Por: Edmundo Orellana
La Constitución no es una ley común. Es la ley superior, la de más alta jerarquía, de la que dimana la legitimidad del ordenamiento jurídico vigente, en todas sus manifestaciones.
Desde la ley, hasta la decisión de un Alcalde, pasando por las resoluciones de los Secretarios de Estado y de los Presidentes o gerentes de instituciones autónomas, deben ser congruentes con la Constitución de la República.
La decisión de autoridad, superior o inferior, que ofenda a la Constitución, en forma o contenido, debe ser eliminada. Los mecanismos para revertir toda ofensa a la Constitución, están previstos en el ordenamiento jurídico.
¿Por qué la Constitución es tan importante?
Porque constituye el consenso de las diferentes tendencias, mayoritarias o minoritarias, que coexisten en la sociedad. No es, pues, únicamente el marco en el que se desenvuelve la normativa jurídica, sino también el marco de referencia para el desenvolvimiento de las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales de la nación. En la misma se consagran los principios, valores y reglas que legitiman esa normativa y orientan esas relaciones.
Para que sea el resultado indiscutible de todas esas tendencias, las mismas deben participar en su confección. Toda posición política o ideológica debe participar, por lo que no será genuina expresión de un pueblo, la Constitución en cuya gestación no haya intervenido alguna de esas tendencias.
Para que su participación se desenvuelva armónicamente, todas las fuerzas representadas deben apelar a la tolerancia. Respetando las ideas contrarias a las nuestras, aceptamos a quienes las defienden.
El proceso de formación de la Constitución, por consiguiente, debe ser una tarea de tiempo completo y de permanente consulta al pueblo, para que éste incida efectivamente sobre su contenido. No es, pues, una labor marginal ni de iniciados.
Es la más alta función de la sociedad organizada, cuya perspectiva debe trascender hacia las futuras generaciones, fijando objetivos, hacia cuya consecución se comprometa en alcanzar metas razonables, bajo la guía permanente de los principios, valores y reglas en los que convengan las diferentes tendencias organizadas.
No existe un medio más idóneo para cristalizar este magno esfuerzo, que el del proceso constituyente.
No es el Congreso de Diputados, es la Asamblea Constituyente la única que puede legítimamente encarnar la proporción necesaria para que todas las posiciones políticas o ideológicas tengan cabida en la nueva Constitución.
Nuestro Congreso de Diputados actual, ha estado inspirado en intereses muy distantes de los del pueblo hondureño. La mayoría se ha entregado al Ejecutivo, aceptando cuanta barbaridad proviene de allí. La oposición no ha sido, ni siquiera, medianamente inteligente
para hacer propuestas atractivas, que justifiquen su calidad de representantes del pueblo.
Los que dicen ser de izquierda, no han sido capaces de proponer algo más atrevido que la condecoración a Fidel.
El Congreso, entonces, no es, por definición, el idóneo para formular una Constitución.
Pero el Congreso actual, carece de toda legitimidad para elaborarla, no digamos, para aprobarla, porque es el peor de todos los de la historia. Es el congreso de la vergüenza, por un lado, y de la ineptitud, por el otro. Una Constitución que tuviese tal paternidad, sería un estigma para el pueblo hondureño y no debemos cometer tal infamia contra las próximas generaciones.
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Me encanta desafiar el poder y escudriñar lo oculto para encender las luces en la oscuridad y mostrar la realidad. Desde ese escenario realizo el periodismo junto a un extraordinario equipo que conforma el medio de comunicación referente de Honduras para el mundo Ver todas las entradas