Por: J. Bradford DeLong
BERKELEY – En mi opinión, el texto de economía política más profundo y sagaz escrito en la década de 2010 no es ni un trabajo de investigación ni una monografía ni un libro en el sentido tradicional. Es un libro electrónico que recoge las opiniones vertidas en un simposio virtual organizado por el blog de política Crooked Timber. Un grupo de académicos e intelectuales convocados por el politólogo Henry Farrell apeló a un nuevo modo de comunicación impresa para comentar el muy interesante libro de Francis Spufford Red Plenty [Abundancia roja].
En Red Plenty, Spufford analiza el asombrosamente fallido intento de la Unión Soviética de usar la burocracia y la matemática para crear una sociedad mejor que la que podía lograrse a través del mercado. Pero cada vez que releo el texto del simposio, me asombra la penetración de los participantes en relación con los dilemas irresolubles que genera la economía de mercado moderna en sí. También me asombra la habilidad con que el simposio usó las nuevas tecnologías para impulsar un cambio cualitativo en el modo de comunicarnos y entender el mundo juntos.
Llevo algún tiempo pensando en estas cuestiones porque hace poco Farrell publicó un nuevo artículo titulado «The Moral Economy of High-Tech Modernism». Farrell y la socióloga Marion Fourcade sostienen que Internet y su progenie (eso que denominan «modernismo de alta tecnología») están provocando en el mundo cambios tan profundos como el ascenso de la economía de mercado y la burocratización de la sociedad bajo el Estado moderno.
Este argumento se relaciona con el fundamento mismo de la sociedad humana. Como individuos separados, los seres humanos somos débiles y desvalidos. Sólo podemos sobrevivir con el conocimiento que obtenemos viviendo dentro de una cultura. Pero para tener una cultura o producir cualquier cosa, necesitamos organizarnos y coordinarnos en una entidad distribuida con inteligencia colectiva. A lo largo de los milenios, hemos tenido en general tres modos diferentes de mantener esa organización.
El primero es la redistribución, donde hay un flujo de información, recursos y productos útiles hacia un nodo concentrador del que vuelven a salir en la forma de asignación de tareas, herramientas, recompensas o apoyo social. El segundo modo es la reciprocidad, donde cada familia se encuentra vinculada con otras en relaciones duraderas de intercambio de obsequios que tienden hacia un equilibrio aproximado. Y como en la mayoría de las sociedades humanas sólo hay seis grados de separación, las necesidades de una unidad cualquiera afectarán las acciones de muchas otras. El tercer modo es la democracia, donde la gente usa el debate y la discusión para alcanzar un consenso aproximado y obtener apoyo mayoritario a un plan acordado.
Por supuesto que cada modo de organización implica un modo de distribución y de legitimación, en respuesta a la pregunta de quién debe recibir una proporción mayor de los bienes (quién debe ser «más igual» que los otros). Con la redistribución, se confiere poder a quien está en el centro del sistema; con la reciprocidad, a quienes cuentan con más recursos y amigos; y con la democracia, a quienes tienen más capacidad de persuasión.
Con la llegada de la modernidad, añadimos dos modos más: la economía de mercado, tal como la organiza la clase empresarial; y la burocracia, tal como la organiza el Estado moderno. El mercado no tiene igual en cuanto herramienta para derivar a la multitud la búsqueda de soluciones a los problemas. Pero en la práctica, sólo llega a satisfacer las demandas de los ricos, asegurando un uso eficiente de aquellas cosas que tienen precio de mercado.
Por su parte, la burocracia tiene un poder y una capacidad únicos para clasificar y estandarizar, lo que le permite ver el panorama completo allí donde un sistema recíproco o uno redistributivo no podrían hacerlo. Pero por supuesto, también puede dar lugar a muchas ineficiencias.
Nuestra poderosa, pero muy deficiente y desigual civilización se creó sumando los mercados y la burocracia a los tres modos de organización originales. Pero Farrell y Fourcade advierten que ahora estamos sumando un sexto modo: el algoritmo.
Según los tecnooptimistas, una sociedad algorítmica será mucho mejor que cualquier cosa que podamos crear con mercados y burocracia. A diferencia del mercado, un algoritmo puede ver más allá de la demanda remunerada de los ricos y de los costos monetarios impuestos por quienes han conseguido hacerse con los derechos de propiedad. Y a diferencia de la burocracia, una sociedad algorítmica reconocerá que las personas son distintas y no tratará de meterlas a todas en la misma bolsa.
Ya no serán los «expertos» quienes decidan qué categoría le corresponde a cada cual. En vez de eso, surgirán en forma espontánea grupos de afinidad, a partir de las preferencias reveladas expresadas por las palabras y acciones de las personas. Se movilizarán los recursos al servicio de cada individuo, aprovechando el poder único de las economías de escala.
¿Deberíamos compartir toda esta esperanza? Es verdad que, al surgir como nuevo modo de organización, la burocracia eliminó formas tácitas de conocimiento, interrumpió el curso habitual de las vidas de la gente (con toda su complejidad) y encasilló a las personas en categorías que eran útiles ante todo para quienes manejaban los resortes del poder. Por su parte, los mercados introdujeron enormes y costosas externalidades nuevas al priorizar las necesidades de los ricos. Pero ¿hay razones para pensar que una sociedad algorítmica corregirá estas falencias o que no introducirá nuevos y enormes problemas propios?
Para entender lo que está en juego aquí, puede servirnos la idea de pensar «rápido» o pensar «despacio» del Premio Nobel de Economía Daniel Kahneman. Una sociedad algorítmica solamente servirá a nuestra parte de «pensamiento rápido», la que busca estar siempre enganchada a algo interesante (es decir, emociones fuertes). Así como los mercados atienden a las necesidades de los ricos, los algoritmos atienden a nuestros peores impulsos.
Una sociedad de gente que se lo pasa haciendo clic de enlace en enlace no es lo que uno llamaría una «utopía». Pero me temo que es el lugar al que nos están llevando las tendencias actuales.
J. Bradford DeLong, ex secretario adjunto del Tesoro de los Estados Unidos, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley, investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas de los Estados Unidos (NBER) y autor de Slouching Towards Utopia: An Economic History of the Twentieth Century (Basic Books, 2022).
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