Por: Edmundo Orellana Mercado
El Estado hondureño es laico, es decir, no se adhiere a ninguna religión ni organización religiosa alguna tiene, por ley, injerencia en las cuestiones de Estado. Nuestra Constitución, consecuente con esta cualidad estatal, declara lo siguiente:
“Se garantiza el libre ejercicio de todas las religiones y cultos sin preeminencia alguna, siempre que no contravengan las leyes y el orden público”.
Responsables de que la revolución francesa consagrara la libertad de conciencia de pensamiento y religiosa, fueron Voltaire (decía que el gobierno no debe estar al servicio de la Iglesia), Rousseau (sostenía que todos pueden tener las opiniones que les plazcan, sin que corresponda al soberano conocerlas: porque no tiene competencia en el otro mundo) y Condorcet (exigía que se impidiera mezclar lo público con lo religioso, pero conceder a las confesiones religiosas plena libertad). La Ilustración es, pues, la responsable de la separación del Estado y la iglesia, dela política y de la religión.
Estas ideas inspiraron a nuestros próceres para proclamar la independencia y fundar la República centroamericana, primero, y hondureña, después.
“Tributar a Dios culto, según su conciencia”, preceptuaba la Constitución de 1839. Morazán fue, por excelencia, el abanderado de estas ideas. Era un católico confeso (“en el nombre del autor del universo en cuya religión muero”, declaró en su testamento), pero entendía claramente que nadie puede imponer una religión a los demás, especialmente desde el Poder Público.
Nuestra Constitución, fiel a estos principios y antecedentes históricos, contiene la declaración que se inserta al inicio de esta reflexión. Pero no estaría completa sino agregara la prohibición de mezclar lo eclesiástico con lo público.
Para evitar que, apoyándose en la religión, los ministros religiosos ejerzan funciones públicas, orientando su actuar por los dictados de la fe, en lugar de apegarse a la ley, la Constitución consagra otra regla fundamental, derivada de la libertad de cultos.
Esta regla se refiere a que los ministros religiosos (curas, pastores o de cualquier confesión) están inhabilitados para ejercer “cargos públicos”.
Con esta inhabilitación, los curas y pastores no pueden ejercer ninguna función pública, sea como funcionarios o como empleados públicos. Igualmente, esta regla inhabilita a los ministros religiosos para hacer propaganda política, invocando motivos religiosos, o valerse, como medio para tal fin, de las creencias religiosas del pueblo.
Son reglas que los curas y los pastores conocen, porque sus estudios
comprenden las relaciones entre lo secular y lo eclesiástico, analizando la legislación respectiva.
Con el nombramiento de un pastor y la pretensión de nombrar un cura en la
Comisión de Notables que acompañará al ministro de seguridad en la depuración
policial, el Presidente de la República manda el mensaje de que, igual que don Plutarco Muñoz, para él, la “Constitución es pura babosada”.
Pero como político, sabemos que la ética es algo que se percibe allá en lontananza, como algo muy difuso, lo que no es admisible en un ministro religioso, cuya moral cristiana, que es de ineludible cumplimiento, justamente por su condición de ministro religioso, le exige respetar las leyes seculares y cumplir las leyes divinas.
Al aceptar el nombramiento, el ministro religioso no solo demuestra su desapego a
la moral cristiana, sino su desprecio a la Constitución de la República, lo que se traduce en un mensaje muy claro para todos los demás: violar la ley es natural.
Un comentario
Hello,
Thank you for sending me your informations, but I don’t read Spanish.
Can you please not send me Criterio anymore.
Best wishes
Patrick Beckers