Por: Rodil Rivera Rodil
Qué quiso decir Morazán, exactamente, en la cláusula de su testamento en que manifiesta que ha rectificado sus opiniones en política, pero sin determinar el alcance de tal decisión. Leámoslo:
“Muero con el sentimiento de haber causado algunos males a mi país, aunque con el justo deseo de procurarle su bien; y este sentimiento se aumenta, porque cuando había rectificado mis opiniones en política en la carrera de la revolución, y creía hacerle el bien que me había prometido para subsanar de este modo aquellas faltas, se me quita la vida injustamente”.
La gran importancia de esta confesión, si así puede llamársela, proviene del propio Morazán al consignarla, en las circunstancias más dramáticas de su vida, en el mismo solemne documento de su última voluntad, a escasas tres horas de ser conducido ante un pelotón de fusilamiento aquel fatídico 15 de septiembre de 1842. A falta de evidencias irrefutables que ayuden a precisar su pensamiento, solo queda el recurso de la deducción lógico histórica. No la mera especulación, la que, por definición, adolece de asidero real. De acuerdo con la metodología de esta clase de investigación, las conclusiones del análisis deductivo solo se aproximarán a la verdad si las premisas en que se sustentan son indubitables, por lo que, sostiene un autor, “es necesario empezar con premisas verdaderas para llegar a conclusiones válidas. Las conclusiones deductivas son necesariamente inferencias hechas a partir de un conocimiento que ya existía. En consecuencia, la indagación científica no puede efectuarse solo por medio del razonamiento deductivo”.
Miguel de Unamuno decía lo mismo en una frase más simple: “A todo historiador debe serle permitido colmar las lagunas de la tradición histórica con suposiciones legítimas, fundadas en las leyes de la verosimilitud”.
En las líneas que siguen, las que, como suele decirse, constituyen la versión corregida y aumentada de una charla impartida en un foro de Casa Morazán, me propongo someter a un somero repaso, sin rechazarla, la tesis sostenida por la gran mayoría de sus biógrafos de que dicha rectificación obedece a que en el desenlace de su azarosa existencia nuestro héroe nacional comprobó que mantener a Centroamérica bajo el régimen federal había sido un gran yerro que, aunado a la feroz oposición de los conservadores, principalmente de Guatemala, fue lo que en gran medida impidió la consolidación de la unidad de la nueva República. Hay coincidencia, asimismo, en que este cambio tan radical en sus ideas políticas tuvo que haberse afirmado en los casi dos años del auto exilio que se impuso en Sudamérica a raíz de la debacle de la federación.
De los autores que he consultado, que figuran en la bibliografía que incluyo al final de estos apuntes, recojo el parecer de los que se han pronunciado específicamente sobre el tema, así como el de algunos más que me ha parecido importante citar por guardar relación con el mismo. Admitiendo, desde luego, que puede haber muchos otros, cuyos escritos no han llegado a mi conocimiento.
He buscado en la monumental obra sobre Morazán de Miguel Cálix Suazo, la más exhaustiva y completa investigación que hasta ahora se haya llevado a cabo sobre el paladín de la unión centroamericana, pero no he encontrado que se haya adentrado en este punto de su carrera, ya fuera porque, al darlo por sentado, no lo creyó necesario; porque no le pareciera tan relevante por pertenecer a un futuro del caudillo que nunca llegó o por cualquiera otra razón que desconozco. Pero le pido disculpas si por una indebida premura de mi parte o por lo amplio de su valiosa labor, involuntariamente lo pasé por alto.
Y algo similar me aconteció con el enjundioso libro de Longino Becerra, “Morazán revolucionario. El liberalismo como negación del Iluminismo”, aunque en su caso la ausencia resulta comprensible, por cuanto su objetivo central fue demostrar que en el ideario morazánico nunca tuvo cabida el liberalismo clásico y que, por ello, mal podría considerársele el ideólogo primario del Partido Liberal de Honduras fundado medio siglo después de su muerte.
José Ángel Zúñiga Huete, autor de la obra “Morazán, en el bicentenario de su nacimiento”, en el capítulo dedicado a su ideología política afirma:
“Sobre la unidad de Centro América, el pensamiento vivo y actuante de Morazán sufrió una revolución surgida de la experiencia abrevada al través de las luchas de su agitada vida, pasando del federalismo de la Constitución de 1824 que profesara en sus primeros tiempos a la concepción de la república unitaria y centralista que se propuso establecer a su retorno del destierro, en 1842, y por la que inmoló su vida.
Fue durante esa estada en David, cuando el caudillo centroamericanista, revisando y valorizando la historia de su país, a la luz de su propia experiencia y convicciones, examinó y rectificó sus ideas sobre la futura y conveniente organización de la república de Centro América, sobre el patrón unitario y centralista, en vez del anárquico y exótico ensayo federal que había fracasado en el Istmo, rectificación de la que dejó constancia durante su última actuación en Costa Rica y en el párrafo séptimo de su testamento”.
He aquí una contundente afirmación. Pareciera que la idea de que era absolutamente necesario sustituir la federación por la república unitaria prevalece más en el ánimo de sus biógrafos que en el propio Morazán. Es posible, por supuesto, que, a su arribo a David, rumbo a Sudamérica, en 1841, y tal vez desde mucho antes, hubiera llegado a tal resolución, pero es indudable que todavía se sentía obligado a defender la Constitución Federal de los ataques de los conservadores, como lo acredita en su célebre Manifiesto de David:
“En los Estados de Nicaragua y Honduras, los justos deseos de reformas, no satisfechos con las que hiciera el Congreso en 1831 y 1835, fueron de nuevo excitados por dos folletos que escribió el ex marqués de Aycinena. En ellos pretendía éste probar que no estábamos bien constituidos, porque los Estados, como en Norte América, no fueron antes que la nación, y porque la Constitución Federal es más central que la de aquella República”.
De otro lado, en el decreto que emitió la asamblea constituyente de Costa Rica el 20 de julio de 1842 facultando a Morazán para “obrar como convenga” en la reconstrucción de Centroamérica, fundamental para esta historia porque se trataba de su postrer esfuerzo para retomar el poder y emprender los cambios constitucionales -los que fueran- que consideraba indispensables para su reconstrucción, se dice expresamente que la campaña tenía por objeto establecer un gobierno “liberal, sólido y fuerte”, pero no se hace ninguna referencia a su intención de convertirla en “república unitaria”, ni siquiera de manera velada.
Resulta evidente, a mi juicio, que esta significativa omisión, por la gran relevancia que revestía para Morazán la modificación de sus opiniones políticas, tanto como para incluirla en su testamento, no puede ser producto del olvido ni del error. Tómese nota de que, por ejemplo, la sola mención de “república unitaria o centralizada”, ya fuera en su testamento, en el mencionado decreto, en una proclama, en su correspondencia o, en fin, en cualquiera otra clase de documento, hubiera vuelto absolutamente innecesaria toda discusión al respecto. Pero no lo hizo.
Añade Zúñiga Huete: “Al presentarse el general Morazán en Costa Rica, el año de 1842, con el fin de restaurar la república de Centro América, dislocada desde 1838, anunció el centralismo o nacionalismo, según dijo, como aglutinante de la entidad que meditaba reconstruir”.
Ateniéndome a la rigurosidad del método deductivo, que ya vimos que exige la indagación histórica, me permito inquirir: ¿a quién o quiénes les anunció Morazán esa nueva posición centralista o nacionalista? Zúñiga Huete no nos lo dice. Se limita a invocar en favor de su aserto el tratado firmado en Guatemala el 7 de octubre de 1842 (ya muerto Morazán), por el que Guatemala, El Salvador y Honduras conformaban una alianza para enfrentarlo, a la que más tarde se agrega Nicaragua, y en el que “se comprometieron a declarar traidores a la patria, con las consecuencias de ley, a cualquiera que intentase restablecer la unidad de Centro América, no importa cuáles fuesen los medios que para tal fin pusiesen en obra”.
Pero dudo mucho que Zúñiga Huete hubiese asumido que entre esos medios se hallare la propuesta, puramente política, de que la república fuera centralista en lugar de federal, dado que más adelante él mismo sostiene que el único recurso que le quedaba a Morazán en ese momento era el de las armas: “El recurso de la guerra era el único de que podía hacerse uso para reconstruir la unidad de Centro América, y era tanto más obligado cuanto que, los gobiernos de Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala habían cerrado todas sus relaciones con el gobierno de Costa Rica, desde la llegada de Morazán al gobierno de dicho país”. De otro lado, no podía ser más obvio que sin recobrar el poder no se hallaría jamás Morazán en la capacidad de reorganizar la unidad de la república bajo ningún tipo de gobierno.
Miguel R. Ortega, en su libro, “Laurel sin Ocaso”, por los mismos hechos y consideraciones, comparte el criterio de Zúñiga Huete en su relato del regreso de Morazán a Centroamérica:
“Después del viaje a Sudamérica, Morazán ya no pensaba en un poder federal feble, del tipo de la Constitución de 1824, lo demuestran las resoluciones de la Asamblea Constituyente de Costa Rica, emitidas bajo su gobierno provisorio, si bien se abstuvo de manifestarlo ya que lo hubiesen acusado de autócrata”.
Pero tampoco aclara Ortega a qué resoluciones se refiere, porque la única de las que promulgó esa asamblea que guarda relación directa con la misión de Morazán fue la del 20 de julio de 1842, que ya vimos. Pero, cabría preguntarse: ¿por qué podría temer que se conocieran sus nuevas intenciones si para él significaban la “rectificación” de sus ideas, o lo que es igual, la corrección de su equivocación, y ello, demás, seguro como estaba, según lo indica en su testamento, de “estar haciendo el bien para Centro América que se había prometido? ¿Y por qué lo acusarían de autócrata si la rectificación, más bien, le podría granjear simpatías y los voluntarios que tanto necesitaba?
En la obra de Ortega se encuentran, además, dos aparentes contradicciones, la primera, al asegurar que a su llegada a Costa Rica en 1842 “el indiscutible designio federativo de Morazán es convalidado por otros movimientos que, con raíces distintas, encaminaban sus pasos a similares metas”. Salvo, desde luego, que se trate de una errata en la edición que he consultado y que, en lugar de “designio federativo” deba leerse “designio centralista”.
Y la segunda, al manifestar el autor “que hay mucho de cierto” en el testimonio que posteriormente prestó uno de los edecanes de Morazán, el general José Antonio Vigil, quien admite en sus “Memorias” su desconocimiento de que aquel hubiera recapacitado con respecto a sus creencias federalistas y expresa que la rectificación que menciona en su testamento “posiblemente” tuviere que ver con otra cosa:
“Creemos que hay mucho de cierto en lo que dice Vigil, su ayudante: “Yo no me propongo defender o juzgar los procedimientos del General Morazán, pero sí creo que era joven inexperto en una multitud de ideas, y muy especialmente en el arte de gobernar; ya al final, -lo dice en su testamento- había rectificado; posiblemente se refiera a la drasticidad que empleó con los religiosos en su primera entrada en Guatemala y con los políticos del bando contrario”.
No deja de llamar la atención que una de las personas, por añadidura del más alto grado militar, que más cerca estuvo de Morazán en esas cruciales circunstancias de su vida, no hubiera escuchado siquiera alguna expresión suya que arroje luz sobre este particular. E intriga, asimismo, que no se le haya dado a este atestado mayor seguimiento en la búsqueda del cabal significado de la enmienda de sus opiniones políticas, puesto que no se trata de recabar un juicio de valor sino de acreditar un hecho.
Y es que cuando se trata de personalidades que han tenido tanta repercusión como Morazán y que por esto mismo despiertan enconadas pasiones, a los que asumen el cometido de relatar sus hechos, máxime si son sus coterráneos, les es muy difícil sustraerse a la tentación de resaltar lo que más les interesa en lo personal, o al revés, de encubrir o ignorar lo que no. El propio Morazán en sus memorias, en tono premonitorio, lo confirma:
“No es menos cierto que el espíritu de partido ha podido engañar muchas veces al escritor imparcial, y transmitir por este artificioso medio a la posteridad, como verdades históricas, lo que solo era obra de la venganza y de la adulación”. Pero esta falta no pertenece exclusivamente a los que nos han dado a conocer lo que ha ocurrido en el antiguo mundo; lo es también de los que se dedican a instruir a las generaciones venideras de lo que pasa en el nuevo, en donde han adquirido numerosos estímulos las pasiones, por el abuso que se hace de las imprentas”.
Así sucedió con Manuela Sáenz, la “amante inmortal” de Bolívar. De los historiadores que la repudiaban por su relación e influencia sobre “El Libertador” se dice que suscribieron un “pacto de “caballeros” para silenciar su nombre. Y tampoco son raros, por cierto, los casos de biógrafos que han sufrido una perturbación obsesiva, casi patológica, por los protagonistas de sus obras.
Filander Díaz Chávez, en sus libros, “La Revolución Morazanista”, “En el frente de la tragedia” y “Morazán o la pasión por la política”, se suma a la corriente de que Morazán, al llegar a Costa Rica en 1842, ya se había inclinado, en forma definitiva, por la opción centralista, e incluso lo llama “El Pasionario Centralista”. Para lo que se sirve, básicamente, de dos actos de Morazán, el primero, haber bautizado a las fuerzas que organizó en ese país con el nombre de “Ejército Nacional”, en vez de “Ejército Federal” como parecía lo lógico, y el que, desde que se conoció en el resto de Centroamérica, fue entendido como que el caudillo levantaba la bandera unitaria para el solo fin de agenciarse partidarios.
El nombre en cuestión figura en las ordenes que Morazán impartió el 13 de agosto de 1842: “A los militares (incluidos por supuesto los milicianos) que no quieran continuar al servicio del Ejército Nacional se les mandará conducir, por cuenta del Estado de Costa Rica, a los puntos que ellos designen”. Y para enfatizar en el sentido que le atribuye al apelativo “Nacional” Díaz Chávez intercala la frase “(Ya NO federal)”.
Sin rechazar, ni por un instante, que esta interpretación pueda ser la correcta, pero insistiendo en lo estricto de toda suposición histórica, juzgo que no debe descartarse que Morazán hubiera recurrido al término “Nacional”, simplemente, porque era el más ajustado a los hechos. Los soldados que se le unieron no procedían de ninguna federación. La centroamericana había dejado de existir y con ella su unidad, y por esto mismo él retornaba a la lucha, para reconstruirla.
Y la segunda actuación de Morazán aducida por Díaz Chávez radica en su mensaje al Congreso Federal, al abrir sus sesiones el 12 de marzo de 1832, pero razonada de manera que respalda su personal conclusión. Veamos:
“Morazán al tratar el tema de que las autoridades federales no poseen residencia fija, comprende que la Constitución Federal es la fachada del origen de los males que aquejan a la República y expone: “No basta la prudencia para evitar el mal cuando tiene origen en las leyes, ni alcanza a prevenir sus funestos resultados una degradante condescendencia: son necesarias medidas de otra especie que remuevan las causas que las producen”.
Hasta aquí las palabras textuales de Morazán, pero Díaz Chávez explica su significado en la forma que sigue:
Este pensamiento morazanista nos dice por primera vez, que hay que entrarle a fondo al trastrocamiento del “sistema colonial” ya que son necesarias medidas de otra especie (distintas de las leyes y la constitución) que remuevan las causas que las producen. En otros términos, insinúa que habrá que construir un Estado nacional, diferente del Estado federal”.
Ramón Oquelí, por su parte, en su artículo biográfico titulado “La fama de un héroe” entiende, igualmente, que las reformas a la Constitución Federal de 1824, de las que Morazán hablaba, tendían al reemplazo del sistema federal por el centralista. Así lo deduce del informe que este rindió al congreso de 1836, celebrado en San Salvador y, especialmente, de su franca referencia a trasplantar el modelo norteamericano a una región tan distinta como lo era Centroamérica:
“En 1836, (Morazán) se lamenta de que los holandeses hayan abandonado el proyecto de construir el canal de Nicaragua y expresa dudas sobre el sistema federal, volviendo a repetir la expresión “esta patria vacilante e incierta” mostrándose partidario de la reforma constitucional: “doce años de aguardar entre infortunios y vicisitudes ese futuro de prosperidad, tantas veces prometido, ha inspirado a los pueblos el justo deseo de una reforma radical, y revelado al hombre pensador los vicios de que adolece, al considerarla semejante a un árbol hermoso que trasplantado a un clima exótico se marchita y decae al poco tiempo, sin haber producido los frutos que se esperaban”.
Eduardo Martínez López, en su obra “Biografía del General Francisco Morazán”, siguiendo la misma línea de pensamiento, asevera:
“Durante la permanencia de Morazán en David, se dedicó al estudio de las ciencias políticas y sociales, y muy particularmente del derecho público constitucional. Estudió las formas de gobierno que regían a las diferentes Repúblicas del Sur; rectificó sus errores en política y comprendió lo mal que había hecho en sostener la forma federal en Centro América, y deduciendo que la que más convenía a su Patria era la unitaria central”.
No obstante, J. Jorge Jiménez Solis, en su “Francisco Morazán, su vida y su obra”, por igual razón sustenta el criterio opuesto:
“Así fue como aprovechando su voluntario ostracismo se dedicó a estudiar ciencias políticas y sociales, derecho constitucional, tanto público como privado, economía política. Su constante contacto con los negocios de estado le había proporcionado muchos conocimientos en tales materias y se le facilitaba ahondar su preparación para el fin que deseaba.
Las leyes federales que bajo su gobierno se decretaron en Centroamérica las comparaba con aquellas de la patria de Bolívar; y se sentía satisfecho de que, si bien diferían en la forma, en el fondo eran los mismos principios”.
Julio Escoto, en una magnífica narración, de estilo autobiográfico novelado, “El general Morazán marcha a batallar desde la muerte”, se refiere a las conversaciones que debió sostener Morazán con los diputados constituyentes de Costa Rica acerca del decreto del 20 de julio de 1842:
“En el silabeo de mis pláticas diurnas y nocturnas con ellos trataba de explicarles la necesidad de que Costa Rica participara en un concierto de gobierno con los otros Estados, pero ya no sobre la base federal que hasta entonces habíamos conocido y tan arduamente defendido, sino con un nuevo pacto totalmente modernizador y en el que un solo mando democrático y sólido regiría el destino de la comunidad centroamericana unida”.
Llegado a este punto, debo ratificar que no discrepo de la teoría de los citados compatriotas, pero también que persiste incólume en mi ánimo que todo lo concerniente a nuestro mayor prócer debe resguardarse de la distorsión especulativa. Por lo que es imperativo que nos atengamos, en lo posible y con el máximo rigor científico, a la certeza de lo que realmente aconteció en su vida pública y privada.
Es perfectamente comprensible que Morazán haya debido meditar profundamente en que la fórmula federativa no había sido la conveniente para Centro América desde que le fue dable experimentar en carne propia las consecuencias de tanta penuria de recursos, de medios de comunicación y de muchas más carencias, que exacerbaban los conflictos internos de todo tipo. Tantos, que se vio obligado a deambular por El Salvador con la capital federal a cuestas. Y aun cuando él no lo pudo ver, tan solo a dos décadas de su fallecimiento el alabado modelo federal norteamericano, cuya réplica fue calificada por Zúñiga Huete de “idealista, exótica y alejada de la realidad ambiente”, se precipitó en una terrible conflagración que estuvo muy cerca de desbaratarlo.
Pero, de igual manera, no pudo Morazán haber dejado de sopesar que aceptar el sistema centralizado era darle la razón a los conservadores, que lo habían usado como pretexto para oponerse a la federación en la asamblea constituyente de 1824. En las circunstancias de su tan reciente derrota, no debió hacer sido fácil para él hacer suyo el discurso de sus mortales enemigos. Sin olvidar que siempre le quedaba la vía de introducir sustanciales reformas a la Constitución que pudieran salvar la dificultad, como ya lo había informado en su informe al congreso de 1836, reunido en San Salvador, sobre el estado de la federación:
“Tal es, ciudadanos representantes, el cuadro de la República, que estimo haber trazado con la fidelidad que debo, presentándoos los males que amenazaron al gobierno. Atacarlos en su origen, reformando la Constitución Federal, es el único medio de prevenirles, y el modo más seguro de evitar que se reproduzcan en lo sucesivo”.
De hecho, en el discurrir del tiempo muchas repúblicas federales han ido reduciendo la autonomía de sus estados. Pero hay más, y Díaz Chávez se extiende con holgura en la explicación. “La tesis federal, en su contenido sustancial, no difería de la central sino en la forma”. El origen último de los problemas subyacía, tanto en las múltiples contradicciones que acarreaba el modelo feudal heredado de la colonia, como en la odiosa injerencia del imperialismo inglés con propósitos expansionistas. Tan era así, y tan poco le importaba a los conservadores el tipo de gobierno que tuviera la república, siempre que sus prerrogativas no fueran afectadas, que no tuvieron reparo alguno en transmutarse de furibundos centralistas en separatistas jurados.
Morazán no se engañaba, sabía muy bien que la razón primordial por la que los conservadores lo combatían no tenía nada que ver con la organización política de Centroamérica, del tipo que fuera, sino que radicaba en la propia esencia de su retraso ideológico y, por encima de todo, en la defensa a ultranza de sus negocios puramente personales. Por eso adversaban a muerte cualquier reforma a la arcaica estructura política y social que nos legó la colonia. En una palabra, porque el arzobispo Ramón Casaus y Torres y Juan José de Aycinena y Piñol, el ex marqués, como despectivamente lo llamaba, jamás iban a olvidar que Morazán les arrebató las desmedidas prebendas de que gozaban.
Miguel R. Ortega, en cambio, atribuye la decisión de los liberales de inclinarse por el sistema federativo al temor de que la república cayese en manos de esta élite conservadora de Guatemala:
“Pues bien, por la preponderancia de aquellos denominados “nobles” -título que ahora nos parece pueril- y en razón de que por su número de habitantes, Guatemala duplicaba el número de diputados de cualquiera de los demás Estados, surgió un -en esos tiempos- fundado recelo de ser gobernada la República solo por aquellos, y por eso fue que los liberales se pronunciaron en favor del sistema federal, en contra del patrón unitario que pretendían los conservadores o “serviles”.
Y extremando este argumento, también podría presumirse que bien pudo Morazán estar considerado un régimen de transición entre las dos modalidades de gobierno. En cualquier caso, aquí podría residir, quizás, la explicación de que nunca hubiera clarificado la naturaleza exacta del cambio que se había generado en sus ideas políticas. Ya tendría tiempo de reflexionar sobre ello; después de todo, su invariable designio seguía siendo la unidad de Centroamérica. Y, en fin de cuentas, ¿para qué apresurarse, si de nada iba a servir en tanto no consiguiera recobrar el poder?
El sueño de Morazán se truncó con su muerte. No sabremos nunca lo que habría pasado con la estructura de Centroamérica si hubiera triunfado. Pero si podemos estar seguros de que su unidad habría sido preservada y que en la actualidad sería una de las potencias de América Latina, al par de Brasil, México o Argentina. Al igual que también estamos persuadidos de que muchos de los conservadores que hoy se ufanan de ser morazanistas, de haber sido contemporáneos suyos hubieran repicado campanas por su asesinato, justo como lo hicieron sus correligionarios de antaño.
Y ello, porque los conservadores nunca fueron unionistas, y solo fueron partidarios de la independencia en tanto la vieron como el único medio de arrogarse las prerrogativas de que disfrutaban sus ascendientes españoles. En su ensayo biográfico de Morazán, Julián López Pineda lo expresa con contundencia:
“Los reaccionarios de aquel tiempo, como los de hoy, nunca fueron unionistas en el sentido de constituir una nacionalidad centroamericana: ellos lucharon siempre para evitar la independencia, y cuanto ésta se obtuvo, lucharon para poner a Centroamérica bajo la dependencia de una nacionalidad extranjera. Eran monárquicos y no estuvieron nunca de acuerdo con el sistema democrático adoptado para la constitución de la nacionalidad centroamericana.
Si Morazán no se levanta en defensa de la República, los reaccionarios que, habiendo arrojado del poder al general Arce, eran dueños de la situación, habrían realizado sus sueños entregando a Centroamérica como colonia de la Monarquía española o de otra cualquiera, a fin de gozar de sus privilegios y de dominar como dominaban antes del 15 de septiembre de 1821.
Si ellos eran unionistas, ¿por qué no restablecieron la República cuando Morazán se retiró voluntariamente de Centroamérica, en 1840, cuando casi todos los Estados se encontraban bajo égida de gobiernos reaccionarios? Si Morazán era el obstáculo para la Unión, ¿por qué continuaron los Estados como entidades independientes, en vez de restablecer la federación? Sencillamente, porque los reaccionarios gobernaban en Guatemala, en Honduras y en Nicaragua, y ejercían su influencia nefasta en El Salvador y Costa Rica”.
Y aunque Ramón Rosa no formula ninguna observación puntual sobre el asunto que nos ocupa, creo oportuno traer a colación una cita de su inconclusa biografía, “Historia del benemérito general don Francisco Morazán, ex-presidente de la República de Centro América”, porque considero bastante probable que su razonamiento sobre el error en el que, a su juicio, se incurrió en la asamblea constituyente de 1824 con la adopción del sistema federal, bien pudo haber ejercido una significativa influencia en sus posteriores biógrafos. Juzgue el lector:
“La adopción del sistema federalista fue un error capital. El antiguo reino de Guatemala era uno y la Federación vino a romper artificialmente esta unidad que contaba con la sanción de tres siglos. Las condiciones morales, políticas y económicas de los colonos de ayer, se oponían a la Federación.
El sistema federal es el más difícil de practicarse, y el que requiere mayor educación moral en los pueblos. Los pueblos de Centroamérica, si bien amantes de la independencia, no habían arrojado ni en pequeña parte el enorme peso de las preocupaciones y viciadas costumbres que les diera el gobierno secular de la colonia. La lucha y el sufrimiento no habían dado a nuestros pueblos como fruto bendito del dolor grandes virtudes públicas. La independencia se obtuvo sin grandes sacrificios y mal podía amarse como un derecho conquistado a fuerza de lágrimas y sangre cuando la emancipación se operó en el seno de la paz y la tranquilidad. Además, no habiendo un enemigo común a quien combatir, los pueblos centroamericanos no sintieron la necesidad de estar unidos para sostener una sola causa”.
En parecida forma se pronuncia Clemente Marroquín Rojas, el periodista y político guatemalteco, tan enemigo de Morazán como el propio Rafael Carrera, quien publicó el libro “Francisco Morazán y Rafael Carrera”, en el que su odio al primero lo lleva a la ridícula pretensión de colocar a los dos en una misma categoría de seres humanos. Y en el que al referirse a la instauración del federalismo en Centroamérica en 1824 arguye:
“La nación quedaba organizada federativamente, contra la opinión de los conservadores o serviles, que la querían unitaria. Nosotros creemos que estos últimos tenían razón y el tiempo lo demostró: la Federación fue mortal para la patria, sus provincias ligadas débilmente, se alejaron unas de otras y más aún de la capital federal; se anarquizaron, se ensangrentaron y abrieron el camino de la desintegración que se operó a los pocos años”.
El salvadoreño Abel Cuenca, sin embargo, en su trabajo “Morazán, democracia y federalismo en Centroamérica”, discrepa de la opinión general de que la Constitución Federal haya sido la causa fundamental de la ruptura de la federación:
“Es verdad, como dice Arosemena, que esta Constitución adolecía de gravísimos defectos, no sólo de doctrina, por cuanto de varios sistemas diversos se había logrado, acaso inconsultamente, una formación constitucional de “tipo híbrido” sino también porque desde un punto de vista práctico, o político, no respondía, como ciertamente no pudo responder, a las múltiples necesidades de los pueblos federados. Pero de aquí a pensar que aquella Constitución Federal fue tan imperfecta hasta el punto de establecer la conducta a seguir para resolver, en cada caso, los diferendos entre los estados y el poder federal, hay una distancia considerable”.
En 1839, el ciudadano norteamericano, John L. Stephens, fue enviado a Centroamérica por el gobierno de su nación en misión especial y confidencial, en donde tuvo la oportunidad de entrevistarse con Morazán y conocer de primera mano varios de los incidentes ocurridos durante sus acciones militares en El Salvador y Guatemala poco antes de su salida para Sudamérica, las que recogió en un libro que tituló “Incidentes de viaje en Centroamérica, Chiapas y Yucatán”, editado en 1841. Del que, por considerarlo de mucho interés, copio el agudo comentario que le mereció la situación general de la Federación:
“El monstruoso espíritu partidarista fue mecido en la cuna misma de la independencia, e inmediatamente se manifestó la línea divisoria entre los partidos aristocrático y democrático. El nombre local de estos partidos al principio me confundió, pues al primero se le llamaba central o servil, y al segundo federal, liberal o democrático. Substancialmente ellos eran los mismos que nuestros propios partidos federal y democrático. El lector tal vez encontrará dificultad en entender que, en algún país, y en sentido político, federal y democrático signifiquen lo mismo; o que cuando yo hablo de un federalista me refiero a un demócrata; y para evitar confusiones, al referirme a ellos de aquí en adelante, llamaré central al partido aristocrático y liberal al partido democrático. El primero, como nuestro partido federal abogaba por la consolidación y la centralización de los poderes en un gobierno general, y el segundo peleaba por la soberanía de los Estados. El partido central lo componían algunas pocas familias principales que, por razón de ciertos privilegios de monopolio para la importación bajo el antiguo gobierno español, asumían el aire de nobleza, sostenidas por los curas y frailes y por los sentimientos religiosos del país. El partido liberal estaba formado por hombres de inteligencia y energía que sacudieron el yugo de la iglesia romana, y que, en el primer entusiasmo de sus emancipadas conciencias rasgaron de una vez el negro manto de la superstición que, cual paño funerario, estaba tendido sobre el espíritu del pueblo. Los centralistas deseaban conservar las costumbres del sistema colonial, y resistían cada innovación y cada ataque, directo o indirecto, sobre los privilegios de la iglesia y sobre sus propios prejuicios e intereses. Los liberales, ardientes y acariciando brillantes proyectos de reforma, anhelaban un cambio instantáneo en los sentimientos y costumbres populares, y creían que estaban perdiendo preciosos momentos para establecer algunas nuevas teorías y barrer algunos de los viejos abusos. Los centralistas olvidaron que la civilización es una deidad celosa que no admite particiones ni puede permanecer estacionaria. Los liberales olvidaron que la civilización requiere una armonía de inteligencia, de costumbres y de leyes. El ejemplo de los Estados Unidos y de sus liberales instituciones fue puesto en alto por los liberales; y los centralistas argüían que, con su ignorante y heterogénea población, desperdigada sobre un vasto territorio, sin medios fáciles de comunicación, era un sueño tomar a nuestro país como modelo”.
