«No sólo somos víctimas de desigualdades, somos también sus autores»

francois dubet

Por: François Dubet

El sociólogo francés postula en su libro ¿Por qué preferimos la desigualdad? que el debilitamiento de los lazos de solidaridad erosiona la integración social tanto como los procesos económicos globales.

Lejos de ser una fatalidad, o sólo un producto de decisiones de los poderes económicos globales, la desigualdad puede estar también alimentada por pequeñas decisiones cotidianas, desde la escuela que elegimos para nuestros hijos, la puntualidad en el pago de los impuestos o el modo en que nos comportamos con los extranjeros. «No somos sólo víctimas de desigualdades sociales, somos también un poco sus autores», dice el sociólogo François Dubet, que en su último libro,¿Por qué preferimos la desigualdad? (Siglo XXI), da una vuelta de tuerca inquietante al tema de moda en el análisis social y económico. Claro que no atribuye el fenómeno a un conjunto de malas intenciones individuales, sino al debilitamiento de los lazos de solidaridad que solían sostener un «modelo de integración» que parece acabado, en el mundo desarrollado y fuera de él. «Ya no consideramos a los otros lo suficientemente semejantes a nosotros como para querer su igualdad social aceptando algunos ‘sacrificios’ como los impuestos o la asistencia a la misma escuela», sostiene en diálogo con LA NACION.

Dubet -uno de los sociólogos más destacados de la escena intelectual francesa, que se ha ocupado en otros trabajos del modelo de igualdad de oportunidades, la escuela, la inmigración y el rol de la sociología- subraya un cambio de época: la solidaridad ya no es un elemento permanente del sistema social, sino «una producción continua, resultado de las acciones individuales y las políticas públicas». El autor, que estará en noviembre próximo en la Argentina, reconoce que los populismos de derecha que se extienden por su continente fueron una de las inspiraciones para este libro. «Lo escribí para que las fuerzas de la izquierda y progresistas no abandonen la cuestión de la solidaridad a la extrema derecha populista que propone soluciones irreales, peligrosas y moralmente inaceptables», dice.

Empiezo por devolverle la pregunta del título de su libro: ¿por qué preferimos la desigualdad?

Entre los años 1900 y 1980, las desigualdades sociales se redujeron fuertemente en las sociedades industriales desarrolladas. Hoy, la tendencia se ha revertido y las desigualdades sociales se incrementan. Quisiera demostrar que este retorno de las desigualdades no es sólo un efecto mecánico de las mutaciones del capitalismo, sino que también responde al hecho de que los individuos ya no eligen la igualdad social. Mi hipótesis es que la elección de la igualdad o, más modestamente, de la reducción de las desigualdades, descansa sobre los lazos y los sentimientos de solidaridad, que hoy están en declive, y de cierta manera no queremos más «pagar por los otros». Nuestro apego formal al principio de igualdad no se transforma en deseo de igualdad social cuando elegimos una escuela privada, los barrios socialmente homogéneos, la seguridad privada, cuando nos quejamos contra los impuestos, cuando excluimos a los nuevos migrantes…

¿Cómo podemos adaptar la idea de igualdad a la diversidad de las personas y sus condiciones de vida y valores, todas cosas que tendemos a valorar positivamente hoy?

La igualdad no es igualitarismo. La igualdad social consiste en hacer que los ciudadanos de una misma sociedad dispongan de condiciones de vida suficientemente próximas para que tengan el sentimiento de vivir en el mismo mundo y ser solidarios y dependientes los unos de los otros. En rigor, aceptamos las desigualdades sociales mientras no amenacen el sentimiento que tenemos de ser fundamentalmente iguales a pesar de nuestras diferencias y a pesar de las desigualdades «naturales» entre los individuos. Diversas investigaciones muestran que los individuos consideran que una sociedad en la que el 10% más rico fuera tres veces más rico que el 10% más pobre sería una sociedad con desigualdades sociales «justas» y aceptables.

Algunos de sus colegas argumentan que la desigualdad se ha vuelto insuficiente para describir el mundo contemporáneo. ¿Coincide?

Es verdad que hoy las desigualdades sociales explotan en los dos extremos de la estructura social: los superricos de un lado, los excluidos del otro. Pero eso no significa que todo el resto de la sociedad sea una vasta clase media homogénea. A decir verdad, denunciamos las grandes desigualdades, aquellas de las oligarquías superricas y de los excluidos superpobres, y tenemos razón en hacerlo. Pero en lo que respecta al resto, defendemos las pequeñas desigualdades que nos son favorables y, con frecuencia, pensamos que sólo los muy ricos deberían pagar y también que los muy pobres no merecen siempre recibir asistencia porque son «clases peligrosas». En verdad, la noción de desigualdad sigue siendo fundamental porque las personas actúan en función de pequeñas desigualdades que nos afectan directamente. Con frecuencia denunciamos las desigualdades grandes para justificar mejor las pequeñas desigualdades que nos son favorables.

¿Podría darme un ejemplo de «pequeñas desigualdades»?

El ejemplo en el que pienso es el de la escuela. Cuando elegimos defender las «pequeñas» desigualdades entre las escuelas, producimos, a pesar nuestro, grandes desigualdades escolares en términos de trayectorias escolares y ellas producen grandes desigualdades en términos de ganancias. El mecanismo es el mismo para las desigualdades de la atención de la salud entre los grupos sociales. Con frecuencia, las grandes desigualdades que condenamos resultan de pequeñas desigualdades que defendemos.

¿Qué rol juega la escuela en debilitar los fundamentos de la solidaridad y la fraternidad? ¿O sigue siendo uno de los últimos espacios de resistencia del modelo de integración?

En países como la Argentina y Francia, la escuela básica pública fue pensada como la escuela de la integración nacional y de la formación de un ciudadano «esclarecido». Este ideal existe todavía, pero corresponde cada vez menos a la realidad, porque la masificación escolar (el alargamiento de los estudios y la influencia de los diplomas sobre las carreras profesionales) ha incrementado considerablemente la competencia escolar entre los grupos y las familias. Ellas buscan, en primer lugar y cuando pueden, la formación más eficaz y, en cierta medida, la más desigual. Es por esta razón que la unidad y la calidad de la escuela obligatoria son imperativos de la igualdad. Pero debemos reconocer que está lejos de ser la regla y que los grupos que se benefician de las desigualdades escolares no lo apoyan.

En este escenario, ¿como puede el nuevo individuo -singular, cada vez más potenciado- convivir con la idea y las demandas de la solidaridad y la fraternidad?

No creo que el individualismo sea el enemigo, ni que los individuos sean siempre egoístas. El mundo de antes no era siempre benevolente y agradable. Además, defendemos nuestras singularidades individuales mientras denunciamos el individualismo egoísta de los otros. El mayor problema me parece más bien que es del orden de las representaciones capaces de dar fundamento a la solidaridad. Hace un largo tiempo, sobre todo en Europa, esta representación descansaba sobre tres pilares : la división del trabajo «funcional» y las clases sociales; las instituciones de integración como la Iglesia y la escuela, y el imaginario de la sociedad como una comunidad nacional compuesta de semejantes. Por razones vinculadas con los cambios del capitalismo y las transformaciones culturales, esos tres pilares de la solidaridad se desintegraron y renunciamos a querer una cierta igualdad social porque ya no consideramos a los otros lo suficientemente semejantes a nosotros para querer su igualdad social, aceptando algunos «sacrificios», como los impuestos o la asistencia a la misma escuela.

Su argumento se aplica a la mayoría de los países europeos, en los que el «modelo de integración» se debilita. ¿Cómo se comportan las desigualdades en sociedades menos integradas?

Podemos dar vuelta la pregunta. Si las sociedades industriales europeas han sido relativamente igualitarias, como los Estados Unidos durante un cierto período, es porque esas sociedades se han percibido como particularmente homogéneas y solidarias a través de sus instituciones y los movimientos sociales. Por el contrario, cuando las sociedades son menos integradas, menos «desarrolladas» y más fuertemente escindidas entre los sectores modernos y los sectores tradicionales, porque su historia se mantiene marcada por la conquista colonial y las divisiones étnicas y raciales, la voluntad de igualdad social es claramente más débil y la distancia entre los diversos grupos sociales se mantiene profunda, a pesar de la fuerza de los imaginarios nacionalistas y «revolucionarios».

¿En qué medida hoy predomina un discurso moral para hablar sobre los pobres o incluso sobre países que atraviesan problemas económicos, como Grecia?

En Europa y en América del Norte, las encuestas muestran que las personas explican cada vez con mayor frecuencia la desocupación y la pobreza por las conductas de los desempleados y los pobres. De ahí la idea de que ellos merecerían menos nuestra solidaridad, dado que son responsables de su suerte. Esta opinión es consecuencia de la creencia en nuestra libertad común y nuestra igualdad fundamental: más afirmamos que somos libres e iguales, más nos volvemos responsables de nosotros mismos y, bajo el reino formal de la igualdad de oportunidades, el éxito de unos supone que los otros son responsables de sus fracasos. Si estas personas son además de origen extranjero o de un color diferente, es fácil pensar que no les debemos nada. La libertad y la igualdad no siempre son favorables a la fraternidad.

Usted escribe que «las instituciones no pueden limitar su rol al de proveer servicios más o menos eficaces». En una sociedad diversa y plural, ¿cómo pueden las políticas públicas, o el Estado, promover un sentido de comunidad ?

Por supuesto que las políticas sociales deben ser eficaces. Pero también es importante que asuman una dimensión simbólica y pongan en evidencia los mecanismos de la solidaridad. Por ejemplo, es indispensable saber quién «paga» y quién «gana» en las políticas de salud o educación. Generalmente, esas políticas son más favorables a las clases medias y a los ricos que a los más pobres, contrariamente a lo que dicen sus responsables políticos. Es necesario también que las políticas sociales dejen claros los principios de justicia sobre los que se apoyan: la igualdad, el mérito, las necesidades. Sin eso, corremos el riesgo de ver declinar la legitimidad de las políticas sociales, como ya sucede en los países más ricos y más liberales, por ejemplo Estados Unidos y Gran Bretaña.

¿En qué medida los movimientos populistas de derecha fueron una inspiración para su libro?

Hoy en Europa los fundamentos de la solidaridad y de la fraternidad se debilitan en todas partes y la extrema derecha se nutre de este sentimiento agudo de crisis. He escrito este libro para que las fuerzas de la izquierda y progresistas no abandonen la cuestión de la solidaridad a la extrema derecha populista que propone soluciones irreales, peligrosas y moralmente inaceptables. ¿Qué dicen estos populistas? Dicen que recuperaremos una cierta solidaridad replegándonos sobre las economías nacionales (algo irreal y falso), instalando regímenes políticos fuertes y «virtuosos» (lo que es peligroso), excluyendo a los extranjeros y las minorías culturales (lo que es moralmente inaceptable, irreal y peligroso). Pero contra esas ideas no es suficiente oponer buenos sentimientos y la sola confianza en el crecimiento económico. Hace falta también que las izquierdas se planteen directamente el problema de la solidaridad y del imaginario de la fraternidad, los problemas morales que no pueden abandonar a los populismos.

¿Qué tan optimista es sobre el futuro?

Personalmente, no soy muy optimista, pero como sociólogo no ignoro que las sociedades tienen más recursos de los que solemos creer y que lo peor no necesariamente ocurre. En todo caso, las ciencias sociales deben hacer su trabajo y colaborar a la reflexión y los debates evitando las respuestas y las ilusiones antiguas, señalando a cada uno sus responsabilidades. No somos sólo víctimas de desigualdades sociales, somos también un poco sus autores.

¿Por qué lo entrevistamos?

Porque es un referente en temas de desigualdad social y porque sus perspectivas cuestionan el sentido común.

 

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