Por: Thomas Cueni
GINEBRA – Más de uno de cada cinco estadounidenses hospitalizados con COVID-19 también contrajo una infección bacteriana. Si no reciben antibióticos eficaces, quienes tuvieron la suerte de derrotar al coronavirus podrían caer a causa de uno de estos patógenos no tan novedosos.
Lamentablemente, el proceso de desarrollo de nuevos antibióticos se está debilitando. A menos de 100 años del desarrollo de la penicilina, las “superbacterias” resistentes a los medicamentos amenazan con ganar la delantera en nuestra lucha contra las infecciones bacterianas.
En todo el planeta, las superbacterias ya representan un coste enorme para los sistemas de atención de salud. Cerca de 700.000 personas mueren cada año en el mundo debido a la resistencia antimicrobiana (AMR, por sus siglas en inglés). Sin tratamientos nuevos y mejores, la cifra podría llegar a diez millones para 2050.
Se está investigando y desarrollando más de 550 tratamientos y vacunas innovadores para el COVID-19, un patógeno que hace apenas un año era desconocido. Pero, si bien la AMR ha sido un problema conocido y en aumento por décadas, solamente una nueva clase de antibióticos se ha descubierto desde 1984. La inmensamente exitosa industria biofarmacéutica, cuya experticia y recursos son responsables de la mayoría de los medicamentos que usamos hoy, no ha podido con este desafío crucial.
La razón es simple: mientras este sector ha creado una respuesta al COVID-19 sólida y sin precedentes apoyada en un robusto ecosistema de innovaciones, el mercado para los antibióticos está quebrado.
Las empresas que desarrollan con éxito un nuevo antibiótico de vanguardia se enfrentan a importantes retos. Abrirse paso por la intrincada cantidad de potenciales problemas de seguridad y de normas para su aprobación es costoso y demoroso, y exige habilidades que las farmacéuticas pequeñas suelen no tener. Además, las perspectivas de venta suponen un problema irremontable. Los nuevos antibióticos se deberían usar con extrema cautela para evitar que las bacterias muten y se vuelvan inmunes a ellos. Idealmente, deberían servir de armas de último recurso contra las bacterias resistentes a los antibióticos más comunes.
En consecuencia, las ventas probables de cualquier nuevo antibiótico que se desarrolle serán muy bajas; los hospitales contarán con apenas unas cuantas dosis –todas bajo llave- para uso en casos de emergencia. Por desgracia, esto implica que el retorno potencial de mercado es demasiado bajo como para justificar la inversión necesaria en investigación y desarrollo.
Al centro de esta economía “boca abajo” está el problema de cómo reconocer el valor de un tratamiento que solo se debe usar de manera poco frecuente. John Rex, funcionario médico en jefe de la firma británica de biotecnología F2G Ltd., compara los antibióticos avanzados con extintores de incendios: son absolutamente esenciales, pero en lo ideal pocas veces necesarios.
Unas cuantas compañías siguen tercamente insistiendo en esta línea de investigación. Entre ellas se encuentran Merck, GlaxoSmithKline, Shionogi y Roche, así como Pfizer, que hace poco adquirió Arixa Pharmaceuticals, pequeña empresa californiana que desarrolla antibióticos para infecciones resistentes a medicamentos. Sin embargo, muchas farmacéuticas han abandonado la investigación en antibióticos. Empresas grandes, como Novartis, AstraZeneca y Sanofi lo hicieron hace tiempo, y en los últimos dos años al menos cuatro compañías más pequeñas centradas en antibióticos han ido a la quiebra.
Aunque, por fortuna, la comunidad sanitaria global está empezando a reconocer la urgente necesidad de desarrollar nuevos antibióticos, hasta ahora ha habido mucho ruido y pocas nueces. Unos cuantos actores están experimentando nuevas alternativas de financiación del desarrollo de nuevas medicinas. Pero, en general, no causa mucha sorpresa el que hasta ahora los líderes políticos se sientan más cómodos con apuntarse a altisonantes declaraciones en cumbres importantes que firmar cheques por miles de millones de dólares para arreglar el mercado fallido.
Por esta razón muchas de las mayores farmacéuticas del mundo ayudaron a lanzar el Fondo de Acción de AMR en julio pasado. Este invertirá $1 mil millones en empresas biotecnológicas más pequeñas con el objetivo de crear entre 2 y 4 nuevos antibióticos para los pacientes en el 2030, ayudando a cruzar el llamado “valle de la muerte” que existe entre la investigación de laboratorio y los ensayos clínicos. La iniciativa tomó un año en conformarse, y ha sido ampliamente acogida por los políticos y la comunidad de la sanidad pública, incluido el Director General de la Organización Mundial de la Salud Tedros Adhanom Ghebreyesus, así como por científicos que ya están investigando tratamientos para combatir bacterias resistentes a los medicamentos.
Mientras esperamos los nuevos antibióticos, los médicos, los gobiernos y el público pueden ganar tiempo limitando más aún el uso excesivo de los antibióticos existentes en la medicina y la agricultura, que en parte es lo que originó el problema. Las normas gubernamentales han puesto freno a los peores excesos al reducir la escala de uso, tanto en productos de limpieza como en los animales de granja. De todos modos, para ralentizar la propagación de los AMR se necesita un uso más cuidadoso de los antibióticos más utilizados. Por ejemplo, no deberíamos esperar que nuestros médicos nos receten antibióticos para tratar infecciones virales, contra las que no funcionan.
Sin embargo, en último término no basta con ralentizar. Debemos cambiar de raíz la manera en que vemos los nuevos antibióticos. En vez de vincular su precio a la cantidad utilizada, debemos verlos como una póliza de seguros para los servicios sanitarios y médicos. La Evaluación sobre Resistencia Antimicrobiana 2014-16, realizada de manera independiente en el Reino Unido y encabezada por el economista Jim O’Neill, estimó que para evitar el peor escenario de diez millones de muertes por AMR para el año 2050 se requeriría una inversión de $42 mil millones a lo largo de una década. Esa cifra sería una mera fracción del inmenso coste económico de la AMR entre 2015 y 2050, que según la evaluación ascendería a los $100 billones.
El Senado estadounidense está considerando una posible solución desde lo legislativo. El proyecto de ley PASTEUR (del inglés para Incentivo de Suscripciones Antimicrobianas para Acabar con la Resistencia Emergente) adjudicaría contratos federales de hasta $3 mil millones cada uno a las farmacéuticas a cambio de la creación de antibióticos de vanguardia. Se les pagaría si están suscritas, en lugar de por la cantidad de uso de su medicamento.
Otros países están intentando con distintos modelos de financiación de la investigación sobre antibióticos. Pero, como ha señalado la OMS, de una u otra manera los gobiernos deberán crear nuevos incentivos que premien a las compañías biotecnológicas para desarrollar antibióticos con éxito. Cabe esperar que la cumbre del G7 de año próximo en el Reino Unido sea el escenario de compromisos reales y largamente esperados, en lugar de meramente palabras y unas cuantas iniciativas piloto.
El mundo está en una carrera contra las superbacterias. Por ahora, están ganando ellas. Pero al corregir problemas de larga data en el mercado de los antibióticos, podemos comenzar a cambiar de rumbo.
Thomas Cueni, Director General de la Federación Internacional de Asociaciones y Fabricante Farmacéuticos, preside la Alianza de la Industria contra la AMR y fundó el Fondo de Acción contra la AMR.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas