Por: José Rafael del Cid*
Recientemente un colega y entrañable amigo sufrió un accidente menor que lo llevó al quirófano y, contra todo pronóstico, a la muerte. A pesar de ser un afiliado al sistema, inicialmente mi amigo evitó acudir a los servicios del IHSS.
Gastó sus limitados ahorros en atención privada, pero terminó interno donde más temía. Quedé con la impresión que los miedos de mi amigo al IHSS tenían fundamento, pues yo mismo atestigüé descuidos en su tratamiento, junto a la escasez de medicamentos adecuados, y hasta trasiego comercial de los mismos.
Según informantes, casos como éste son de una frecuencia alarmante; más aún, la atención médica a fatalidades de accidentes y enfermedades va ganando dimensión de tragedia a medida desciende el estatus social o laboral de los perjudicados. Entre más pobre el paciente, mayor la probabilidad de una atención deficiente.
Estas y otras fatalidades de la vida retratan el virtual desamparo de la mayoría de los hondureños. Sufrir una fatalidad es como un salto al vacío sin paracaídas o amortiguadores del golpe. Enfermedades, accidentes, pérdida del empleo, fracasos en el negocio, vejez, invalidez, muerte ocurren a diario, en muchos casos arrastrando a miles de hogares a la pobreza, o terminando de hundirlos en ella. Se hunde el desempleado al perder su fuente de ingreso, se hunde el enfermo bajo el peso de los costos de atención a su padecimiento, se hunde el adulto mayor carente de fondos de pensión o jubilación, se hunden igualmente los niños y los jóvenes de esos hogares, cuyo futuro se trastoca para siempre con la repentina invalidez o muerte de quienes les proveían el sustento.
Cierto que las fatalidades son parte del vivir. Hellen Keller escribió que la seguridad (el blindaje contra la fatalidad) es ante todo “una superstición”, una condición inexistente tanto en la naturaleza como en la sociedad. Pero es igualmente cierto que la inteligencia humana y su espíritu solidario han creado sociedades ejemplares donde el impacto de la fatalidad sobre las condiciones de vida de las personas resulta aminorado por los sistemas de protección social. Ejemplos cercanos de esto lo son Brasil, Chile, Uruguay, y un poco menos Costa Rica, cuyas tasas de hogares en pobreza son de las más bajas de América Latina.
En tales países la preocupación por la protección social fue y sigue siendo la mejor demostración de su espíritu previsor y solidario. Temprano en el proceso de desarrollo de estos y otros países se anticiparon recursos importantes para crear sistemas de salud, de educación, de seguridad y de previsión social de notable integración y calidad, que han conservado su esencia pese a la amenaza periódica de las crisis económicas.
En Honduras la proporción destinada al gasto social está por debajo de la media latinoamericana, que a su vez, es inferior a la media de los países desarrollados. Más aún, la proporción destinada a protección social ocupa el último lugar del hemisferio, después de Haití. No le quepa duda a usted, adulto de la tercera edad o joven amigo, que este hecho afecta su vida más de lo que pueda pensar. Tiene usted más riesgo de caer o mantenerse en pobreza que un joven o un adulto mayor en Costa Rica, Uruguay, o Europa.
¿Por qué nuestra situación de protección social es tan débil? Esto se relaciona con la pobreza general del país, no lo dude, pero tal vez y más aun con la manera como el gobierno administra el erario público. Para la salud, la educación y la seguridad social el gobierno requiere prever recursos en cuantía apropiada al modelo de bienestar social que se ambiciona. Requiere, además, maximizar el aprovechamiento de tal gasto, vigilando las faltas a su calidad, como el exceso del gasto en salarios, compra de bienes o pago de servicios a precios alterados. Si el gobierno tiende a obtener ingresos (impuestos) afectando proporcionalmente más a los pobres, si gasta con poca ambición y precisión para impactar sobre los hogares menos afortunados, o si dilapida y corroe su gestión con corrupción, lo más probable es que nunca tenga suficiente para construir un modelo de bienestar realmente protector contra la pobreza.
La cuestión es más fácil de entender si lo comparamos al caso de un hogar. Un padre, una madre, puede afirmar que su prioridad es la salud y la educación de sus hijos. ¿Pero cómo estar seguro de esto? Una manera sería revisar el presupuesto familiar. Probablemente se encontrarán hogares donde la diversión, el alcohol, las vanidades de diverso tipo son la verdadera prioridad, no importa la retórica en contrario.
A este punto podremos entender mejor el vínculo entre el interés suyo como hondureño y la forma como el gobierno capta y canaliza recursos. El gobierno puede asumir el lema “primero los pobres”, pero en los hechos, presupuestariamente hablando, las cosas podrían estar tomando otro rumbo.
El Grupo Promotor del Diálogo Fiscal (GPDF) ha invertido tres años promoviendo la idea de un diálogo en materia fiscal, o sea, sentar al gobierno a conversar con los gobernados sobre la manera como éste reúne recursos y los gasta.
El GPDF aconseja que tal diálogo culmine en un pacto que comprometa a todas las partes en acciones y sacrificios para racionalizar los ingresos gubernamentales. Los diagnósticos del GPDF muestran como el empresariado y la clase media son actores claves en el pago de impuestos, por lo que mejorar el cumplimiento de tal deber resulta fundamental. También recuerda que la proporción destinada al pago de salarios encuentra su límite en la necesidad del Estado para invertir en infraestructura productiva y social, un asunto que comprometería la actitud de los sindicatos del Sector Público y los activistas de los partidos para calibrar sus demandas por puestos de trabajo e incremento de salarios.
También, el GPDF estaría aconsejando a ministros y otros altos tomadores de decisión para que diseñen y ejecuten estrategias de gasto público de alto impacto sobre el bienestar de la población. Precisamente, por olvidar estas responsabilidades es que las tasas de pobreza y desigualdad de Honduras están entre las peores del Continente.
El GPDF se ha atrevido, incluso, a proponer principios y compromisos concretos que podrían ser asumidos por quienes fueran llamados a formar parte del diálogo y pacto fiscal. Con esto se busca que el país maneje inteligentemente sus finanzas públicas para hacer posible el crecimiento económico y el bienestar. En este caso, inteligencia implica coherencia entre tal manejo con objetivos de disminución de la pobreza. A su vez, esta coherencia se consigue con una fiscalidad progresiva.
En el vocabulario de los economistas un sistema fiscal es progresivo cuando practica aquello que para Voltaire era la clave del buen gobierno: obtener lo más que se pueda de los afortunados para redistribuirlo lo mejor posible entre los que han tenido menos suerte. Se trata, entonces, de una progresividad de doble sentido, en la tributación y en el gasto. Por otra parte, la experiencia de los países con menos pobreza muestra que, en la redistribución o gasto, la construcción de un sistema de protección social integrado y de calidad se sitúa entre las prioridades.
Entonces, cuando usted tenga la oportunidad de leer la propuesta más reciente del GPDF (http://www.pactofiscalhonduras.com) o de escucharlos directamente, piense en ese impactante poema de John Donne, que finaliza así: “… nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.