Por Annalena Baerbock
BERLÍN – ¿Podemos mirar hacia 2023 con optimismo? Mientras entramos al nuevo año, una guerra devastadora hace estragos en el continente europeo. La guerra de agresión de Rusia abrió una devastadora herida mucho más allá de Europa, exacerbando la crisis alimentaria y energética en grandes partes de África, Oriente Medio y Asia. Más de 800 millones de hombres, mujeres y niños se van a la cama con hambre cada noche. La emergencia climática profundiza este dolor, despierta conflictos en el mundo y le roba a la gente su tierra, sus hogares y su seguridad.
¿Cómo podemos ser optimistas en estos espantosos tiempos de incertidumbre? Creo firmemente que, como líderes mundiales responsables, no tenemos más opción que enfrentar este año entrante con un firme sentido de confianza en que podemos impulsar cambios para mejorar las vidas de la gente. No a pesar de esta «tormenta perfecta» de crisis, sino a causa de ella.
Nelson Mandela describió alguna vez los momentos en que su fe en la humanidad fue puesta a prueba, pero de todas formas no se rindió ante la desesperación. «Parte de ser optimista es mantener el rostro hacia el sol y los pies en movimiento», dijo.
Mirar hacia delante y mantener el curso, confiando en que podremos lograrlo si nos mantenemos juntos. Eso, para mí, debiera guiarnos mientras ingresamos al nuevo año. Y no lo digo con ilusa esperanza, lo digo con la confianza de una ministra Relaciones Exteriores que aprendió en muchos casos —a menudo, difíciles— en los últimos 12 meses todo lo que podemos lograr si dejamos que la solidaridad y la humanidad guían nuestras acciones, y si defendemos aquello en lo que creemos.
Así exactamente es como respondimos a la guerra de agresión de Rusia contra Ucrania —unidos, en Europa, del otro lado del Atlántico y en el mundo— en claro desafío a la inhumanidad de la guerra, con nuestro apoyo a Ucrania, con sanciones dirigidas a la máquina de guerra rusa y con inversiones para nuestra seguridad.
Esta extraordinaria unidad no estaba garantizada. Más de 140 estados denunciaron las agresiones de Rusia en la Asamblea General de las Naciones Unidas en marzo —de norte a sur y de este a oeste—, cada uno con su historia, política y cultura distintas de las de los demás. Lo que nos une es una causa común: cumplir con lo que nuestros ciudadanos esperan de nosotros, dejar absolutamente en claro que no seremos neutrales ante las situaciones de injusticia. Tomaremos partido —a favor de la justicia por esa mujer violada en Bucha, por ese director de orquesta al que dispararon en Jersón y por ese pequeño a quien obligaron a dejar su hogar en Ucrania oriental.
Porque podríamos ser ellos, y ellos, nosotros. Y porque, si dejamos pasar esta guerra de agresión, nadie, en ninguna parte, podrá dormir en paz si vive con miedo a que un vecino más poderoso lo ataque.
Nuestra fortaleza está en la unidad. Unidos por la humanidad, es esta profunda convicción la que me da confianza para este año entrante.
Para eso, debemos escuchar mejor —esa es otra lección fundamental que aprendí en los últimos meses—, no solo a nuestros socios europeos, sino también al África, Asia, Latinoamérica y al Cercano y Medio Oriente.
En las discusiones sobre la guerra de Rusia con muchos de estos socios a menudo me dijeron lo siguiente: «Quieren que los acompañemos ahora que hay guerra en Europa, ¿pero dónde estuvieron en los últimos años mientras nosotros vivíamos sumidos en conflictos?».
Entiendo esas preocupaciones Y realmente creo que debiéramos estar dispuestos a cuestionar de manera crítica nuestras acciones y la forma en que nos vinculamos con el mundo en el pasado. También debiéramos escuchar con atención cuando nuestros socios nos cuentan lo difícil que les resulta reducir su dependencia de Rusia, ya sea en términos militares, políticos o económicos. Se trata de un desafío gigantesco. En Alemania vemos que el costo de superar nuestra dependencia afecta el bolsillo de nuestros ciudadanos. A muchos de nuestros socios esas restricciones los golpean más duramente, y para ellos es directamente imposible implementar escudos de protección cuyo costo es de miles de millones de euros.
Nuestros socios deben saber que pueden contar con nosotros. Un colega, ministro de Relaciones Exteriores de otro país, me dijo: «necesitamos socios comprometidos, no socios que solo deseen complacernos». Ese debiera ser nuestro principio rector.
Nuestro claro mensaje es que no le estamos dando la espalda al mundo porque hay una encarnizada guerra en nuestro vecindario. Por el contrario, vemos que esta guerra fomenta el sufrimiento en todo el mundo, debido a que Rusia limitó el acceso a las exportaciones ucranianas de cereales y difundió mentiras sobre quiénes son los responsables de la escasez.
Cuanto más nos unimos, más eficaz fue nuestra respuesta. La ONU, junto con nuestros socios turcos, fueron quienes negociaron la reapertura de los puertos cerealeros ucranianos. El G7, que reúne a democracias económicamente fuertes, comprometió más de 14 000 millones de USD para junio de 2022 para ayudar a aliviar las penurias de quienes más dificultades están sufriendo, y Alemania sigue siendo el segundo mayor donante humanitario del mundo. Esta solidaridad me infunde confianza, pero no alcanza.
El Programa Mundial de Alimentos tuvo que reducir las raciones para Yemen, Somalía y el Sahel. Cada porción que se recorta es otro niño que pasa hambre… Y si tus hijos pasan hambre, no puedes luchar por la democracia, los derechos ni la libertad. Por eso, al adentrarnos en el nuevo año, no habrá vacilaciones en nuestro apoyo conjunto.
Al mismo tiempo, uniremos a nuestros socios para abordar una de las causas subyacentes más graves de la crisis alimentaria: la emergencia climática. Para millones de personas en todo el mundo, esta crisis es una amenaza concreta para sus vidas. Las mujeres del norte de Mali me contaron que las sequías están destruyendo sus cosechas, expulsando a los granjeros de sus hogares y exacerbando los conflictos vinculados con la tierra y los recursos. En Palaos, un pescador me llevó hasta su playa y me mostró que el aumento del nivel del mar podría cubrir su casa en menos de diez años, robándole su hogar, su seguridad y su medio de vida.
En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) conocí a un activista del Chad que me dijo: «Mientras hablamos, mi país está bajo el agua y mi madre perdió su casa, al igual que mi hermana y mis primos».
La crisis climática lastima, mata y obliga a la gente a desplazarse. Es una amenaza directa para la vida humana. Es una evidente injusticia que países como el Chad y Palaos sufran de forma tan tremenda esta crisis cuando prácticamente no hicieron nada para crearla.
Como parte del grupo de países industrializados que en gran medida son culpables de la crisis, es nuestra especial responsabilidad aliviarla, reducir las emisiones y mantener la viabilidad del objetivo de los 1,5 °C. Porque cada décima de grado en que reducimos el calentamiento global implica que las tormentas, inundaciones y sequías serán menos intensas —y, con ello, que habrá más seguridad—.
Por eso, abrir un nuevo capítulo de la COP27 para la justicia climática constituyó un fundamental paso adelante. Son ahora los grandes emisores quienes deben cubrir la parte que les corresponde de los daños y perjuicios climáticos que causan a los estados más vulnerables. No es caridad, sino justicia. Es algo que en especial las pequeñas islas-estado vienen exigiendo desde hace décadas, y con razón. Este año finalmente dimos un mensaje claro: los escuchamos, entendimos… y ahora haremos algo al respecto.
En la emergencia climática, al igual que en otros conflictos y crisis, son los más vulnerables quienes más sufren: las mujeres, los niños, los ancianos y los grupos marginados. Creo firmemente que los derechos de la mujer reflejan el estado de nuestras sociedades. En los regímenes autocráticos suelen ser los primeros en desaparecer… y cuando eso ocurre, es señal de que las cosas empeorarán. El mayor temor de los regímenes autocráticos es que las mujeres alcen su voz.
Si se suprime a la mitad de la población, ninguna sociedad o economía puede florecer. Por eso para mi gobierno la Política Exterior Feminista que fomenta la igualdad de derechos en nuestras sociedades es una cuestión central de la seguridad dura. Será parte destacada de la Estrategia para la Seguridad Nacional que estamos redactando.
«Las mujeres son las primeras víctimas de la guerra, pero solo ellas tienen la respuesta para la paz», así lo describió la activista de derechos humanos congoleña Julienne Lusenge.
«Si las mujeres no están seguras, nadie lo está», me dijeron unas valientes mujeres ucranianas.
En Irán, la consigna de las mujeres es «mujeres, vida, libertad». Su cántico resuena en todo el mundo y es un himno al coraje.
Si debo tomar fuerza para este año 2023, la tomo de las valientes mujeres como ellas, sean del Congo, Irán, Afganistán o Ucrania.
Su cántico es nuestro himno. Su coraje es nuestro criterio. Su causa es nuestro llamado, no solo a mantener la confianza, sino a actuar con audacia, unidos por la humanidad.
*Annalena Baerbock es ministra de Asuntos Exteriores de Alemania.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas