Por: Edmundo Orellana
Exclusivo para Criterio.hn
Cualquier extranjero que observe someramente nuestro sistema político, fácilmente concluirá que vivimos en un régimen sui generis.
La elección del presidente de la República es el resultado de un proceso truculento. Desde las mesas electorales receptoras, hasta la fórmula para determinar el ganador, pasando por el modus operandi del TSE, constituyen etapas de un proceso viciado. Todos los partidos lo saben y, sin embargo, se someten al mismo.
En este proceso recién pasado, hubo una iniciativa para introducir la “segunda vuelta electoral”, promovida por el PL. Los demás partidos se negaron o fueron indiferentes a la misma. Sin embargo, la crisis que hoy enfrentamos no existiría de haberse aprobado esta iniciativa. Como resultado, tenemos un gobierno que, a menos de tres meses de su instalación, ha estado a punto de caer, acechado por una indignación popular, provocada por la convicción de que este gobierno no tiene legitimidad porque se impuso por el fraude electoral.
El TSE no es un tribunal ni un órgano técnico- electoral. Es un órgano controlado, no por los partidos políticos, sino por algunos sectores de determinados partidos políticos, con la finalidad de excluir e imponer candidatos, según los arreglos a los que llegan las cúpulas de esos obscuros nichos de poder. Entre una elección y otra, cada cuatro años, el TSE vegeta olímpicamente.
El Congreso Nacional no es una expresión, ni siquiera remota, de democracia parlamentaria. El poder está concentrado en el presidente de la Junta Directiva, quien decide todo, hasta las leyes que se aprueban y cómo se aprueban. Los jefes de bancada son simples intermediarios entre sus diputados y los presidentes del legislativo y del ejecutivo, para obtener los favores de éstos, en ocasiones concedidos bajo condición de ceder posiciones, sacrificando principios partidarios.
Los titulares de los órganos supremos del Poder Judicial y de los órganos extra poderes (MP, TSE, TSC, PGR y demás) son electos considerando su filiación política y, en muy pocas ocasiones, los méritos personales, profesionales, académicos y laborales. No en pocos casos se impone al mismo Congreso que los elige, la voluntad del Presidente de la República, particularidad que en este y en el anterior gobierno se ha convertido en la regla.
La justicia, en estas circunstancias, está bajo sospecha. La impresión generalizada es que el Poder Judicial no es independiente y de que el MP funciona con el cuidado de no enfrentarse a la voluntad presidencial. En el imaginario de la sociedad hondureña la justicia carece de credibilidad y de confianza porque no es generadora ni garante de seguridad jurídica, lo que detonó las marchas de las antorchas y causó la venida de la MACCIH. De ahí, que no fue una sorpresa para nadie que la jurisdicción constitucional haya allanado el camino al continuismo, declarando inconstitucional la Constitución de la República, ni lo es que el sistema de justicia formal esté conspirando contra la MACCIH para eliminarla. La única certeza de la población en este tema es que el sistema de justicia genera y garantiza impunidad.
Esta es nuestra versión de democracia y de Estado de Derecho. Estamos convencidos de que una institucionalidad fuerte equivale a una consistente democracia y a un sólido Estado de Derecho. Institucionalidad en cuyo vértice se asienta la figura del Presidente de la República, al que, de hecho, están sometidos jerárquicamente los titulares de los órganos supremos del Estado, protegidos por cuerpos armados que obedecen ciegamente lo que el vértice ordena, y a los cuales se integran fiscales, jueces y peritos forenses, para perseguir, con jurisdicción nacional, a quienes disientan políticamente. Y todo bajo un ordenamiento jurídico, por una parte, ordenado por el capricho del Jefe de Estado traducido en sentencias de la justicia constitucional que expresan lo que el sistema constitucional es y debe ser, y en normas que, por delegación legislativa, puede emitir para crear, reformar o suprimir órganos y organismos administrativos, y, por otra, cubriendo de obscuridad trincheras de ejecución presupuestaria y de decisiones trascendentales, bajo el manto de “secreto de estado”. Régimen en el que lo cívico llega a tal banalización, que, en lugar de reputarse como traición a la Patria la entrega de territorio a extranjeros, se califica de acto patriótico su entrega vía las denominadas “ciudades modelo”.
Este régimen comprende, además, la sociedad organizada. Son apéndices suyos ONG, gremios, iglesias y otras organizaciones que ha logrado someter por varios medios, que van desde la persecución fiscal hasta la transferencia de fondos en concepto de subsidios, según se resistan o cedan. Es un modelo que responde claramente a la famosa consigna: “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. Y el Estado sometido a “El Hombre”, quien fue descrito con extrema precisión por quien fungió como ex vicepresidente del extinto Consejo de la Judicatura.
Este es un régimen en permanente “Estado de Excepción”, en el que la Constitución y las leyes se aplican, se suspenden y se derogan a voluntad del Jefe de Estado. Es el régimen que debemos cambiar, el modelo que debemos sustituir; es, en definitiva, el obstáculo a remover si queremos vivir en democracia y bajo un Estado de Derecho. Es, por tanto, el tema imprescindible en la agenda del Dialogo Político, si es que todavía tiene futuro.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas
Un comentario
Dirìamos que no es un «sui generis» estado de derecho, sino un REMEDO de Estado, por las conocidas circunstancias que nos rodean y en manos, lamentablemente, de «profesionales del derecho» amantes de la INJUSTICIA E IMPUNIDAD…