Como se desprende de lo dicho hasta ahora, estos apuntes no tienen otra finalidad que, a manera de alerta, introducir una duda razonable en la prisa con que, en mi criterio, se quiere descifrar el pensar de Morazán en el tópico de la corrección de sus opiniones políticas y, de repente, en otras muchas de sus actuaciones. Siento que es urgente la necesidad de acrecentar el estudio de la gesta morazánica por ser una tarea permanente de los centroamericanos y, en primer lugar, del pueblo que lo vio nacer.
Y no solo porque ofrendó su vida porque nos mantuviéramos unidos, sino por el sello de cambios que le imprimió a su revolución, que sigue siendo la constante del devenir histórico y una asignatura pendiente en nuestro país. Cuanto más incursionemos en sus designios, sin reservas ni ideas preconcebidas, mejor podremos recordarlo como ejemplo y guía, en especial, para la juventud, que siempre “será la llamada a dar vida” a Honduras y a nuestra Patria Grande.
Concluyo abogando porque no incurramos en el yerro de ensalzar a Morazán como un dios, como algunos gustan de hacer. Él nunca lo hubiera consentido. Lo habría rechazado igual que hizo con la dictadura que los conservadores le ofrecieron, en el colmo de su servilismo. Debemos enaltecerlo, como lo aconseja Zúñiga Huete, como el héroe moderno que fue, “levantado sobre el pedestal realista de sus auténticas hazañas, ajeno a los espejismos de la leyenda y de la fábula, hombre de carne y hueso, con los pies colocados sobre la tierra y con la mente en las altas regiones del espíritu”.
Tegucigalpa, 7 de septiembre de 2022.
Bibliografía:
Memorias, Manifiesto de David, testamento: Francisco Morazán
Morazán: En el bicentenario de su nacimiento, José Ángel Zúñiga Huete
Morazán, Laurel sin Ocaso: Miguel R. Ortega
El eco del silencio: Miguel R. Ortega
Morazán. Perfil continental: Miguel R. Ortega
La revolución morazanista: Filander Díaz Chávez
En el frente de la tragedia: Filander Díaz Chavez
Pobre Morazán pobre: Filander Díaz Chávez
Morazán o la pasión por la política Filander Díaz Chávez
La posteridad me hará justicia: Miguel Cálix Suazo
Morazán y la Centroamérica actual: Miguel Cálix Suazo
¿Quiénes y por qué asesinaron a Morazán: Miguel Cálix Suazo
Autenticidad de la estatua de Morazán: MIguel Cálix Suazo
Francisco Morazán: Ramiro Colíndres O.
Morazán, presidente de la desaparecida República Centroamericana: Arturo Mejía Nieto
Biografía del general Morazán: E. Martínez López,
El general Morazán, ensayo biográfico: Julián López Pineda
Francisco Morazán, su vida y su obra: J. Jorge Jiménez Solís
Francisco Morazán: Lorenzo Montúfar
Morazán, democracia y federalismo en Centroamérica: Abel Cuenca
Francisco Morazán. La organización del Estado de Honduras. Volumen I: Secretaría de Cultura, Comisión española del quinto centenario
El general Morazán marcha a batallar desde la muerte: Julio Escoto
Historia del benemérito general don Francisco Morazán, ex-presidente de la República de Centro América: Ramón Rosa
Morazánida: Joaquín Rodas M.
Los últimos días de Francisco Morazán (obra de teatro): Jorge Fidel Durón
La razón y la espada: José H. Blanco
Francisco Morazán y Rafael Carrera: Clemente Marroquín Rojas
Incidentes de viaje en Centroamérica, Chiapas y Yucatán: John L. Stephens
Morazán revolucionario. El liberalismo como negación del Iluminismo: Longino Becerra
Alta es la noche y Morazán vigila: artículos de diversos autores
Colección de Leyes, Decretos y Órdenes del Gobierno Provisorio del general Francisco Morazán en el Estado de Costa Rica, 1841 a 1842: Instituto Morazánico de Honduras
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Abogado y Notario, autor de varios ensayos sobre diversos temas de derecho, economía, política e historia; columnista por cuarenta años de varios diarios, entre ellos, EL Pueblo, El Cronista, Diario Tiempo y La Tribuna, y diputado por el Partido Liberal al Congreso Nacional de 1990-1994. Ver todas las entradas