La Tolva donde mueren los privados de libertad

La perspectiva humanista del sistema penitenciario

Por: Virginia Contreras

Ex Coordinadora de la División de Seguridad Pública de la MACCIH y asesora en materia de seguridad y defensa para América Latina

En un mundo globalizado, en donde la violencia se ha convertido en el ambiente natural en gran parte del planeta, sugerir una perspectiva humanista para la solución de los problemas pudiera resultar risible. Probablemente, si tuviéramos la oportunidad de hablar sobre el tema con los líderes de algunas de las naciones que se encuentran en guerra, declarada o no, su respuesta seria al menos irónica. ¿Cómo puedo aplicar una perspectiva humanista frente a quienes nos están masacrando? Respondería alguno. Y no le faltaría razón, si consideramos que frente a lo que apreciamos como una injusticia, la actitud más común seria de indignación y rabia.

Puede que, en circunstancias de extrema gravedad, en donde los hechos gravosos han surgido de manera prácticamente inmediata, la reacción frente a estos no pueda ser otra que rechazarlos contundentemente, en defensa de la soberanía nacional y la protección de la población. No obstante, cuando la violencia llega con preaviso, la estrategia para contenerla no tiene que ser la misma. Más aún, si en muchos de estos casos pudiera achacársele como parte de la causa nuestra propia decidía, la incompetencia para resolver los problemas y la cohabitación de un elemento que corroe la moral de las personas y daña a las instituciones del Estado, como lo es la corrupción.

El proceso penal en la región está determinado en la práctica por cuatro actores fundamentales.  Aparte del sistema judicial propiamente dicho, se encuentra el Ministerio Publico, el cual detenta la acción penal, la policía, encargada de la prevención de los delitos y de la seguridad ciudadana, y el sistema penitenciario. En el caso de Honduras, de manera temporal y de acuerdo al Decreto Ejecutivo PCM-03-2022, la Policía Nacional de Honduras, a través de su Directorio Estratégico, ha asumido todas las competencias y facultades legales otorgadas a las autoridades superiores que integran el Sistema Penitenciario Nacional.

Hace unos días, los medios de comunicación social reseñaron la existencia de enfrentamientos simultáneos por parte de reclusos pertenecientes a pandillas rivales en cuatro cárceles de cuatro ciudades de Honduras, Támara, El Porvenir, Santa Bárbara y Morocelí. El resultado fue un preso muerto y una decena de ellos heridos. Como consecuencia de esta situación, el Ejecutivo Nacional decidió prorrogar por 1 año la declaratoria de Estado de Emergencia del Sistema Penitenciario, decretada el pasado año, así como la vigencia del Decreto Ejecutivo PCM 03-2022 de fecha 01 de marzo de 2022, vinculado al proceso de traspaso gradual y progresivo del Sistema Nacional Penitenciario, cuyas actividades se encuentran en un alto porcentaje ejecutadas por personal militar, las cuales serán realizadas por autoridades civiles no uniformadas. Organizaciones internacionales, han manifestado su preocupación por la crisis que se ha generado en las cárceles hondureñas, entre ellas la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Honduras (Oacnudh) quien pidió al Estado tomar «medidas urgentes» para garantizar la seguridad de los presos.

La situación carcelaria en Honduras no es una novedad. Casualmente en julio del año pasado se produjeron otros enfrentamientos entre pandilleros presos en el penal de Santa Bárbara, con el resultado de seis reclusos muertos. Ya en enero de ese año, en la cárcel de El Porvenir, en la costa del Caribe hondureño, cuatro reclusos habían muerto y otros 11 resultaron heridos, por hechos similares en un enfrentamiento entre reos. Podríamos pasar años reseñando la cantidad de hechos terribles que desde hace décadas se han producido en los centros de reclusión del país. 

Como afirmaba Concepción Arenal, la primera visitadora oficial de prisiones de España (1820/1893) en su visión social y humanista del sistema penitenciario, las cárceles no son más que el espejo de la sociedad.  Honduras no es la excepción. De acuerdo con el informe “Balance de los Homicidios 2022”, publicado por la organización “InSight Crime”, América Latina es la región más violenta del mundo dentro de aquellas que no padecen conflictos armados formales. El primer lugar del ránking de países con mayor violencia lo ocupa Venezuela, (medido en función de su tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes), con alrededor de 40,4 homicidios según este índice, con una población aproximada de 28,2 millones de personas.

En el segundo lugar se encuentra posicionada Honduras, con 35,8 homicidios, colocándose como el país más violento de Centroamérica. Esto, a pesar de haber reducido su tasa de homicidios en un 12,7% en comparación al balance del año 2021. El narcotráfico, el crimen organizado, así como los altos índices de corrupción e impunidad son elementos a tomar en cuenta en estos análisis.

Honduras sigue siendo uno de los países más pobres y desiguales del hemisferio occidental. En 2019, alrededor de la mitad de la población sobrevivía con menos de 6,85 dólares al día. La pobreza extrema alcanzó 12,7 por ciento (US$2,15 por día PPA para el 2017) y la desigualdad, (Índice Gini), llegó a 48,2 ese mismo año. Si bien para el 2021 el país vivió una mejora económica, acompañada de una reducción estimada de la pobreza ese año (al 53,3 por ciento la pobreza moderada), la alta inflación en 2022 limitó un progreso superior. Las estimaciones hablan de la disminución de la tasa de pobreza hasta alcanzar 52,4 por ciento, llevando la pobreza extrema al 13,3 por ciento en 2022, mientras que el Índice Gini se situó en 47,5 por ciento. De acuerdo al indicador de Capital Humano del Banco Central, los resultados de desarrollo humano en el país se encuentran entre los más bajos de América Latina y el Caribe. No es casualidad entonces, la salida de personas refugiadas y migrantes integrantes de movimientos mixtos que se han dirigido hacia los Estados Unidos buscando un nuevo horizonte.

Bajo estas circunstancias se han formado la mayoría de los ciudadanos que hoy en día se encuentran presos en las cárceles hondureñas. No son delincuentes con características físicas especiales, como lo hubiera afirmado Lombroso en sus famosos tratados sobre el delincuente. Tampoco son seres excepcionales con problemas biológicos o hereditarios que los han obligado a delinquir. Son seres humanos que han tenido la mala suerte de nacer bajo todo tipo de carencias, incluyendo afectivas, y que poco a poco aprendieron que la única manera de sobrevivir era haciendo lo único que sabían hacer, delinquir. No es una justificación, es la realidad. Solo conociendo esta, podremos establecer estrategias eficientes que contribuyan a resolver paulatinamente el problema de fondo.

Si la situación para los ciudadanos comunes en Honduras es preocupante, para la población penitenciaria esta no llega a ser mejor. El sistema penitenciario del país posee 26 cárceles, con una población de aproximadamente 19.658 presos, siendo que su capacidad instalada es de 8.000 personas. Además, menos de la mitad de los reclusos han sido sentenciados. En otras palabras, más de la mitad de la población penitenciaria se encuentra a la espera de juicio en detención preventiva.

La prisión preventiva puede durar meses, tal vez años. Resulta paradójico que, a pesar de existir el principio universal de presunción de inocencia, se siga utilizando este mecanismo, no solo en Honduras, sino en muchos países del mundo, como un hecho natural dentro de los sistemas procesales penales. La regla es el juzgamiento de la persona en libertad, salvo circunstancias excepcionales, como el peligro de fuga o la alta peligrosidad que pueda representar el indiciado.

El impacto de esta práctica resulta altamente perjudicial, no solo para el procesado y su familia, sino para el Estado mismo. Estando el detenido a la orden del tribunal de la causa, mal puede la administración ejercer sus funciones de reeducación y rehabilitación, lo que equivaldría a facilitarle posibilidades de capacitación o trabajo, cuando aquel depende de la autoridad judicial y potencialmente podría recuperar su libertad en cualquier momento. Esto incluye la imposibilidad de trasladarlo hacia otro centro carcelario sin autorización judicial; y lo que es más grave aún, dada la exposición a la violencia entre los detenidos, existe un alto porcentaje de posibilidades respecto a un posible daño, o incluso la muerte de aquel, mientras se encuentra en reclusión.

Adicionalmente, en las cárceles de Honduras existen una cantidad de falencias, que van desde el pésimo estado físico de muchas de sus edificaciones, hasta situaciones de insalubridad y deficiencia en la atención primaria al recluso. En un hábitat, en donde el hacinamiento es la regla, resulta muy difícil garantizar el derecho a la vida de los propios reclusos, la posibilidad de reeducación, e incluso las situaciones más elementales como el ejercicio de algún deporte que impida el ocio, el cual es el caldo de cultivo para la drogadicción y la violencia. El mismo hecho de la población excesiva, impide todo tipo de controles, así como facilita la comisión de delitos de toda naturaleza, incluyendo los sexuales. De allí que las cárceles sean catalogadas como verdaderas academias del crimen, dicho incluso por las mismas autoridades que las administran.

La violencia intramuros es algo cotidiano. Estando bajo condiciones de hacinamiento como las señaladas, y conviviendo con todo tipo de personas de distintas culturas y peligrosidad, aun bajo el lema de la existencia de un sistema de clasificación de presos, poco confiable, la población reclusa convive bajo el dominio de sus propias armas, y se mantiene mediante el tráfico de drogas. Nuestra experiencia, trabajando en las cárceles, y nuestro trabajo en la División de Seguridad Publica de la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (OEA/MACCIH), nos permitió aportar algunas ideas para apoyar al sistema penitenciario hondureño. Nuestro trabajo no era una misión de escritorio. Para cumplirlo, visitamos distintas cárceles y centros penitenciarios en el país. Allí pudimos apreciar la situación carcelaria de primera mano. Incluso, bajo la posibilidad del rechazo que pudieran causar nuestras opiniones, advertimos a las autoridades de la grave situación, ya cotidiana en las cárceles del continente, respecto al tráfico de drogas y de armas hacia dichos centros penitenciarios. A diferencia de lo que muchos ingenuamente pudieran pensar, quienes están en condiciones de facilitar el ingreso de altas cantidades de drogas, de armas de guerra, incluyendo granadas, y hasta de machetes, no son las ancianas madres de los reclusos, que a duras penas pueden caminar hasta la cárcel, sino quienes en muchos casos ejercen funciones dentro de estos centros.

Por supuesto que todo esto tiene que cambiar, tanto las causas sociales que generan los delitos, como las condiciones en que se pretende reeducar al reo, pero esto no sucederá de la noche a la mañana. Mientras tanto, es necesario trabajar con lo que se tiene, desechando lo que en el pasado no ha podido funcionar, y buscando alianzas con todos los involucrados tanto por razones legales, como en función de sus capacidades e intereses. La vieja receta de construir cárceles a diestra y siniestra, por ejemplo, salvo que se utilice para eliminar las anteriores y garantizarle al reo una vida más digna, carece de aplicación práctica, entre otras cosas porque nadie puede pretender llenar el país de centros penitenciarios.

El Ejecutivo Nacional ha informado a la colectividad sobre acciones diligentes que empezaran a ejecutarse para atender la situación penitenciaria, exacerbada por los hechos de violencia comentados. Evidentemente, que estando bajo su competencia la administración del sistema penitenciario, tiene bajo su responsabilidad hacer de ese mandato constitucional respecto a que “las cárceles son establecimientos de seguridad y defensa social. Se procurará en ellas la rehabilitación del recluido y su preparación para el trabajo”, una realidad. No obstante, esta obligación también corresponde a otras autoridades del Poder Público, cuya labor es vital para garantizar la vida y el respeto a los derechos humanos en reclusión, amén de su obligación de actuar con celeridad y eficiencia en el cumplimiento de sus funciones.  Nos referimos al Poder Judicial.

Siendo el hacinamiento uno de los problemas más graves dentro del sistema penitenciario, algo hay que hacer para evitar que las cárceles se sigan llenando de presos. De continuar la situación actual, no hay que ser vidente para advertir que, así como explota un globo cuando el exceso de presión lo hace superar su capacidad, igualmente explotaran las cárceles. No será hoy, ni será mañana, pero las leyes naturales, que impiden llenar sin freno los espacios, harán su trabajo. De allí, que solo por el hecho de cumplir los jueces de manera eficiente sus funciones regulares, de juzgar al procesado en libertad, contribuirán en gran medida a aliviar el exceso de población penitenciaria. De igual forma, al ser dichos funcionarios la única autoridad competente para dictar sentencias, bastara que lo hagan respetando los lapsos procesales, para lograr disminuir ese altísimo porcentaje de población en prisión preventiva con el que cuentan las cárceles hondureñas.

De otro particular, en el caso de los jueces de ejecución de la pena, su presencia crea un espacio institucional para el restablecimiento de los derechos que fueren conculcados al reo, e incluso para que se les concedan beneficios que las leyes penitenciarias establecen, si estos fueren denegados injustamente. Estos juecestienen la facultad, entre otras, de imponer, sustituir, modificar o hacer cesar las medidas de seguridad al reo, velar por el fiel cumplimiento de las finalidades de la pena, como lo es la reeducación y socialización del condenado, así como todo lo relacionado con la tutela de los derechos de este, la ejecución de sentencias y medidas de seguridad, y la suspensión condicional del proceso si fuere el caso. Adicionalmente, tienen la facultad de velar por la correcta aplicación de las normas que regulan el régimen penitenciario, corrigiendo los abusos que se produzcan en el cumplimiento de las normas contenidas en la legislación penitenciaria.

Vemos pues, que la labor de los funcionarios judiciales resulta fundamental a la hora de apoyar a lo que podríamos denominar la “normalización del sistema penitenciario”. De igual manera, la participación deotros operadores involucrados en el sistema carcelario es fundamental. Nos referimos a los fiscales del Ministerio Publico, defensores públicos, abogados en el ejercicio privado de la profesión y otros funcionarios y demás personal que labora en los distintos establecimientos penitenciarios.

La participación de la ciudadanía, los grupos de derechos humanos y aquellos creados en soporte a la población penitenciaria, son necesarios para el apoyo en la ejecución de medidas justas, equitativas y transparentes que garanticen la paz social en las cárceles. Las universidades, y academia en general, pueden facilitar agilizar programas académicos al personal penitenciario, que con tanta urgencia se requiere en las cárceles. Los grupos de familiares de la población reclusa, entre muchos otros, son aliados importantes para apoyar la buena conducta que pueda mantener el detenido. Las autoridades tendrán la última palabra a la hora de encarar una estrategia más humanista, que beneficie a todos y que permita la posibilidad de reeducación del reo. Valdría la pena preguntarnos qué puede resultar más proactivo, si continuar trabajando bajo el lema de “ya verás lo que te va a pasar si continuas con tu mala conducta”, o sustituirlo por “mira lo que ganas con tu buena actitud”.

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