Por: Raquel Araujo de Jesús/Latinoamérica21
Elegido para presidir Estados Unidos entre 2025 y 2029, el inicio del segundo mandato
presidencial del republicano Donald Trump está marcado por una serie de polémicas. Las
medidas que ha venido adoptando desde su toma de posesión, a pesar de no ser mayores
sorpresas, pues ya eran parte de su campaña, han repercutido en discusiones en el ámbito de la
política internacional. Una de estas medidas, ampliamente difundida por medios nacionales e
internacionales, es la llamada “deportación masiva” de inmigrantes indocumentados y/o en
situación migratoria irregular en Estados Unidos.
Muchos de éstos, a su vez, están siendo enviados a sus países de origen esposados y atados por los pies bajo el argumento de que podrían, potencialmente resistirse a la detención y/o causar disturbios, poniendo en riesgo la integridad física de los agentes de deportación y la seguridad de los vuelos.
Si bien la deportación es una medida controvertida, vale la pena resaltar que el Estado, en su
concepción moderna, es soberano para decidir qué política migratoria adoptará en su territorio
nacional. Esta política, sin embargo, debe estar en consonancia con los compromisos
internacionales que ha asumido.
En este sentido, la filósofa y ensayista italiana Donatella Di Cesare (2020) identifica que las democracias liberales contemporáneas están marcadas por un dilema filosófico, el cual se compone de una tensión política entre el principio de soberanía estatal y los derechos humanos. Según el autor, el derecho a la exclusión, es decir, a definir quién
es nacional, ciudadano con derechos, y quién es extranjero, es el sello distintivo del principio de
soberanía estatal y uno de los elementos fundadores del Estado moderno y, por tanto, del sistema internacional en el que estamos insertos.
Así, la frontera estatal que cruza el sujeto migrante no es simplemente una línea imaginaria que
marca el límite de un Estado y el inicio de otro, sino un espacio complejo de disputas,
encuentros, posibilidades y límites. Se trata pues de una paradoja democrática que opera según la lógica de proteger la nación, la pertenencia, discriminando y excluyendo al “otro”, al extranjero, a aquel que no pertenece a la nación.
Desde mediados del siglo XX asistimos a un aumento de los flujos migratorios internacionales,
intensificados aún más por los efectos de la globalización desde los años 1990. Conflictos
armados internos e internacionales, desastres ambientales causados o no por la acción humana, pobreza, desigualdades sociales, diferencias históricas, la falta de oportunidades, la búsqueda de mejores condiciones de vida, son algunas de las principales razones que hacen que una persona decida migrar, a un país distinto al de su nacionalidad.
Con el objetivo de proporcionar un movimiento migratorio seguro y ordenado, en el que se
puedan asegurar los derechos humanos del sujeto migrante, la Organización de las Naciones
Unidas (ONU) ha desarrollado instrumentos normativos, como declaraciones y tratados
internacionales, que deben ser respetados por sus Estados miembros y que tratan esta cuestión.
Sin embargo, aunque la Declaración Universal de Derechos Humanos, redactada en 1948,
establece, por ejemplo, en su artículo decimotercero que todo humano tiene derecho a migrar, en la práctica las migraciones son vistas como un problema para el sistema internacional y una
amenaza potencial para el Estado-nación. Por esta razón, muchos Estados han adoptado políticas migratorias cada vez más restrictivas para contener, o al menos dificultar, estos movimientos de personas.
En general, las políticas migratorias internacionales restrictivas están asociadas a una narrativa y
una lógica de “crisis”, presente en ciertos discursos políticos y difundida y reforzada por los
medios de comunicación, que identifican los movimientos migratorios como problemas
imponentes y culpabilizan a los migrantes de problemas que enfrentan los países y sociedades
que reciben a estas poblaciones.
Así, además de alimentar prácticas discursivas xenófobas y racistas, según la experta Carolina Moulin, el argumento de la “crisis migratoria” convierte una cuestión de derechos en una cuestión de seguridad, resultando en lo que la autora llama una “política de contención de los excesos”, de una fuerza de trabajo necesaria pero nunca bienvenida.
En este contexto, la política de Trump de deportar personas en cantidades sin precedentes, así
como el uso indiscriminado de esposas, cadenas y otras formas de trato degradante,
supuestamente estaría justificada, ya que ahora los inmigrantes están asociados con todos los
delitos y problemas relacionados con el bienestar social de la población estadounidense.
Como resultado, la persona migrante es objeto de un proceso de criminalización y cuando se
encuentra en situación no regulada, se le coloca la etiqueta de “ilegal”, como si un ser humano
pudiera ser considerado ilegal por el simple hecho de existir, buscar y construir otra realidad para sí y su familia. Según el experto Di Cesare “[…] vista como una delincuencia en sí misma, la inmigración sería una fuente de criminalidad. […] el inmigrante se convierte así en un criminal
potencial, un bandido furtivo, un terrorista implícito, un enemigo oculto.”
El efecto de esta narrativa, a su vez, no se limita a los migrantes irregulares, quienes no cuentan
con la documentación necesaria, sino que afecta también a los migrantes documentados, es decir, aquellos en situación migratoria regular, quienes son estigmatizados cotidianamente. En vista de ello, desde una perspectiva de derechos humanos, lo que estamos presenciando en Estados Unidos, en general, es un profundo retroceso en la política de acogida de los migrantes, lo que pone de relieve el actual colapso de la hospitalidad cosmopolita liberal kantiana.
Raquel Araujo de Jesús es Doctora en Relaciones Internacionales por la Universidad Estatal de Río de Janeiro (UERJ) y especialista en migraciones. Investigadora colaboradora de la Universidad Federal del ABC (UFABC), becaria postdoctoral de la Fundación de Apoyo a la Investigación Científica del Estado de São Paulo (FAPESP) y miembro del Grupo de Estudios e Investigaciones MIGREF, vinculado a la Cátedra Sérgio Vieira de Mello/ACNUR.
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