Por: Kenneth Rogoff
CAMBRIDGE – ¿Disparará finalmente la COVID-19 la tan esperada disrupción tecnológica en la educación superior? En todo el mundo, los repentinos confinamientos a mitad de semestre para combatir la pandemia obligaron a las universidades a volcarse a la educación a distancia casi de la noche a la mañana, pero aunque esta rápida transición fue dura tanto para los docentes como para los alumnos, todavía puede resultar en algo bueno.
Como muchas empresas, las universidades tienen dificultades para reabrir y están adoptando una gama de estrategias. Por ejemplo, la Universidad de Cambridge en el Reino Unido anunció que sus clases solo se harán en línea, por lo menos hasta el verano de 2021. Otras, entre ellas la Universidad de Stanford, ofrecen una combinación de clases en línea y en persona, además de extender el año académico para que haya menos alumnos en los campus simultáneamente.
No lo duden, la COVID-19 representa un golpe económico masivo para la educación superior. Los dormitorios están desocupados, los estadios deportivos siguen vacíos y los estudiantes se resisten a pagar la matrícula completa. Para muchas universidades e instituciones de educación superior la caída en los ingresos provenientes de alumnos extranjeros, especialmente chinos, probablemente resulte dolorosa; es posible que muchas instituciones más pequeñas y con menos recursos cierren.
Incluso las universidades más prestigiosas enfrentan desafíos: la Universidad de Michigan prevé una pérdida por la pandemia que podría llegar a mil millones de dólares para fines de 2020, mientras que la Universidad de Harvard proyecta un déficit de 750 millones de dólares para el próximo año.
Pero, en última instancia, ¿contribuirá el impacto de la COVID-19 a lograr una mejor educación para más personas y a menor costo? La respuesta dependerá en parte de que las universidades dejen de lado la tecnología cuando la pandemia se desvanezca o, por el contrario, busquen las mejores formas de aprovecharla. No es un desafío fácil, dada la importancia de las interacciones entre los profesores, los estudiantes de posgrado y los de grado, tanto dentro como fuera del aula.
Cuando cursaba mis estudios de posgrado hace 40 años estaba convencido de que el aprendizaje por video (la tecnología de ese entonces) cambiaría la enseñanza universitaria. Después de todo, pensaba, ¿por qué no pueden tener acceso los estudiantes en todo el mundo a los mejores conferencistas y materiales?, especialmente cuando la interacción que ofrecen las disertaciones para 200 alumnos o más en los campus es, de todas formas, limitada.
Ciertamente, la enseñanza en el aula aún tendría un papel importante, los profesores seguirían preparando los materiales y respondiendo preguntas. Y no imaginé que las clases grabadas serían un sustituto para los grupos menos numerosos (aunque los materiales grabados, por supuesto, también pueden funcionar en esos entornos). Pero aunque es emocionante ver una clase excelente en persona, sin duda una buena disertación grabada es mejor que una mediocre en persona.
Adelantemos cuatro décadas, sin embargo, y los avances han sido limitados. Un motivo probable es el gobierno de las universidades: son los docentes quienes dirigen estas instituciones y pocos se inclinan hacia una opción que reduciría la demanda de sus servicios. Los profesores sin duda se preocupan también porque la clases grabadas harían que sus alumnos de posgrado tengan más dificultades para conseguir empleo. Y los alumnos de posgrado, con su energía e ideas frescas, son clave para impulsar la investigación.
Desde hace ya tiempo los cambios demográficos presionan a la baja la inscripción en las universidades. Incluso si los docentes en algunos campos (como la informática) aún encuentran una demanda robusta, para muchos otros la menor cantidad de alumnos ciertamente amplía su resistencia a las nuevas tecnologías que ahorran mano de obra.
Pero tal vez el mayor obstáculo sea el elevado costo de producción de clases grabadas de alta calidad que sean para los alumnos tan satisfactorias como las clases en persona. Incluso producir una única disertación para el consumo masivo es una propuesta riesgosa que requiere mucho tiempo y, debido a que las disertaciones grabadas se pueden clonar tan fácilmente, puede resultar muy difícil cobrar un precio suficientemente elevado como para cubrir los costos. Una miríada de nuevas empresas educación (muchas en el área de Boston y sus alrededores, donde vivo) están tratando de solucionar estos problemas, pero hasta el momento no han tenido un impacto significativo sobre el sistema.
Parece entonces razonable preguntar si el gobierno de Estados Unidos debiera asumir los costos de crear clases universitarias en línea o materiales pregrabados básicos para ciertos campos. (Se podría hacer lo mismo con los cursos de educación para adultos). En especial, los materiales para los cursos en línea introductorios sobre temas apolíticos —como la matemática, la informática, la física y la contabilidad— debieran ser los principales candidatos para el financiamiento federal.
Muchas otras disciplinas académicas —incluido ciertamente el campo al que me dedico, la economía— también tienen un gran potencial en línea. El candidato a presidente de EE. UU. por el Partido Demócrata, Joe Biden, está ahora a favor de que la universidad sea gratuita, lo que emociona a algunos profesores, pero en vez de ampliar el sistema universitario estadounidense existente, ¿no sería más justo y eficiente el financiamiento federal de la educación en línea?, especialmente considerando que puede ayudar a los adultos de todas las edades.
La educación superior otorga a los alumnos entendimiento y un conjunto de habilidades prácticas, los ayuda a que sus vidas sean más plenas y, esperemos, a ser mejores ciudadanos. Pero no resulta para nada obvio que todos los diversos aspectos de la educación superior, incluida la adquisición de habilidades y el desarrollo social e intelectual, deban ir juntos como ocurre ahora. Los alumnos deben reunirse, pero no necesariamente todo el tiempo.
Casi todo el mundo acepta que ampliar el acceso a la educación superior es una de las mejores formas para mitigar la desigualdad, y puede ayudar a que la sociedad sea más justa y productiva. También es fundamental en un mundo donde la tecnología y la globalización (o, tal vez ahora, la desglobalización) exigen una mayor capacidad de adaptación y posiblemente un reentrenamiento para cubrir los cambios en la demanda del mercado laboral.
La crisis de la COVID-19 probablemente genere más cambios rápidos y de gran alcance en el terreno económico bajo nuestros pies, pero no hay porque temerlos si la pandemia también impulsa la transición hacia una educación superior mejor y más generalizada.
Kenneth Rogoff se ha desempeñado como economista jefe del FMI, es profesor de Economía y Política Pública en la Universidad de Harvard.
-
Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas