Cuando el ábside del cielo se entenebre

Por los niños de Belén

Por: Julio Raudales

Un cielo azul flagelado por blancos nubarrones envuelve tiernamente los frescos días de la navidad hondureña. En la calle, el ruido, los olores y la tristeza escondida hacen perecer, por una única vez en el año, la diaria preocupación, las angustias y el devenir estrecho en que la rutina y los pequeños y grandes problemas nos aquejan. ¡Es hora de disfrutar, de pasarla bien, de olvidar por un tiempo las cuitas!

Pero la navidad, la plena, aquella que refleja el delicado tono con que imaginamos a los astros alinearse y formar la estrella que guio a los sabios de oriente, a los ángeles cantando y al mundo en unánime coral, no puede ser aún el que describen los villancicos.

No hay, en efecto, un rey naciendo, ni al mundo vino la paz, pues justo allí, en el lugar donde el azar o la historia pusieron el pesebre, miles de niñas gritan al fragor de las bombas, al ritmo de las ráfagas que ametrallan a sus padres, que reducen a cenizas sus hospitales, sus casas.

Casi un cuarto de siglo ha transcurrido y la nueva era, la de la información y las inteligencias múltiples, no parece ofrecer la distensión tan anhelada a lo largo de la historia humana. Resulta todavía un bochorno que hoy que por fin desbordamos los límites del conocimiento, aun confrontemos por territorios, recursos y poder desenfrenado.

Hoy en Gaza, en Hebrón y en Belén, el caserío donde se forjó nuestra cultura, estén esta semana, rotos por la muerte, mientras acá más cerca, los fabricantes de ese dolor gocemos con luces parecidas a las que allá destruyen.

¡Que lejos estamos de las enseñanzas que tanto nos jactamos en seguir! ¿Cuántos de nosotros recordamos, mientras el Padre de la parroquia levantaba el Cáliz o el Pastor de la Iglesia las manos para adorar al que nació, que, en su lugar, en aquella remota aldea, bebés y adolescentes, algunos de ellos carpinteros quizás, mueren reventados por sonidos similares pero mil veces más potentes?

Ojalá y mientras partimos el pavo o la pierna de cerdo, mientras comíamos y bebíamos hayamos empujado a memoria y regalado un pensamiento hacia aquellos que en esta navidad lo merecieron quizás más que nunca. Ojalá y en esa ráfaga de alegría que causa siempre esta época del año, hayamos penetrado en el futuro que no será si justamente ahora, con el conocimiento y las capacidades que tenemos, no nos decidimos a pensar en mejorar al mundo en vez de hacerlo para atrás.  

En cierto modo, en el futuro yace la energía que da sentido al pasado, de la misma manera que recién cuando algo ha ocurrido podremos conocer sus “causas” y nunca al revés. Constatación que llevó a decir a Hannah Arendt, “las causas no existen” o a Max Weber afirmar que la “causalización” no es más que un proceso de reconstrucción subjetiva del pasado o a Freud a pensar que la evidencia de la muerte, esto es, nuestra inevitable transitoriedad es lo que da valor a la vida o, lo que es similar: frente a la cercanía de la mortalidad la navidad adquiere su pleno sentido.

A fin de cuentas, estos días alegres pasan pronto y debemos volver al bregar. Al hacerlo habrá que saber caminar por nuestro siglo que ya adultece, que pronto nos llevará impúdica e ineludiblemente a decidir si hemos de perecer por nuestras manos, destruyéndonos por no entender nuestras propias diferencias o por no saber administrar el delicado equilibro ambiental o simplemente por ese afán suicida que a veces parece rondar nuestras mentes.

Ojalá y este tiempo, estos días frescos y bien merecidos nos despierten y nos hagan valorar y amar a los niños de Belén o los del Donbas y Kiev en Ucrania o los de Gabón y aquí más cerca Guatemala, que lo merecen tanto como los nuestros, que crecerán como lo harán los propios y que tal vez no verán una navidad más por culpa de las bombas y el terror.

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