Por: Víctor Meza
Como era de esperar y algunos ya habíamos advertido, la tan llevada y traída reforma electoral sería, al final de cuentas (y de muchos cuentos), un intento a medias, un esfuerzo inconcluso, una iniciativa neutralizada a medio camino. Eso se veía venir desde el momento mismo en que la reforma se convirtió en un asunto de negociación bajo la mesa, un tema de conciliábulos entre ciertas cúpulas partidarias tradicionales que son, dicho sea de una vez, las menos interesadas en la democratización y modernización del país.
Pareciera que Honduras sufre las consecuencias de una maldición o grosera ironía de la historia que nos condena a lo inconcluso, al intento a medias, al esfuerzo nunca acabado. Revisemos la secuencia y el destino de las diferentes reformas llevadas a cabo a lo largo de nuestra historia, desde la frustrada transformación morazánica, pasando por la reforma liberal de Ramón Rosa y Marco Aurelio Soto, hasta llegar a los numerosos intentos de cambio y modernización realizados en el siglo pasado, y podremos comprobar, con dolorosa evidencia, que casi todas esas iniciativas de transformación y cambio han sido inconclusas, cuando no definitivamente frustradas y condenadas al fracaso. Es triste, pero es así.
En esta ocasión, con el asunto de la reforma electoral tantas veces anunciada y tantas veces recomendada por consejeros locales y extranjeros, los resultados no son ni novedosos ni estimulantes. Los diputados, en una mayoría incuestionable, aprobaron una mal llamada “reforma” de la legislación constitucional para introducir cambios más bien secundarios y cosméticos en un sistema político electoral que, como ya quedó demostrado en noviembre del año pasado, está definitivamente colapsado y obsoleto. En lugar de aprobar una reforma integral del sistema en su conjunto, los señores legisladores optaron por introducir modificaciones puntuales y parciales en la estructura de gestión de los procesos electorales y del registro de las personas. De esa forma, lo que debió ser una reforma profunda de todo el sistema político-electoral del país, a fin de reflejar la nueva geografía eleccionaria de Honduras, quedó, al final de cuentas (y de no pocos cuentos), reducida a una modificación sectorial, limitada e inconclusa. Otra vez la vieja historia…
Pero una “solución” semejante no es solamente la obra de unos cuantos diputados que no tienen ni siquiera idea de la trascendencia del tema y su importancia para la construcción de la democracia y la paz social en Honduras. Es el resultado de los pactos políticos a los que llegaron los líderes de la tradición histórica, abanderados del viejo estilo y los desgastados procedimientos de la antigua cultura política todavía predominantes en Honduras. A esos caballeros y señoritos que se autodenominan líderes políticos, no les conviene un sistema electoral moderno y democrático. Están satisfechos con el que existe actualmente porque saben que es el que les permite practicar la subcultura del reparto, la misa negra, el acuerdo bajo la mesa y la zancadilla oportuna. Sus negociaciones extraparlamentarias y sus encuentros furtivos en las residencias de las élites, son suficientes para reemplazar el diálogo abierto y democrático que unos cuantos ciudadanos creyeron oportuno promover o respaldar. Para qué discutir en público lo que se puede arreglar en privado. Las élites partidarias, como todo grupo cerrado, acostumbran lavar en casa los trapos sucios y nauseabundos de la “política” criolla.
La “reforma” mediatizada, que el Parlamento insiste en presentarnos como si fuera una integral y completa, no es otra cosa que un cínico intento del régimen por ganar tiempo político a costa del tiempo histórico que Honduras pierde y desperdicia. La creación de nuevos órganos de gestión electoral, como son el ahora llamado Consejo Nacional y el Tribunal de Justicia Electoral, equivale a reformar lo menos para conservar lo más. Algo así como introducir pequeños cambios para que, en el fondo, no haya ningún cambio en verdad sustancial y decisivo. Es el viejo truco del gatopardo contenido en la obra de Lampedusa: cambiar algo para conservar el todo. O simular que se cambia todo cuando en realidad no se modifica nada.
La reforma, tantos años postergada y tantas veces reclamada por actores criollos y extranjeros, había despertado esperanzas en darle al sistema electoral la credibilidad perdida y la modernización necesaria. Al final, todo quedó en una especie de sainete grotesco, una iniciativa inconclusa, un acuerdo para seguir practicando la vieja cultura de la “partidización” sectaria de las instituciones, siempre fieles a la nociva visión patrimonial del Estado. El Estado-Botín. Después vendrán lo lamentos.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas