Michael Fakhri, Elisabetta Recine y Sofia Monsalve
EUGENE/BRASILIA/HEIDELBERG – Cuando en enero de 2019 el expresidente brasileño Jair Bolsonaro llegó al poder, uno de sus primeros actos de gobierno fue abolir el Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional (CONSEA), un organismo que había reducido en forma significativa la inseguridad alimentaria y cosechó elogios de todo el mundo. Fue un enorme retroceso para el país, al que en 2014 la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) había quitado de su «mapa del hambre».
La decisión de Bolsonaro generó de inmediato una movilización popular de protesta, que incluyó la organización de grandes banquetes públicos en las calles de muchas ciudades: el banquetaço nacional. En torno de mesas cargadas de alimentos saludables, la resistencia de las comunidades celebró y al mismo tiempo reclamó el derecho a una alimentación y una nutrición adecuadas.
Además, muchas personas reforzaron su compromiso político y convocaron a un proceso de movilización permanente durante los cuatro años del mandato de Bolsonaro, a través de la Conferencia Popular sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional, que sesiona cada cuatro años para supervisar políticas y elaborar propuestas sobre la base de un análisis pormenorizado en los niveles local y nacional. Inmediatamente después de asumir como presidente de Brasil en enero, Luiz Inácio Lula da Silva reinstituyó el CONSEA, que está bajo la dirección de una de los autores (Recine) y que este año se reunirá con la conferencia popular para oír propuestas.
Este espíritu de resistencia (si se lo imitara en otras partes) puede transformar los sistemas alimentarios en todo el mundo y aliviar la crisis mundial del hambre, agravada por la pandemia, las alteraciones climáticas y la guerra. En su carácter de relator especial de la ONU por el derecho a la alimentación, otro de los autores (Fakhri) atribuyó el incremento de los indicadores de hambre a la «violencia sistémica y la desigualdad estructural en los sistemas alimentarios», que son «un aspecto central de una economía global sostenida por relaciones de dependencia entre individuos, países, instituciones financieras internacionales y corporaciones».
Se calcula que en 2022 unos 258 millones de personas enfrentaron inseguridad alimentaria aguda, la mayor cifra registrada desde que en 2017 el Informe Mundial sobre Crisis Alimentarias comenzó a publicar datos. En su introducción al informe de este año, el secretario general de la ONU António Guterres dijo que la crisis actual demanda un «cambio fundamental y sistémico».
Para lograrlo, es esencial aplicar un enfoque de derechos humanos. En Brasil, el escandaloso incremento de la inseguridad alimentaria durante la presidencia de Bolsonaro fue resultado de políticas que ignoraron a las personas marginadas y violaron sus derechos. Por eso el reinstituido CONSEA está promoviendo políticas para combatir el hambre desde sus raíces (por ejemplo el racismo estructural y las desigualdades de género). No podemos seguir manteniendo sistemas alimentarios insostenibles que concentran el poder y la riqueza en manos de unos pocos.
Las directrices de la ONU sobre el derecho a la alimentación, adoptadas por la FAO en 2004, bosquejan el modo de hacer frente a las causas estructurales de la discriminación y de la desigualdad en los sistemas alimentarios. Estas directrices estuvieron en el origen de la implementación de diversos derechos humanos económicos, sociales y culturales, y han inspirado un sinnúmero de reformas jurídicas y políticas de nivel nacional. También alentaron el desarrollo de un corpus de normas y políticas basadas en los derechos humanos y adoptadas por el Comité de Seguridad Alimentaria Mundial de la ONU (CSA), la Asamblea General de la ONU y otras agencias de la ONU, que incluyen a las mujeres, los campesinos, los pueblos indígenas, los pescadores y otros colectivos.
En Brasil, esfuerzos nacionales e internacionales han convertido estos principios en un conjunto de políticas y programas que apuntan a superar la discriminación por género y raza, garantizar ingresos dignos y protección social, y asegurar los derechos sobre la tierra y el agua de mujeres, campesinos, pueblos indígenas, trashumantes y pescadores. Estos esfuerzos también dieron lugar a iniciativas en el ámbito de la agroecología y la soberanía alimentaria que promueven el involucramiento activo de organizaciones civiles y ciudadanos, así como programas de almuerzos escolares que se aprovisionan en granjas familiares.
Pero Brasil no es ni mucho menos un caso aislado: otros gobiernos también están poniendo en práctica reformas similares. En todo el mundo se están creando consejos locales, regionales y nacionales sobre políticas alimentarias, y en muchos países, hay alianzas parlamentarias trabajando para aprobar leyes sobre el derecho a la alimentación.
Aumentar la escala de estos esfuerzos demandará mucha más coordinación de políticas entre todos los niveles de gobierno. El Consejo de Derechos Humanos de la ONU y el CSA han recalcado la necesidad de dar una respuesta coordinada a la actual crisis alimentaria. Pero al mismo tiempo, organizaciones civiles, pueblos indígenas y académicos han advertido contra la captura corporativa de la gobernanza alimentaria y han pedido un marco de rendición de cuentas corporativa en el nivel de la ONU.
Las demandas de cambio son cada vez mayores, mientras nos acercamos al 75.º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que se conmemorará en diciembre. Y el derecho a la alimentación y la nutrición adecuadas puede ser uno de los temas más importantes. A fines de junio, el gobierno alemán celebra su conferencia sobre «políticas contra el hambre»; la cita de este año se centrará en la transformación de los sistemas alimentarios mediante un enfoque de derechos. Ahora que el alto comisionado de la ONU para los derechos humanos propuso una economía basada en los derechos humanos y mientras Brasil se prepara para asumir la presidencia rotativa del G20 en 2024, es posible que veamos propuestas ambiciosas para promover el derecho a la alimentación en el nivel internacional.
En los sistemas alimentarios subsisten hace demasiado tiempo la desigualdad profunda, la discriminación estructural y la violencia sistémica, y ciudadanos de todo el mundo están pidiendo cambios. Una transformación de esta escala demanda una estrecha colaboración entre personas muy diversas que participan en formas de resistencia creativas, junto con gobiernos progresistas dispuestos a escucharlas y representar sus intereses. El respeto de los derechos humanos debe ser la base de cualquier esfuerzo por reducir la inseguridad alimentaria aguda. Es el único modo de crear un sistema sostenible y equitativo que provea una alimentación adecuada a todas las personas.
Michael Fakhri es el relator especial de la ONU por el derecho a la alimentación. Elisabetta Recine es la presidenta del Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional de Brasil (CONSEA). Sofia Monsalve es la secretaria general de FIAN International.
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