena divertido. Los más vivos imponiéndose, como siempre. Acostumbrados a practicar la máxima aquella de que todo el que pasa por la función pública debe aprovechar para asegurar su futuro, el de sus hijos y demás generaciones, no nos resulta tan grotesca esa práctica electorera. Perdemos de vista que con ello estamos garantizando gobiernos ilegítimos, democracias fallidas y, su inevitable corolario, sueños frustrados.
Y esto es lo que certifican quienes vienen a supervisar las elecciones. Les basta una miradita por aquí, otra por allá, para luego pasear por allí y reencontrarse con sus pares conocidos de otros países o conocer nuevos, con los que se reencontrarán en otro país, repitiendo el mismo estribillo. Cuando se van, nos dejan informes, con alguna que otra irregularidad, pero, en definitiva, aceptables, en un proceso armónico, con resultados, formalmente correctos, dentro de los plazos razonables; excepto en la última elección, que un miembro del grupo observador de la Unión Europea, se le ocurrió disentir del informe, detallando las barbaridades que él si observó y se atrevió a denunciar; el imprudente, por supuesto, fue descalificado por sus propios compañeros, por su osadía, ser honesto.
Declarada formalmente la elección, seguimos con lo nuestro. Aceptamos los hechos consumados y seguimos indiferentes ante la posibilidad de que se repitan en las próximas elecciones. Pareciera que no nos tocan, ni de cerca, los resultados de semejantes atrocidades.
Después nos quejamos de los malos presidentes, de los díscolos diputados, de los alcaldes corruptos, de las disfunciones de la justicia, de los deficientes servicios públicos y un largo etcétera de carencias.
Mientras no logremos transparentar el proceso electoral en su totalidad y hacemos de las elecciones, el medio efectivo de manifestar nuestra voluntad de decidir sobre el futuro gobierno, en otras palabras, sobre nuestro futuro, utilizando mecanismos que le impriman legitimidad al nuevo gobierno, seguiremos actuando como las hormigas o las abejas, repitiendo siempre lo mismo, para obtener lo mismo, con la diferencia de que, por las leyes de la evolución, éstas, inevitablemente, habrían cambiado el proceso, en el momento de comprobar que el resultado les era dañino. Nosotros, en cambio, seguimos en un círculo vicioso, repitiendo lo que nos es dañino.
No es el acompañamiento ni la supervisión extranjera la solución. Ésta es nuestra responsabilidad. Somos nosotros los que debemos hacer los cambios, para no repetir, con cada elección, nuestras tragedias.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas