La desdicha de mi país comienza desde el nombre. Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, honduras significa «Tratar de cosas profundas y dificultosas», y la semántica nunca fue más acertada ya que vivimos en una hondura, un pozo creado por los mismos que promueven una democracia que no existe.
El 14 de agosto de 2007 salí de Honduras, no fue una decisión fácil, pero tenía que hacerlo. Emigré a Estados Unidos por diferentes razones, pero había una en especial que en aquel entonces nadie sabía y que hasta ahora muy pocos saben: meses antes de salir del país recibí amenazas de muerte. Durante un año me desempeñé como director de comunicaciones de una entidad de gobierno ―aquel gobierno que en el 2009 fue derrocado por un golpe de estado militar― y ejerciendo ese cargo recibí una propuesta para ser parte del selecto grupo de corruptos del país la cual no acepté. Luego comenzó el acoso.
Hoy, once años después, la corrupción se ha convertido en una metástasis que ha infectado a todo nivel a la mayoría de los políticos. La situación solo ha empeorado dado que la condición política y socioeconómica de Honduras es aún peor, los índices de homicidio son altísimos y la violencia se ha apoderado de un país donde el precio de una vida es más bajo que el de un teléfono celular.
Después del caos que ha causado las pasadas elecciones por las irregularidades y las innumerables denuncias de fraude, el presidente Juan Orlando Hernández, quien de manera cínica y descarada violó la constitución al reelegirse, llamó a la unión, el dialogo y la paz. Irónicamente, como muestra de su propuesta pacífica, envía a las calles a la policía militar fuertemente armada para reprimir al pueblo que según él lo eligió; una muestra clara de que el presidente ha perdido la capacidad de gobernar un país que se le fue de las manos desde el momento en que decidió convertirse en uno más de la lista negra de gobernantes latinoamericanos adictos al poder.
Las marchas pacíficas se han vuelto violentas ―una situación que no comparto pero puedo entender― y los reportes de enfrentamientos y asesinatos son cada día más comunes en los diarios y noticieros. En las calles el pueblo se enfrenta a la policía mientras que los poderosos y gobernantes «gobiernan» desde sus casas y oficinas utilizando el caos como cortina de humo.
Las recientes elecciones presidenciales en Honduras han puesto al país al borde de una guerra civil que provocará una migración masiva como sucediera en la década de 1980 en otros países de la región como El Salvador y Nicaragua. La violencia, el hambre, los constantes abusos de poder y la ley parcializada son algunas de las razones que despertaron la ira del pueblo, y lo que debió ser una fiesta cívica se convirtió en el inicio de una guerra sin cuartel entre aquellos que pretenden gobernar a la fuerza y los que se resisten a vivir en la miseria.
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El destino del país es incierto y los partidos de oposición también tienen su cuota de culpa por prestarse a la farsa de las elecciones del pasado noviembre. Mientras tanto, el presidente Hernández no abandonará el poder porque sabe que hay más que eso en juego; por su parte los hondureños hacen valer su derecho y no dan tregua, demostrando, incluso, que están dispuestos a entregar su vida en las calles por defender la democracia.
*Mario Ramos (Tegucigalpa, 1977). Fotógrafo, productor de televisión y cineasta hondureño ganador del premio EMMY en 2016.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas
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Excelente comentario