El debate sobre la ley del Consejo Nacional de Defensa y Seguridad

Intolerancia e irrespeto en una sociedad confrontada

Por: Leticia Salomón

(Por Thelma y Melo)

Esta democracia nuestra tiene muchos problemas, pero uno de los principales es el creciente deterioro de los valores democráticos, en particular el pluralismo, la tolerancia y el respeto a los que son y piensan diferente. La situación se complica en la medida en que la sociedad se ha ido polarizando y confrontando, con más intensidad desde el golpe de Estado de 2009. Desde entonces, la delgada franja gris que separa los polos blanco y negro se ha ido reduciendo al punto de casi desaparecer en la actualidad.

Resulta sorprendente y hasta preocupante ver la forma en que se ha roto la comunicación entre los que piensan diferente y la forma en que las relaciones se vuelven agresivas, violentas, irrespetuosas, intimidantes, amenazantes. Así, vemos personas que llevan al extremo su desencanto y frustración con el presente y futuro del país, que agreden a los otros acusándolos con facilidad de ladrones, vendidos, corruptos y tarifados, a veces sin conocerlos, escondiéndose en la comodidad e impunidad de las redes sociales.

En ese mundo oscuro y deformado, cualquiera opina sin conocimiento, descalifica sin referentes, ataca sin límites y cada vez con menos respeto y más violencia.

Es importante identificarlos como sectores más que como personas, lo cual puede llegar a ser casi imposible por la facilidad con que cualquiera crea cuentas falsas o hackea la de los adversarios, para intentar establecer si son ataques de individuos en general, de partidarios enardecidos o de asalariados contratados para atacar.

Si nos imaginamos una pirámide, veremos con mayor precisión el peso de los grupos dentro de la misma: en la parte inferior y más amplia se encuentra el primer grupo, ahí entran personas comunes y corrientes que encuentran en las redes sociales la protección del anonimato y la impunidad, navegan por ahí con la agresividad a flor de piel, satisfechos de su poder para insultar o denigrar, aprovechando los espacios, macheteando el idioma y alcanzando su objetivo de ofender o intimidar a todos y por cualquier motivo.

En el segundo grupo entran los simpatizantes de uno u otro partido, de uno u otro líder político, plenamente convencidos de que el suyo es superior a los otros; generalmente se ubican en las redes de funcionarios de gobierno o líderes del partido de gobierno, listos para atacar, si son oposición, o para defender si son simpatizantes; también se ubican en las redes de líderes de oposición, con igual propósito: atacar o defender según sus preferencias partidarias.

En el tercer grupo entran los asalariados contratados para cumplir su misión de atacar, denigrar, insultar, amenazar e intimidar; pueden ser pagados por líderes o partidos opositores para reproducir las líneas de ataque que vienen desde arriba y que son los vehículos que canalizan las estrategias diseñadas para lograr sus objetivos. También pueden ser contratados por líderes, grupos o simpatizantes de gobierno que se sienten débiles y deciden “lanzar la jauría” a quienes los critican o cuestionan.

En todos los casos señalados es casi imposible identificarlos y puede ser cualquiera que se sienta con el derecho de atacar, protegido por la impunidad que otorga el anonimato. Ocurre también cuando asesinan a un ciudadano común, un periodista, un profesor o un dirigente estudiantil; nunca se sabe si fueron delincuentes comunes, mareros, narcotraficantes, rencillas personales o maridos celosos, por la impunidad que caracteriza al país.

De todas maneras, ahí está la sociedad confrontada y polarizada; políticos echándole leña al fuego con señalamientos verbales primarios y vulgares, atacando sin límites en un prolongado proceso furibundo e irrespetuoso; periodistas y comentaristas agresivos, petulantes, prepotentes y misóginos; pastores y uno que otro sacerdote, mandando mensajes iracundos e inapropiados; profesores estimulando la confrontación, estudiantes traspasando límites. Lo peor de todo es que todos somos o podemos ser víctimas; de hecho, lo somos cada día cuando un comentario, un anuncio o una fotografía despierta los más bajos instintos y las más iracundas reacciones.

El derecho a la crítica al desempeño público o privado; el derecho a la libertad de expresión de todos y no solo de los periodistas; el derecho a la libertad académica dentro y fuera de las universidades y hasta el derecho a pensar diferente nos puede colocar en el ojo del huracán: del maestro que se incomoda con la opinión de un estudiante; del jefe que se altera cuando el subalterno dice lo que piensa; del funcionario que estalla con los datos de una encuesta que no les favorece; del amigo que salta furioso cuando escucha opiniones contrarias; del joven o adulto que tiene una pegatina de su líder, movimiento o partido; de los chat que ahuyentan a cualquiera con su nivel de agresividad e intolerancia; de estos políticos desfasados o anquilosados que en lugar de propuestas, exhiben complejos, ignorancia y prepotencia.

A todos nos toca moderar el lenguaje, el tono y la forma de decir las cosas para dejar de seguir echando gasolina al fuego; nos toca bajarnos del pedestal de jueces implacables con derecho a juzgar a todos menos a nosotros mismos; a organizaciones de sociedad civil que aspiran a obtener cuotas de poder político; a decidir sobre lo que deben o no deben hacer los funcionarios en la formulación de políticas públicas; a realizar estudios para incomodar y no para aportar; a sustituir la necesaria independencia por la fácil oposición, igualmente agresiva y violenta.

Nuestra realidad se ha vuelto tan compleja que es difícil, si no imposible, identificar a quienes violan nuestros derechos. Antes era fácil identificarlos porque siempre venían del Estado; hoy puede venir de cualquiera que tenga algún tipo de poder sobre nosotros o que crea tenerlo y se puede expresar en cualquier espacio, siendo el más común y peligroso el de las redes sociales.

Es urgente darle seguimiento a la forma en que evolucionan o involucionan los valores democráticos y el papel que juegan varias instancias estatales y sociales, con seis temas centrales: 1) espacios públicos libres de confrontación y polarización; 2) discursos políticos libres de ataques y amenazas; 3) libertad para expresar ideas y opiniones sin temor a ser atacados y denigrados (y no solo por el gobierno); 4) monitoreo y denuncia de la agresividad política y social; 5) oposición política con valores democráticos; 6) reducción de la confrontación y polarización en periodistas, pastores/sacerdotes, profesores, padres de familia, vecinos, amigos.

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