Por: Roger Marín Neda
Entre líneas.
Siempre sospeché que la corrupción es un fenómeno mucho más profundo, complejo, poderoso y peligroso que cuanto la opinión pública reclama, y que es ahí donde se encuentra la razón de la impunidad.
Hasta que una mañana, en un curso de macroeconomía en la Universidad de Harvard, escuché a un profesor algo que me replanteó el problema por entero: “Temo que el análisis macroeconómico es incompleto si no incluye la influencia de la corrupción. Algunos estamos estudiando el tema.”
Quedé perplejo. Si la corrupción no es solamente asunto de personas aisladas, de ética y de ley, y si distorsiona la macroeconomía – los agregados fundamentales del comportamiento económico del gobierno, del sector privado y de la sociedad en general- entonces poco queda libre de su influencia. El antiguo problema aparece así mal planteado. Es como armar un rompecabezas con las piezas correctas y el modelo equivocado.
Imaginemos un mercado donde la corrupción es un producto, un servicio con valor económico, que tiene su oferta –funcionarios públicos-, y su demanda –las empresas. Es un mercado clandestino, donde se transan informaciones privilegiadas sobre compras del sector público, y la selección sobornada de oferentes privados.
Ese mercado opera desde los niveles más altos hasta los inferiores de la oferta, donde unos negocian licitaciones millonarias, y otros hasta compras de proveeduría.
La mayoría de los funcionarios y de los empresarios son gente honrada. Si todos fuesen corruptos, la excepción se convertiría en regla, y la corrupción sería transparente, algo contradictorio en sí mismo, que mataría al mercado. En esto, la corrupción se diferencia del cáncer.
Pero los funcionarios honrados y los empresarios correctos estorban en el mercado de la corrupción. El sector público es el comprador más grande de bienes y servicios, y en algunos es el comprador exclusivo. Las empresas honestas siempre pierden las compras y las licitaciones, pero no siempre pueden quedarse al margen sin perjudicar sus negocios. A veces se unen a la fiesta. Todo esto genera una cultura de corrupción, de la que algunos no logran o no pueden escapar.
Los delitos de este mercado subterráneo, como el soborno, el fraude y las facturaciones infladas, elevan el déficit fiscal, la deuda pública y los pagos en dólares al exterior.
Y estos factores, sumados al pago de la burocracia política (paracaidistas), terminan arruinando las finanzas públicas. Los gobiernos suben entonces los impuestos, y cargan a los contribuyentes, además, el costo acumulado del nepotismo, del clientelismo, de la incompetencia, de la ostentación y del despilfarro.
Pero los impuestos altos, además de deprimir la inversión, promueven la evasión tributaria. Nunca se justifica, pero debe entenderse que un promotor activo es el gasto fiscal exagerado.
La macroeconomía no explica toda la extensión y gravedad del tema, pero, como los exámenes clínicos, mide la magnitud de desequilibrios vitales del paciente. Los niveles del déficit fiscal, de la inflación, del desempleo, del déficit en la balanza comercial, de las tasas de interés, de la depreciación monetaria, de la deuda pública, son marcadores tumorales de la corrupción, que indican cuán dañada está la salud económica de la nación, y cuán radicales son los tratamientos que necesita para recuperarse.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas