Por: José Rafael del Cid
Viniendo de abajo, mis estudios en el extranjero solo fueron posibles gracias a diferentes becas y al tesón que ello implica. Recuerdo que, en el concurso para las tres becas, entonces ofrecidas por LASPAU a interesados en las ciencias sociales, competimos unos 80 docentes universitarios de todo el país. La selección consideró criterios como el historial académico, entrevistas y una prueba parecida al SAT (Scholastic Aptitude Test), adaptado a países de habla hispana. En esos años, muchas universidades de los EE. UU. utilizaban los SAT y similares como el principal criterio de admisión.
Luego de ese primer test, continué sometiéndome a muchos otros, como el TOEFL (dominio del inglés) y el GRE (Graduate Record Examination, aplicado a estudiantes de postgrado), ambos cruciales para lograr ubicarse en una universidad de alto prestigio. Luego vinieron los correspondientes a cada asignatura hasta llegar al examen general (Qualifiying Examination) y a la disertación doctoral, revisada y aprobada por un tribunal docente. En fin, la vida de un estudiante de postgrado en los EE. UU. está llena de pruebas de conocimiento y de encierros continuos y de muchas horas en las bibliotecas y laboratorios.
La validez (medir lo que realmente se quiere medir) de los exámenes, como herramientas de valoración de competencias académicas o de predicción del desempeño futuro, ha sido blanco continuo de la crítica. Sin embargo, hasta ahora, son pocas las alternativas de aceptación general puestas en práctica.
El SAT fue desarrollado por C. Brigham, psicólogo de la Universidad de Princeton, y luego llevado a Harvard, que comenzó a aplicarlo en 1941. El SAT se suponía idóneo para mostrar fortalezas y debilidades en el manejo de competencias cognitivas, consideradas fundamentales en los estudios universitarios. Originalmente, esas competencias fueron percibidas en estrecha asociación con la llamada inteligencia lógico-matemática, propia de los talentos científicos, principalmente en las ciencias naturales.
Así que el SAT apareció triplemente utilizado como herramienta de predicción, como advertencia y como premio. Un alto puntaje en el SAT suponía una alta probabilidad para tener éxito en la vida académica. Cuando aplicado en los grados finales de la educación media, sus resultados ayudaban a identificar lagunas de conocimientos y aptitudes a corregir. Y el SAT se consideraba un premio al estudiante cuando su puntaje se traducía en admisión a la universidad deseada.
Las primeras universidades en aplicar el SAT, Princeton y Harvard -ambas privadas, pero beneficiarias de importantes subvenciones gubernamentales- también hicieron de dicha prueba una herramienta confiable para concentrar las mentes más brillantes del país. En este sentido, esas universidades, de acuerdo con su presupuesto y facilidades, pudieron planificar un número manejable de estudiantes a admitir en sus distintas carreras; manejable en el sentido de evitar que un número excesivo amenazara la calidad del aprendizaje. Quienes deseaban la admisión a estas universidades -que eran miles dado su alto prestigio- debían lograr un puntaje igual o superior a un mínimo exigido; caso contrario tendrían que buscar otro centro educativo. En los EE. UU. esto no representó ni representa un gran problema, dada la abundante disponibilidad de otros centros de educación superior de distintos niveles de prestigio.
En países como Honduras, la práctica de exámenes de admisión a las universidades era inexistente hasta hace unos años atrás. Esto no pareció representar un problema debido al bajo porcentaje de graduados del nivel medio que aspiraba a entrar a las aulas universitarias. Sin embargo, en los años ochenta el número de aspirantes comenzó a crecer. Las universidades públicas se masificaron. El problema devino mayúsculo ante la inexistencia o poco número de otras universidades y al crecimiento insuficiente o a la mala administración del presupuesto universitario. Y tal crisis coincidió con la de todo el sistema y con la respuesta económica de moda, los ajustes de corte neoliberal.
De acuerdo con las recetas del ajuste estructural, las universidades públicas sufrieron recortes drásticos, que la masividad obligó -en el mejor de los casos- a racionalizar el presupuesto y, en el peor, a trasladar parte de los costos a los bolsillos familiares (p.ej. alza del precio de la matrícula, pagos por trámites y servicios, etc.) y a introducir exámenes de admisión como mecanismo para controlar la entrada de un número manejable de estudiantes. En el caso de Honduras, la crisis de la UNAH estimuló el surgimiento de las universidades privadas, que terminaron captando dos tipos de clientela.
Primero, los buscadores de un clima universitario políticamente menos agitado y supuestamente de calidad superior a la UNAH. Más tarde, atraerían a los estudiantes con puntajes PAA insuficientes para admisión. Entonces, a diferencia de las Princeton o Harvard, que apostaron a quedarse con los supuestamente más talentosos, las universidades privadas de Honduras brindaron una alternativa, aunque a mayor costo, al estudiantado excluido. En cuanto a la calidad, la generalidad de estas universidades la encomendaron a un marketing creador de ilusiones.
La argumentación neoliberal es que el estudiante con bajo puntaje PAA no amerita el costo que implica al fisco, en tanto tiende a fracasar o a presionar hacia la baja de los niveles de exigencia de cada asignatura. Si este estudiante desea persistir, deberá pagar por ello, o sea, prepararse mejor para dos pruebas u oportunidades adicionales o matricularse en una universidad privada. No obstante, dos asuntos emergen problemáticos: qué alternativas se le brindan al estudiantado incapaz de costearse la permanencia en una universidad privada y cómo se garantiza que dicha oferta privada mantenga una calidad aceptable. En relación con las alternativas, la respuesta pública y privada ha sido tímida, siendo la modalidad CEUTEC una digna de mención. En relación con la calidad, resta mucho de qué hablar y lo dejaré para otra ocasión.
¿Eliminar la PAA practicada en la UNAH? Me parece que cualesquiera sean los argumentos esgrimidos a favor o en contra de tal medida, lo nodal está en eso que los economistas llaman “costo-beneficio” -criterio que los abogados, mayoritarios en el Congreso y en otros centros de decisión, generalmente pasan por alto. Eliminada la PAA es inevitable la masificación. Y esto no debería ser problema en tanto la calidad no resultara perjudicada. Un mayor número de estudiantes implica la elevación de costos al tener que aumentar el número de aulas, docentes, laboratorios, bibliotecas y otras facilidades.
De no ser así, la calidad comienza a declinar. ¿Está dispuesto el Congreso a elevar el presupuesto universitario y/o a garantizar su utilización racional? ¿Han estimado los legisladores el nuevo monto razonable de dicho presupuesto? Y suponiendo que se aumentara el presupuesto a las universidades públicas ¿han reflexionado los congresistas en las implicaciones de esta decisión sobre el presupuesto destinado al nivel educativo básico y medio? ¿Y cuál es, para nuestros diputados, el nivel educativo prioritario?
Ideal, óptimo, es el abrir las puertas de las universidades a todos los buscadores de conocimiento especializado. La UNESCO está clamando por la educación universal y para toda la vida. Existen muchas maneras de asumir el desafío de la UNESCO, y dichosamente el avance tecnológico está facilitando llevar las aulas a los hogares, pero todas esas alternativas demandan voluntad política y recursos. ¿Qué puede hacer un país de ingreso medio como Honduras para masificar las oportunidades de educación? ¿Qué puede resultar viable por ahora? Enfatizo lo “viable” porque no se trata simplemente de abrir puertas a servicios educativos mediocres. Eso es engañarse y perder el tiempo. Buscar lo óptimo, lo justo, lo apropiado, pero sin desconsiderar sus costos (de todo tipo), estará siempre en la mesa de las buenas decisiones.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas
2 respuestas
Una solución es abrir una escuela postsecundaria técnica para preparar profesionales para el trabajo. Se podría convertir el INFOP en es “universidad técnica” o universal para la vocación de necesitados jóvenes sin aptitudes para las exigencias académicas para la Universidad tradicional.
No hay más que decir el gobierno no le puede solucionar los problemas remorales, así como está el infop es suficiente pero no, no quiere hacer las cosas para las cuales podría estar habilitado, quiere venirse del pueblo, con una calidad secundaria mediocre, para andar de saco y corbata, para que al menos le digan lic. Y ahora con los actuales legisladores que e su mayoría fueron estudiantes mediocres o que salieron del poder judicial, quieren venganza porque sus pupilos creyeron que el poco saber de sus progenitores se le iba a pegar por el hecho de vivir en la misma casa y no pueden aprobar la PAA, que no es un examen, si no que mide si están capacitados para confiarle la salud de los pacientes o para, hacer pasteles, decorar o belleza y estas carreras no existen en la unah.