La interminable ocupación israelí

Israel no pasó la prueba de la COVID-19

 

Por Shlomo Ben-Ami

TEL AVIV – En el inicio del nuevo año judío a fines del mes pasado, Israel sufría su segundo confinamiento a nivel nacional después de que las tasas per cápita de contagio y muertes por la COVID-19 alcanzaran uno de los niveles más altos del mundo. ¿Cómo pudo fracasar de manera tan espectacular a la hora de contener la pandemia un país con fronteras prácticamente cerradas, sofisticadas tecnologías y capacidades institucionales, un sistema de salud eficiente y de alta calidad, y una cultura de solidaridad en épocas de guerra?

Aunque muchos años de economía neoliberal ciertamente incidieron sobre el sistema de bienestar del país, la respuesta no está allí. En parte, es el enfoque engañoso y displicente que adoptó Benjamín Netanyahu para gestionar la crisis —y, en términos más generales, para gobernar— lo que quedó expuesto; pero, en términos más fundamentales, el fracaso de Israel durante la pandemia refleja la sociedad profundamente fragmentada y el sistema político disfuncional que ha aprovechado Netanyahu durante su carrera.

El virus dejó expuesto a Israel como una federación polarizada cuyas diversas tribus priorizan sus intereses sectarios frente al bien común. La comunidad ultraortodoxa, por ejemplo, trató de ejercer su autonomía por sobre todas las cosas —y pagó el precio, con las mayores tasas de contagio de COVID-19 del país—. Aunque esta comunidad solo incluye cerca del 12 % de la población israelí, constituye casi la mitad de las personas contagiadas de más de 65 y menos de 18 años de edad. Hasta hace poco, la comunidad árabe israelí —el 21% de la población— la seguía de cerca.

Pero el desafío de las normas no es monopolio de las minorías israelíes. Romper las convenciones, la falta de disciplina innata y el desprecio por la autoridad —las propias características a las que algunos expertos atribuyen la extraordinaria creatividad del país como «nación de nuevas empresas»— son un sello distintivo nacional. Netanyahu y sus ministros, quienes fueron descubiertos infringiendo las medidas de precaución que habían impuesto al país, reflejan un fenómeno más amplio: el gobierno no ha sido precisamente un rol a seguir para la gente indisciplinada.

Netanyahu basó su carrera en fomentar las divisiones sectoriales. A diferencia del presidente francés Emmanuel Macron, quien ahora lanzó una campaña contra el separatismo islámico en Francia, Netanyahu aprovechó la rápida escalada del combate cultural. En especial, creó una coalición corrupta con la comunidad ultraortodoxa, curso apoyo político compró con el esfuerzo y sacrificio de otros sectores de la sociedad.

En primer lugar, alienta activamente el estilo de vida improductivo y oneroso de los ultraortodoxos, cuyas tasas de fertilidad son increíblemente elevadas (con un promedio de 7,1 niños por mujer, cuando el promedio generales de 3,1). Más aún, apenas la mitad de los hombres ultraortodoxos participan en el mercado de trabajo. Y la comunidad incluye aproximadamente a 135 000 estudiantes de la yeshivá, que rechazan el servicio militar y solo estudian las escrituras, una educación que no los prepara para la vida moderna.

¿Quién paga este estilo de vida? La dinámica clase media laica israelí, que produce gran parte de la riqueza del país, soporta la carga del servicio militar y representa una gran proporción de los ingresos fiscales del gobierno.

Ahora la pandemia agrava esos costos. En vez de seguir el consejo de los expertos e imponer confinamientos específicos para las comunidades más golpeadas —como los ultraortodoxos—, Netanyahu prefirió medidas de alcance nacional y castigó a los grupos que hacen funcionar la economía israelí para evitar centrarse en sus votantes clave. La totalidad del país es, a efectos prácticos, rehén de la conveniencia política.

Pero los motivos de Netanyahu para imponer otro confinamiento van más allá de apaciguar a la comunidad ultraortodoxa. Su juicio por corrupción, que ya fue demorado por las tácticas de sus abogados para entorpecerlo, se reanudará en enero. Netanyahu no rehuirá ningún truco sucio para interrumpir ese proceso, que amenaza con mantener en la conciencia nacional sus escándalos por sobornos y corrupción, y las dudas sobre su capacidad para liderar.

El juicio anticorrupción de Netanyahu también es decididamente un motivo clave para su reiterado boicot a un acuerdo para aprobar un nuevo presupuesto. Mientras no haya acuerdo, habrá oportunidades regulares para disolver el parlamento y llamar a nuevas elecciones, un resultado que podría finalmente permitir a Netanyahu formar una coalición dispuesta a bloquear la acusación a un primer ministro en funciones.

Ciertamente, a fines de agosto, Netanyahu acordó con su socio en la coalición, Benny Gantz (del Partido Azul y Blanco) posponerla 100 días, evitando por poco las cuartas elecciones israelíes en dos años. Pero eso probablemente refleja el hecho de que las encuestas de opinión indican una brusca caída del apoyo a Likud, el partido de Netanyahu. Probablemente él espera que esto haya cambiado cuando llegue la nueva fecha límite para el presupuesto.

Mientras tanto, busca cambiar la conversación, no con un liderazgo real sino mediante la supresión del disenso. Ha estado usando la crisis de la COVID-19 como pretexto para llevar adelante una vigilancia digital al estilo chino y limitar fuertemente el derecho a manifestarse.

Las protestas masivas por la supuesta corrupción de Netanyahu y la gestión de la pandemia por el gobierno se prolongan desde hace meses. Para sacar a los manifestantes de la calle —y de las noticias— Netanyahu respaldó una norma que prohíbe a los manifestantes realizar manifestaciones a más de 1 kilómetro (0,61 millas) de su lugar de residencia, con el pretexto de detener la difusión de la COVID-19. Esta medida también buscó aplacar a sus aliados ortodoxos, ya que creó una falsa simetría entre la prohibición de las protestas en espacios abiertos (donde el riesgo de contagio es mínimo) y la restricción a las plegarias en las sinagogas (un foco de contagio).

Pero el tiro le salió por la culata. Como no podían participar en una única protesta localizada frente a la residencia del primer ministro en Jerusalén, los manifestantes comenzaron a protestar cerca de sus hogares… en todo el país.

Esta demostración nacional de furia popular también es un modelo de resistencia cívica creativa y organizada. El despliegue de grupos que lideran el ataque —con nombres como «Bandera Negra» y «Ministro del crimen»— están compuestos en gran medida por israelíes jóvenes, educados y escrupulosos, y muchos trabajadores por cuenta propia que enfrentan graves dificultades económicas. Es poco probable que se rindan fácilmente, a pesar de los esfuerzos de Netanyahu.

Pero aunque su liderazgo narcisista necesita resistencia, la agitación en Israel implica riesgos significativos. Israel no solo se ve asediada por un virus mortal, sino también por la política de identidad, la lucha sectaria y el liderazgo deshonesto. A medida que se multiplican las consecuencias económicas del confinamiento, las tensiones sociales y políticas no harán más que aumentar. Como señaló ominosamente el presidente Reuven Rivlin la semana pasada, «el aire está lleno de pólvora».

Shlomo Ben-Ami, ex ministro de Asuntos Exteriores israelí, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Es autor de Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy (Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí).

  • Jorge Burgos
    Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. jorgeburgos@criterio.hn

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