Por: Kenneth Rogoff
Kenneth Rogoff, ex economista jefe del Fondo Monetario Internacional, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard.
CAMBRIDGE – La actual desconexión entre la calma del mercado y las tensiones sociales subyacentes quizás en ninguna parte sea tan aguda como en América Latina. La pregunta es cuánto tiempo más puede continuar esta disonancia evidente.
Por ahora, los datos económicos de la región siguen mejorando y los mercados de deuda permanecen misteriosamente imperturbables. Pero la furia candente se está propagando por las calles, particularmente (pero no exclusivamente) en Colombia. La tasa de nuevos casos diarios de COVID-19 en América Latina ya es cuatro veces más alta que la mediana de los mercados emergentes, incluso considerando que una tercera ola de la pandemia ya está en curso, y esto hace que los 650 millones de personas de la región enfrenten un desastre humanitario en pleno desarrollo.
Mientras la incertidumbre política aumenta, la inversión de capital se ha estancado en una región ya asolada por un bajo crecimiento de la productividad. Peor aún, una generación de niños de América Latina han perdido casi un año y medio de escolaridad, lo que mina aún más las esperanzas de lograr una equiparación educativa con Asia, mucho menos Estados Unidos.
En el caso de Cuba, Rusia y China, que ya tienen una cabecera en Venezuela, la pandemia presenta una oportunidad para hacer una incursión mayor. Los mercados parecen aliviados al ver que el aparente ganador de la elección presidencial de Perú, Pedro Castillo, un marxista, al parecer tiene por lo menos un par de asesores económicos tradicionales, pero todavía está por verse cuál es la verdadera influencia que tendrán.
Asimismo, los datos económicos latinoamericanos en lo que va del año son buenos sólo porque no son tan espantosos como en 2020, cuando la producción cayó el 7%. En abril, el Fondo Monetario Internacional pronosticó que el PIB de la región aumentaría el 4,6% en 2021; estimaciones más recientes están más cerca del 6%. Pero en términos per cápita –hoy considerados una mejor manera de medir la recuperación de crisis económicas profundas-, la mayoría de las economías latinoamericanas no regresarán a los niveles pre-pandémicos hasta bien entrado el 2022, o después.
Lo preocupante es que gran parte del crecimiento real de la región este año surge de los crecientes precios de las materias primas alimentados por la recuperación en otras partes, no por mejoras genuinas de la productividad que sustentarán el ingreso a lo largo del ciclo de las materias primas. Para peor, los hogares de bajos ingresos han sido especialmente golpeados por la pandemia y la crisis económica asociada a ella.
Para entender los desafíos políticos de América Latina, basta con analizar sus dos economías más grandes, Brasil y México, que en conjunto representan más de la mitad de la producción de la región. A simple vista, están gobernados por polos opuestos: Brasil por el presidente de derecha Jair Bolsonaro y México por el presidente izquierdista Andrés Manuel López Obrador (popularmente conocido como AMLO). Pero los dos hombres son similares en varios sentidos relevantes.
Si bien los instintos políticos de AMLO están arraigados en la visión radical del mundo de los años 1970, y Bolsonaro parece nostálgico de la era del régimen militar de Brasil, ambos son autócratas erráticos. Asimismo, ambos siguen siendo razonablemente populares a pesar de su manejo catastrófico de la pandemia y una racha de decisiones económicas desacertadas. AMLO canceló el proyecto de un nuevo aeropuerto muy necesario en Ciudad de México poco después de asumir el cargo a fines de 2018, a pesar de que estaba bien avanzado. Y si bien hizo campaña con la promesa de un rápido crecimiento económico, el PIB de México se venía achicando inclusive antes de la pandemia –0,1% en 2019.
Bolsonaro, cuando no amenaza con arrasar el Amazonas, ha seguido teniendo éxito responsabilizando por los problemas de Brasil al opositor Partido de los Trabajadores (PT) de izquierda, que gobernó el país hasta 2016. Varios de los líderes del PT, incluido el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, fueron encarcelados por corrupción.
De todos modos, es enteramente posible que, en unos años, Brasil vuelva a tener un presidente de izquierda –tal vez Lula, cuyas condenas fueron revocadas en marzo–, mientras que México podría volver a estar en manos de un centrista. El futuro curso político de los dos países es difícil de predecir.
¿Por qué los mercados de deuda no están atemorizados ante toda esta incertidumbre? En parte, porque ambos países han seguido siendo bastante conservadores en su manejo de la deuda. Es cierto, se proyecta que la deuda gubernamental de Brasil alcanzará casi el 100% del PIB este año. Pero está esencialmente denominada en moneda local, y los residentes domésticos tienen el 90% del total, con respecto al 80% hace cinco años. Incluso el endeudamiento externo de las empresas ha estado contenido: la deuda externa del país sigue rondando el 40% del PIB.
La deuda pública de México es más baja que la de Brasil: un 60% del PIB. A pesar de todo su radicalismo, AMLO hasta el momento ha sido un conservador fiscal, muy parecido a Lula en Brasil en su momento. La lección de que las crisis de deuda pueden hacer descarrilar a una revolución populista ha sido bien aprendida.
Es cierto que los gobiernos en toda la región han montado una respuesta macroeconómica sorprendentemente robusta ante la pandemia. Pero tienen mucho menos margen de acción que Estados Unidos para seguir usando financiamiento del déficit. Para aumentar el gasto y abordar la desigualdad de manera sostenible, los países latinoamericanos también deben encontrar el modo de aumentar los ingresos presupuestarios. Irónicamente, las protestas en Colombia no comenzaron como una respuesta a recortes de beneficios, sino porque el gobierno intentó aumentar los impuestos a la clase media para ofrecer más y mejor ayuda frente a la pandemia a los ciudadanos más pobres del país. Los gobiernos que buscan redistribuir el ingreso necesitan aumentar los impuestos a los ciudadanos más acomodados y no disimular temporariamente los problemas con más deuda.
En las últimas décadas, Estados Unidos se ha mostrado reticente a involucrarse profundamente en la resolución de los problemas de América Latina, pero quizás eso cambie. Para empezar, la región necesita una ayuda masiva de vacunas para volver a ponerse de pie. Estados Unidos también puede ayudar fortaleciendo el comercio –especialmente resolviendo los cuellos de botella generados por la pandemia y eliminando medidas proteccionistas que datan de la era Trump.
La mayor parte de América Latina todavía está lejos de las condiciones horrorosas que prevalecen en Venezuela, donde la producción ha caído un pasmoso 75% desde 2013. Pero, dada la catástrofe humanitaria en curso allí, y el espectro de inestabilidad política en otras partes, los inversores no deberían dar por sentada una recuperación económica sostenida.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas